Homilía del padre Christian Viña, en el Segundo Domingo del Tiempo Ordinario
Jesús, nuestro Rey y Señor, se autorrevela en las Bodas de Caná como verdadero Dios, y verdadero hombre; llamado a dar hasta la última gota del vino de su Sangre por la Iglesia, su esposa amada. Con éste, el primer milagro de su vida pública, para mostrar su gloria (cf. Jn 2, 11), se da la tercera manifestación de su Divina Realeza; luego de la realizada, en Belén, a los Magos de Oriente (cf. Mt 2, 11), procedentes de las naciones paganas; y de su Bautismo en el Jordán (cf. Lc 3, 21-22), con la presentación que de Él hacen el Padre, y el Espíritu Santo. Es el claro anticipo de sus propias Bodas; de las Bodas del Cordero, con su esposa ya preparada (cf. Ap 19, 7). Siempre debemos profundizar en lo que repetimos, con similares palabras, en cada Santa Misa, antes de la Comunión: Felices los que han sido invitados al banquete de bodas del Cordero (Ap 19, 9).
Nótese que ya en el comienzo de este capítulo 2, el evangelista San Juan destaca que la madre de Jesús estaba allí (Jn 2, 1); y, recién después, afirma: Jesús también fue invitado con sus discípulos (Jn 2, 2). Así como en el Génesis, la mujer, Eva, en el Paraíso, cayó en el pecado original, y fue causa de la caída de su marido, Adán (cf. Gn 3, 6); otra Mujer, la nueva Eva, María Santísima, abre con su Divino Hijo, Cristo, el nuevo Adán, las puertas de nuestra definitiva salvación. Es siempre la Virgen Santísima, nuestra Madre Corredentora, la que le pide a Jesús, por nosotros (cf. Jn 2, 3); y a nosotros nos manda: Haced todo que él os diga (Jn 2, 5). Solo en nuestra obediencia a Quien se humilló hasta aceptar por obediencia la muerte y muerte de Cruz (Flp 2, 8), encontramos nuestra definitiva salud…
El profeta Isaías anticipa las Bodas del Cordero siete siglos antes del nacimiento de Cristo: Como un joven se casa con una virgen, así te desposará el que te reconstruye; y como la esposa es la alegría de su esposo, así serás tú la alegría de tu Dios (Is 62, 5). Por eso, el salmista nos llama a cantar un canto nuevo (Sal 95, 1), y a decir entre las naciones: «¡El Señor reina»! (Sal 95, 10). Él Reina, gracias a la Nueva y definitiva Alianza, en todo el universo. Él derrama su Sangre, por nosotros, y por muchos, para el perdón de los pecados (cf. Fórmula de Consagración del vino, en la Santa Misa).
San Pablo, a su turno, les enseña a los Corintios que el mismo y único Espíritu distribuye sus dones a cada uno como él quiere. Y aclara que, ciertamente, hay diversidad de dones, pero todos proceden del mismo Espíritu (1 Cor 12, 4). Es, por lo tanto, del Espíritu, hacer desarrollar al máximo esos dones con los que todos hemos sido enriquecidos. Nada de disputas, celos o envidias, entonces. A fuerza de comparaciones –siempre injustas-, y hasta de intrigas, solo se consigue dañar a los demás; y ser, también nosotros, dañados. Todos debemos aportar, desde lo que el propio Dios nos ha dado, para que el anuncio y el testimonio del Señor suenen como una bella sinfonía en este mundo; que, al huir del silencio cristiano, solo se sumerge en estruendosos ruidos, y estrepitosas faltas de fe…
Enseña el Catecismo de la Iglesia Católica que: La muerte de Cristo es a la vez el sacrificio pascual que lleva a cabo la redención definitiva de los hombres por medio del «cordero que quita el pecado del mundo» (Jn 1, 29), y el sacrificio de la Nueva Alianza que devuelve al hombre a la comunión con Dios reconciliándole con Él por «la sangre derramada por muchos para remisión de los pecados» (CEC, 613). Y San Alfonso María de Ligorio enfatiza: Así como Jesucristo está vivo en el cielo rogando siempre por nosotros, así también en el Santísimo Sacramento del altar, continuamente de día y de noche está haciendo este piadoso oficio de abogado nuestro, ofreciéndose al Eterno Padre como víctima, para alcanzarnos innumerables gracias y misericordias (Visitas al Santísimo Sacramento, 31).
Las Bodas de Caná son el marco maravilloso en que el Señor manifiesta que Él, verdaderamente, es el Mesías prometido al pueblo de Israel; anunciado, desde antiguo, por boca de sus santos profetas (Lc 1, 70). Él, como Sacerdote, Altar y Víctima, sella la definitiva Nueva Alianza; no con la sangre de animales, sino con su propia y divina Sangre. Él se dio por nosotros, y por nuestra salvación. No se ahorró ni una gota de Sangre; por eso las tinajas de su Amor sobreabundan en gracia y misericordia para todos sus hijos…
Está siempre, en nosotros, cargar las tinajas hasta el tope, con el auxilio de la gracia; con nuestra firme decisión de darle gloria a Dios, y ser santos. Y, por supuesto, con nuestro combate permanente para multiplicar las buenas obras, y luchar contra el pecado. Por cierto, no existían canillas –como hoy las conocemos- en aquel banquete. Cargar 600 litros de agua implicó un esfuerzo arduo, con varias manos puestas a la obra. Y porque esas ánforas se llenaron hasta el tope, el Señor hizo el milagro superabundante. Por cierto, 600 litros de vino hablan de un signo inigualable; en el que Cristo demuestra que Él se entregó por todos, y que nadie está de por sí excluido del banquete de su amor.
Cada Santa Misa, al actualizar; o sea, traer al presente, de manera incruenta, el sacrificio pascual, nos revela la total fidelidad del Hijo. ¡Así se desposó, para siempre, con su Esposa amada, la Iglesia! ¡Así, también, estamos nosotros llamados a ser fieles al Señor hasta, si es necesario, derramar nuestra propia sangre!
Los millones de mártires con los que cuenta nuestra Santa Madre Iglesia, nos dejan un legado enorme, en ese sentido. Sabían que lo suyo era serle fieles, hasta la muerte, al Señor; sea en el matrimonio, el Sacerdocio, o la vida religiosa. Eran conscientes de que la Alianza del Señor no era por un plazo fijo, ni por una temporada. Ni, mucho menos, por un fugaz enamoramiento pasajero, y sin compromiso; o de una volcánica pasión sensual, solo fruto del pecado, el egoísmo, y el desinterés por el bien común. Hoy prácticamente solo se habla de relaciones líquidas; y, por lo tanto, un compromiso para siempre, en los diferentes estados de vida, es visto con indiferencia, escepticismo, y hasta desprecio. No se puede tolerar, en este mundo de descartables, que en Cristo no estamos para descartarnos, unos a otros; luego de usarnos, caprichosamente, sin exigencias duraderas. Por eso, los matrimonios sólidos, que duran toda la vida; y, claro está, las vocaciones sacerdotales y religiosas, para siempre, son un bello faro para llegar al buen puerto de la otra orilla, en esta tempestuosa noche. ¡Que podamos escuchar, a cada momento, las palabras de María Santísima: Haced todo que él os diga (Jn 2, 5)! Solo si lo cumplimos debidamente, encontraremos la verdadera felicidad…
Christian Viña, sacerdote