En la gran obra de arte cinematográfico de Cecil B. DeMille, Los diez mandamientos, cuando Moisés (Charlton Heston) acude al sencillo hogar de Josabeth (Martha Scott) buscando la verdad de su origen, aquella mujer fuerte, compendio de las virtudes bíblicas, contesta: No, no, tú no eres mi hijo. Si crees que hombres y mujeres son como reses a las que hay que guiar con el látigo y eres capaz de humillarte ante ídolos de piedra y doradas imágenes de animales, tú no eres mi hijo. Mi hijo sería un esclavo. Sus manos estarían encallecidas y agrietadas por el acarreo de ladrillos y su espalda llena de cicatrices del látigo del capataz, pero en su corazón ardería la llama del espíritu del verdadero Dios.
Comienza entonces la aventura más grande del Pueblo de Israel. Moisés, ya en el desierto, recibe la gran Revelación veterotestamentaria: Yo soy el que soy (Ex 3, 14) y es enviado a Faraón. Egipto lucha contra Dios ─una pugna de poderes que comenzó en el paraíso (cf. Gn 3, 15) y que durará hasta el final de la historia (cf. Mt 24,13-31)─, es vencido y deja marchar a los israelitas. Pero Ramsés, seducido por la mujer que había dicho yo soy Egipto y que agavillaba en sí todas las tentaciones, toma sus carros y con maniobra zainesca sale a terminar de una vez por todas con los hijos de Jacob. Definitiva es la derrota en el paso por el Mar Rojo ante la cual Faraón sólo puede exclamar: su dios es Dios.
Es éste un typo de la historia de la Salvación. El pueblo, el Elegido, persevera en un inmenso valle de cansancio y agonía adorando a su Dios, mientras espera confiado su liberación. El Mundo, volcando sobre él su furia opresora o comprando con encantos femeninos su voluntad, quiere hacerlo finar en la idolatría. Pero se levanta siempre una misma voz, una misma ley: Escucha, oh Israel, el Señor tu Dios es el único Señor (Dt 6, 4).
Todavía resuena en nuestros oídos el relato de los magos de Oriente. Es la manifestación del Salvador a todas las naciones que, encerradas en las almas de aquellos sabios, aprenden a reconocerlo y, postrándose, lo adoran (Mt 2, 11). Adoración. He aquí la llave que descubre corazones y que coloca a los hombres o con Cristo o con Belial (cf. 2Co 6, 15-17). Tan sólo hay que leer el capítulo 13 del libro de Apocalipsis para saber que es la adoración el signo de contradicción y la bandera discutida para todos los hombres. Porque o se adora al Cordero degollado o se adora al Dragón con sus Bestias de poder y de engaño. Y como no hay nada oculto que no llegue a descubrirse (cf. Lc 8, 17), el juicio de Dios sobre las conciencias íntimas de los hombres será un juicio de adoración.
La Modernidad, como otra Popea ─aquella mujer lo poseía todo, menos honestidad, dice Tácito─, ha reconvertido con malas artes la idolatría de las estatuas que tienen boca y no hablan, tienen ojos y no ven (Sal 115, 5) en antropolatría. Idolatría del hombre, haciendo de Dios la proyección de todas las capacidades humanas, como quería Feuerbach, porque Dios, decía, es el espejo del hombre. Se consagra el principio de inmanencia, según el cual, no hay un dios trascendente o, mejor dicho, homo homini deus, el hombre es dios para el hombre. Por esto podía decir Marx que después de Feuerbach la crítica a la religión está sustancialmente hecha.
