Quien haya tenido la dicha de peregrinar a los Santos Lugares, sin duda habrá hecho estación en la Basílica constantiniana de la Natividad de Belén, reconstruida por Justiniano en 540 d. C. tras su destrucción por la revuelta de los samaritanos pocos años antes. Es la única que se mantuvo en pie en Tierra Santa durante la terrible destrucción de Cosroes II en 614 d. C. que sembró la desolación más despiadada y la muerte al mando de sus tropas persas.
El romero que desea venerar la gruta del Nacimiento debe ingresar en el templo agachándose, a través de una puerta de poco más de un metro. Puerta cegada, al menos en parte, dejando el espacio mínimo para los caminantes, dificultando así la entrada de los enemigos con sus caballos y armaduras. Hoy ha quedado así, para que quien quiera entrar en el misterio de Belén se abaje y se empequeñezca. Dentro, detrás del iconostasio, en un lateral, se abre una puerta pequeña con unas escalinatas que bajan en círculo hasta otra abertura, dando paso a otros escalones, estrechos y empinados, que terminan en la cueva. Allí, todavía, hay que descender y adentrarse a gatas en una oquedad, centrada en una minúscula y apagada capilla, en un ambiente cargado por el calor de las velas y los aromas orientales, para poder encontrar la estrella de plata, regalo de nuestra Isabel, la Católica, que enmarca el sitio donde nació Nuestro Señor. A este pequeño agujero de la tierra, como lo llama San Jerónimo, no se puede entrar con la cabeza empenachada y las grandezas artificiales del Mundo --agujero que, con ser bajo y oscuro, no es tenebroso, porque aquí apareció una Luz grande que iluminó al pueblo que caminaba en tinieblas (Is 9, 2)--, sino que es necesario hacerse pequeño como los niños, pues de los que son como ellos es el Reino de los Cielos (Mt 19, 14).
Así debió de ser para los magos, hombres dignos y sabios, cargados con regalos, portados por aquellos magníficos ejemplares del desierto, envidia de todas las caravanas, cuando se adentraron en aquella penumbra en que estaría recostado el Niño. Henchidos de inmensa alegría por haber visto su Estrella, postrándose lo adoraron (Mt 2, 11) como pequeños y pobres ante un gran Señor. Se apartaron de sus monturas, se despojaron de sus títulos y pusieron su frente en tierra, para imitar a Aquel a quien adoraban: El cual, siendo de condición divina, no hizo alarde de ser igual a Dios. Al contrario, se despojó de sí mismo, tomando la condición de esclavo (Flp 2, 6-7).
Este despojo no es fácil. A veces hay que hacerse violencia, pues el Reino de Dios la padece, y solo los violentos lo arrebatan (Mt 11, 12). Hay que saber morir a nosotros mismos y no buscar nuestra voluntad, sino la de Dios, pues El Verbo al entrar en el Mundo dijo... he aquí que vengo ... para hacer, oh Dios, tu Voluntad (Hb 10, 5-7). Hay que, en definitiva, esforzarnos por entrar por la puerta estrecha. Porque ancha es la puerta y espacioso el camino que lleva a la perdición, y muchos entran por ella; pero estrecha es la puerta y angosto el camino que lleva a la salvación y pocos son los que la hallan (Mt 7, 13-14).
Es pequeña la puerta de Belén y la del Sagrario. Más pequeña aún la de la Llaga de su Corazón, horno ardiente de caridad en donde están todos los tesoros de la Sabiduría y de la Ciencia, abismo de todas las virtudes y casa de Dios y puerta del Cielo; y nosotros, para poder hallar y tener ese tesoro escondido (cf. Mt 13, 44-46) hemos de vender todo cuanto tenemos y comprar el campo en donde se encuentra: la humildad. Esta es la puerta de la Navidad.
