Ha llegado a mi conocimiento que, próximamente, en marzo o abril, un equipo integrado por nueve personas: dos sacerdotes, dos religiosas, un matrimonio, y tres laicas, por iniciativa de la Comisión Episcopal de Misiones, y de las Obras Misionales Pontificias, marchará a una región de la Amazonia peruana, con el objeto de desarrollar allá tareas de misión. Supongo que la iniciativa cuenta con el acuerdo y el apoyo de las autoridades de la Conferencia Episcopal Argentina (CEA), ya que interviene en ella uno de sus organismos. Entiendo que, de este modo, se responde al movimiento determinado en la Iglesia por el sínodo de los obispos, que en su reunión de 2019, tuvo por tema, precisamente, los problemas de la región Amazónica en sus múltiples aspectos, incluyendo los religiosos. Las necesidades pastorales de aquella amplia zona son innegables. Sería la que comento una realización de la vocación ad gentes, que siempre se ha vivido en la Iglesia; así se expresa su unidad inspirada por el Amor (agápē), y su universalidad.
Me ha llamado la atención que se diga que es preciso «crear una Iglesia con rostro amazónico»; se me ocurrió pensar con algo de suspicacia ¿por qué no una Iglesia con rostro chinesco, o indiano? De todos modos, corresponde alegrarse, con una satisfacción que procede de la Fe, y también en nuestra compleja actualidad, ante el hecho que los fieles católicos, especialmente si están consagrados en el Sacerdocio, o la profesión religiosa, se preocupen y se empeñen en la extensión de la Iglesia, a zonas que podríamos considerar «vacantes»; donde quizá muchas personas desean y esperan recibir la Palabra de Dios, y los sacramentos que comunican su Gracia.
Al reflexionar sobre esta generosa iniciativa, me invadió la perplejidad. Y por casa, ¿cómo andamos? Sobre este asunto he escrito muchas veces, afirmando que no es posible ocultar las carencias religiosas de nuestro país, y el constante retroceso de la Iglesia en él. Ya no solamente debemos lamentar la secularización de la cultura, y la descristianización de la sociedad, que tienen raíces históricas, por obra del laicismo y la masonería; creo que no exagero si digo que la religión católica, en lo que tiene de más esencialmente elemental, se encuentra en plena retirada. Más concretamente: muchas iglesias despobladas, seminarios semivacíos, casas religiosas diezmadas por la ausencia de vocaciones, disminución del número de casamientos, y bautismos, y otras situaciones penosas. El Gran Buenos Aires es nuestra Amazonia. Los grupos evangélicos van ocupando los lugares que la Iglesia abandona por falta de recursos, humanos, y supongo que también económicos. La Patagonia es tierra de nadie. ¿Qué pensará Don Bosco, aun en el gozo inalterable del Cielo? Alguien puede argüir que en algunas diócesis hay gente muy activa. Sí, ¡grupúsculos!, con una liturgia devastada, convertidas en ruidosas alharacas de pocos participantes. Hay excepciones, lo sé. Pero la falta de exactitud, solemnidad, y belleza en la Misa, hacen que no pocas personas añoren lo que el motu proprio Traditiones custodes, ha desplazado.
La Iglesia ha perdido a la juventud. En un tiempo, ya pretérito, la Acción Católica logró reunir un contingente juvenil significativo: no faltaba la formación doctrinal, y espiritual, junto con el cultivo del afán apostólico. A modo de homenaje, quiero recordar la obra de Monseñor Jorge Carreras, como párroco de Nuestra Señora de Balvanera, en la Capital Federal; y, luego, como obispo auxiliar de Buenos Aires, y como diocesano de San Justo, que fue padre de numerosas vocaciones sacerdotales; su lugar de trabajo era el Confesionario. Desgraciadamente, ya desde mediados de la década del sesenta, del siglo XX, la politización debida a la Teología de la Liberación, y al así llamado Movimiento de Sacerdotes por el Tercer Mundo, hizo estragos entre los jóvenes de Acción Católica, lo mismo que de Pastoral Universitaria: el marxismo, con careta peronista, ganó la opinión y la acción de muchos. Hubo excepciones, sin duda, pero estas fueron siempre minoritarias. En la actualidad, no se encuentra un movimiento generalizado de la juventud católica; pertenecer a él carece de todo interés, como para concitar la pasión, y el entusiasmo de profesar una fe conquistadora de los individuos, las familias, y la sociedad.