Así, toda herencia o huella del Dios trascendente en el hombre es opresión y esclavitud. Es falso y lo aliena. La religión es el opio del pueblo. Hay que liberarse. Hay que matar a dios. Para eso habrá que ser consecuente y atreverse a decir lo que dijo Nietzsche: Hasta hoy no se ha experimentado la más mínima duda o vacilación al establecer que lo bueno tiene un valor superior a lo malo. ¿Y si fuese verdad su contrario? Y habrá que osar pronunciar ─de nuevo, si se quiere ser consecuente─ su gran grito de cólera satánica, el grito de aquel hombre loco de La gaya ciencia, portador de una lámpara que, ante la muchedumbre, la enarbola para después estrellarla contra el suelo y que quede apagada: ─¡Dios ha muerto! ¡Dios sigue muerto! ¡Y nosotros lo hemos matado! ¿Cómo nos consolaremos los asesinos de todos los asesinos? Lo más sagrado y lo más poderoso que hasta ahora poseía el mundo sangra bajo nuestro cuchillos. ¿Quién nos enjuagará esta sangre? ¿Con qué agua lustral podremos limpiarnos? ¿Qué fiestas expiatorias, qué juegos sagrados tendremos que inventar? ─Aquí calló el hombre frenético y miró nuevamente a sus oyentes. También éstos callaban y lo miraban extrañados. Finalmente, lanzó su lámpara al suelo, rompiéndose en pedazos y se apagó. Se cuenta además que, ese mismo día, el hombre frenético irrumpió en diferentes iglesias y entonó su Requiem aeternam Deo [Descanso eterno para Dios]. Conducido fuera de ellas y conminado a hablar, sólo respondió una y otra vez: «¿Qué son, pues, estas iglesias sino las tumbas y sepulcros de Dios?».
El hombre se ha querido igualar a Dios, se ha hecho dios, estableciendo el bien y el mal según su propio arbitrio creador ─no es otra la tentación primigenia: seréis como dioses, conocedores del bien y del mal (Gn 3, 5)─. Pero como la máxima de Nietzsche parece demasiadose debe blanquear. Urge sacar a la otra bestia, la del engaño, la de la Tierra, y convertir lo bueno en malo y lo malo en bueno por sufragio democrático, por decisión mayoritaria, por el acto libre de la soberanía de la nación con poder para autodeterminarse, porque, como rezan los nuevos dogmas en la Declaración Universal de Derechos del Hombre: la Voluntad del Pueblo es la base de la autoridad del poder público. Así, esta transmutación de los valores, resulta apetecible a la vista y excelente para lograr sabiduría (Gn 3, 6). El hombre sigue arrodillado, pero ya jamás ante Dios, sino ante sí mismo. Un nuevo ídolo levantado, como dijo Vazquez de Mella, sobre astillas de tronos y fragmentos de altares, según profetizó otro de los predicadores de la nueva religión, Auguste Comte, al decir que la estatua de la Humanidad tendrá por pedestal el altar de Dios.
Cuando se persigue la adoración a Dios ─también con el cuerpo, arrodillándose─, cuando se condena la liturgia católica que durante siglos ha enseñado a adorar a los fieles, cuando se prohíbe recibir la Sagrada Comunión de rodillas por decreto o por presión psicológica, parece que se está prestando servicio a otro espíritu muy distinto, porque el diablo no soporta la adoración. Y cuando todo lo anterior se une a la preocupación constante e imperativa por solucionar los problemas inmanentes de los hombres ─el problema social y económico, acabando con el flagelo del hambre, el frío y la miseria; el problema religioso del mal y del sentido del sufrimiento, eliminándolo por el milagro; el problema político, reuniendo a todas las naciones bajo el signo de la paz universal─, pareciera que se está del lado del Gran Inquisidor de Ivan Karamazov que juzga a Cristo y le recrimina no haber cedido a las tentaciones del desierto en favor de los más débiles, haciendo que todo sea posesión de pan de la tierra ─olvidando el del Cielo─; sumisión a la técnica-prodigio, haciendo creer que ahí reside su salvación ─su salud─, bajando de la cruz si así lo pide el mundo; y trabajando por la unificación del mundo en justicia e igualdad, negando la meta trascendente del hombre. Son las tres recetas inmanentes de Satanás para aquietar las angustias de los hombres y dar por terminados sus problemas.
Es una nueva religión. Parecida, ciertamente, a la antigua. No en vano dijo Castellani que la religión del Anticristo sería un cristianismo sin Cruz y sin segunda Venida, en la que se entroniza, a decir del Kirilov de Dostoievski en otra de sus grandes novelas, Demonios, al propio hombre: ─Él viene, y su nombre será hombre-dios. ─¿Dios-hombre? ─le pregunta Stavroguin─. Hombre-Dios, que allá está la diferencia.
Aquí nos conducen, sean las claras y fuertes voces del loco de Nietzsche, sean los ladinos cantos de sirena de la modernidad. Y, como en Egipto o en Babilonia, nos queda adorar en espíritu y en verdad, aguardando con esperanza la redención de nuestro cuerpo (Rm 8, 23), sabiendo que una esperanza que se ve no es esperanza (v. 24). Estamos en la misma situación que el protagonista chestertoniano de El hombre que fue jueves, Gabriel Syme, cuando, rodeado por una turba de revolucionarios ─sin esperanza humana─ y tomado por loco, en un último esfuerzo, levanta el arma que le queda, una lámpara ─todo parece una respuesta al pasaje nietzschiano─, y, blandiéndola contra el enemigo más cercano, brama: –¿Ves esta linterna? –gritó Syme con voz terrible– ¿Ves esta cruz grabada, ves la luz interior? No la grabasteis, no la encendisteis vosotros, sino hombres mejores que vosotros. Hombres capaces de creer y de obedecer son los que torcieron las entrañas de hierro y preservaron la leyenda del fuego. Las calles por donde pasáis, los trajes con que os vestís, todo fue hecho como esta linterna, por un acto de negación contra vuestra filosofía de suciedades y ratones. Destruiréis a la humanidad, destruiréis el mundo. Contentaos con eso. Pero esta antigua linterna cristiana no la destruiréis. Irá a dar a un sitio en que vuestro imperio de monos será incapaz de rescatarla. Y descargó la linterna sobre el Secretario de modo que le hizo bambolear. Después, dándole dos vueltas sobre su cabeza, la arrojó al mar. La linterna lanzó su último destello, como un cohete, y desapareció.
Para conservar ardiendo en el corazón la llama del espíritu del verdadero Dios habrá que encallecerse las manos por doblar el hierro en forma de cruz o las rodillas por dar culto al único que lo merece; habrá que sufrir las cicatrices causadas por los latigazos de este mundo; habrá que escuchar, sin desesperarse, la consigna de los sin Dios, que es la misma que da Zaratustra al comienzo de sus grandes peroratas: ¡Os conjuro, hermanos míos: permaneced fieles a la tierra ─todo muy ecosostenible─, y no deis fe a los que hablan de esperanzas sobrenaturales! En otras ocasiones el delito contra Dios era el mayor de los maleficios, pero Dios ha muerto. Ahora lo más triste es pecar contra el sentido de la tierra ─ya se hablaba de pecado ecológico─;habrá que enardecerse y esperanzarse, meditando muchas veces la voz de mando de nuestro Señor que san Ignacio coloca en el inicio de la segunda semana de ejercicios: Mi voluntad es de conquistar todo el mundo y todos los enemigos, y así entrar en la gloria de mi Padre; por tanto, quien quisiere venir comigo, ha de trabajar comigo, porque siguiéndome en la pena, también me siga en la gloria;y habrá que, en definitiva, hacernos espaldas unos a otros ─al decir teresiano─ mientras, postrándonos juntos y unidos cantando, tomamos el nombre de nuestro príncipe celestial, clamando: ¡Quién como Dios!
Porque Dios es Dios.
Rodrigo Menéndez Piñar, pbro.
Publicado originalmente en el Boletín «Covadonga» n.4