La liturgia, en nuestro país –reincido en un tema que considero fundamental-, ha caído en la banalidad, cuando no en situaciones peores; la falta de exactitud, solemnidad y belleza se extienden, sobre todo porque no existe una buena formación litúrgica en los futuros sacerdotes. En este contexto, muchas personas, que no cuentan para el oficialismo eclesiástico, añoran un cambio, todo lo contrario de lo que se ha impuesto despóticamente en Traditiones custodes.
La acción social, que debería inspirarse en la Doctrina Social de la Iglesia, se limita a algunos campos de sostenimiento de los más pobres, pero no aspira al cambio que es urgente instrumentar: liberar a la democracia del electoralismo, que la esclaviza al medro de la casta política. Hay algo peor aún de orden cultural: los «nuevos paradigmas», adoptados como deseables en los centros oficiales de la vida católica, responden incautamente a los postulados del Nuevo Orden Mundial, sostenidos por el imperialismo internacional del dinero.
Podría continuar con la descripción de lo que considero nuestros males. Hace ya cuatro años que he pasado a la condición de emérito, y me asombro al contemplar desde afuera del oficialismo episcopal la situación religiosa de la Argentina; algunas declaraciones ostentan la preocupación de adherir a lo que se considera la orientación del actual pontificado. Es notable: esas declaraciones no tienen nada que ver con la realidad, la cual marcha aceleradamente por sus propios caminos. Si quiero resumir en un título la situación que sólo parcialmente he esbozado, tengo que decir: religio depopulata.
Me he acostumbrado a seguir –con gusto y, a la vez, con pena- la prédica de algunos pastores evangélicos, que hablan de lo que ya en la Iglesia no se escucha: la primacía de Dios, y de Cristo; el demonio y su astuta actividad en nuestros días; el pecado, causa de tantos otros males espirituales, y materiales; la necesidad de conversión; y el testimonio que corresponde dar al cristiano, en referencia a la actitud de la Iglesia naciente, ante la sociedad pagana. El catolicismo carece de los espacios más modestos en los medios de comunicación, que hoy se extienden al universo de «las redes».
Hago una observación que me parece explicar, en buena medida, la situación religiosa del país, como la de otros países otrora católicos: el moralismo que encierra la difusión de la fe, y el entusiasmo pastoral, en el ámbito kantiano de la Razón práctica. Entonces, la Palabra de la Fe ya no resuena con el vigor que impulsa a la conversión. La dimensión profética de la misión eclesial, resulta obturada, rebajada. Ante la pandemia, por ejemplo, solo se atina a recordar la «obligación moral» de vacunarse; no la de convertirse mediante la oración y el ayuno para que, como en tantas ocasiones se muestra en la Escritura, el Señor intervenga y detenga la mano del Exterminador. La Fe está primero. Sin ella, los arbitrios morales no serán verdaderamente cristianos.
Vuelvo al comienzo. Podríamos alegrarnos si en la riqueza de fe ardiente, y del fructuoso seguimiento de Cristo, que se reflejasen en la cultura y en la vida de la sociedad argentina, decidiéramos compartir esos bienes con otros pueblos, en la universalidad de la Iglesia. Pero no parece razonable ceder a una ocurrencia, a un arrebato romántico, o ideológico, cuando aquí perduran y se agravan los ancestrales problemas religiosos. Resta, oficialmente, lo que la masonería no tiene dificultad en apoyar, porque coincide con su propio moralismo de exaltación de la Humanidad. Dios y Cristo no serían necesarios. El cristiano debe preocuparse del cuidado de la «Casa Común», la justicia en el reparto de los bienes de la Tierra, la deforestación, el cambio climático, y todo aquello que hace falta para «pasarla mejor» en este mundo.
Rezo para que esa misión en la Amazonia peruana alcance los resultados que se han propuesto sus organizadores. Y a estos les sugiero que, cuando regrese aquel contingente, se decidan a intentar una misión en Argentina. Pero, claro está, antes deberán advertir la inmensa falta que hace.
+ Héctor Aguer, arzobispo emérito de La Plata
Académico de Número de la Academia Nacional de Ciencias Morales y Políticas.
Académico de Número de la Academia de Ciencias y Artes de San Isidro.
Académico Honorario de la Pontificia Academia de Santo Tomás de Aquino (Roma).
Buenos Aires, martes 1º de marzo de 2022.-