Don José María Pemán, en un relato delicioso en que hace a Quirino, gobernador de Siria y encargado del censo del emperador Augusto, visitar Belén aquel día, cuenta como el romano sale, entrada ya la noche, a respirar un poco por las afueras de aquella pequeña ciudad, bajo la claridad de las estrellas. Por aquellos contornos en que siglos atrás pastorease sus rebaños un pequeño pastor, el hijo de Jesé, y que un día se convertiría en el gran rey David, el funcionario romano se sorprende al descubrir a un pequeño grupo de paisanos con aires de ganapán, correteando de tal manera que a punto están de atropellarlo, ensimismados por la visión angélica. Son pastores, rudos y toscos, pero con la misma luz en los ojos que tendría el santo cantor de los salmos al recorrer las mismas veredas. Quirino comienza a seguirles, entre curioso y divertido por sus locuras, pues hablan de un Libertador nacido en un pesebre, de un Rey que tiene por palacio una choza de animales. Las soberbias águilas romanas que llenan su mente lo conducen a la burla y el desprecio. Sin embargo, continúa con su marcha llevado por no sé qué embriagadora paradoja oriental que le envuelve, haciéndole intuir una belleza que va más allá de las proporciones de la razón que aprendió en su infancia. Al fin llegan a aquel palacio de la paradoja donde puede contemplar a la trinidad de la Tierra. Nada hay grandioso y prometedor y, a la vez, observa cómo lo más pequeño es lo más grande, porque aquel soplo tembloroso de vida que es el Niño parece ser el centro de todo y, en torno suyo, como en un marco extraño, hay unos dioses orientales y romanos destronados y unos pastores alucinados que se asoman temerosamente a mirar el fondo de la cuna-pesebre como si se asomaran a un precipicio. Él no se ha atrevido a traspasar el umbral del establo. Llegado el momento de marcharse, comienza a reflexionar:
Cuando me vuelvo hacia el campo, ya anda trajinando la aurora por bordar de galones de plata los filos de la noche. Los pastores empiezan a retirarse, después de haber dejado en el establo su leche, su miel y sus quesos. Hacen quedos comentarios de la común alucinación, van a la aldea a contar por los corros los maravillosos sucesos de aquella noche...
yo me aparto de ellos por otras trochas y veredas, ahora fragantes de tierra húmeda de rocío. Y pienso que lo extraño y desconcertante de todos los sucesos de esta noche, lo que me impide relegarlos de una plumada a un simple caso de alucinación rústica y colectiva, es esto que pudiéramos llamar la «lógica en el absurdo». Todo cuanto he visto esta noche es una paradoja; pero una paradoja hilada y encadenada con una justeza clara y racional. Todo está vuelto del revés, como el paisaje que se refleja en un lago; pero todo está en orden. Es un absurdo que sean unos zagalones rústicos los primeros en recibir el anuncio de la proclamación de un César; pero este absurdo se convierte a la lógica cuando sabemos que este es un César especialísimo que ha nacido en un pesebre, que se anuncia con exaltaciones de Gloria unidas a promesas de Paz; que se rodea de la veneración de sus propios padres... Todo está invertido para nuestra mente romana: la majestad cesárea, la gloria, la familia. Todo está irónicamente vuelto sobre sí mismo. Esto es la púrpura de Roma, vuelta de modo que se vean las costuras. Este es nuestro claro Occidente, reflejado boca abajo en no sé qué aguas extrañas y purísimas. Si este César paradójico imperase un día, todo se volvería sobre sí, como unas alforjas de cuyo fondo se tirase hacia afuera; en ese reino extraño, los pobres serían los bienaventurados; los pacíficos, virtuosos; los mansos, héroes; los humildes, dioses. En rigor de justicia, éste no debe llamarse, crudamente, un mundo absurdo, sino, con más humildad y sencillez... un mundo nuevo.
Solo atravesando la Puerta de la Navidad entraremos en este mundo nuevo y disfrutaremos del Reino del que nos ha dicho sentado en su Trono: mira, hago nuevas todas las cosas (Ap 21, 5). Un mundo nuevo con una nueva Ley: los últimos serán los primeros y los primeros, últimos (Mt 20, 16), porque el que se enaltece será humillado, el que se humilla será enaltecido (Lc 14, 11). Un mundo en el que todo se ve nuevo, como si fuese la vez primera, con la gozosa ilusión de un niño, porque tenemos otra luz, una luz superior, una luz divina: la luz de la fe. Esta es la gracia de la Navidad, la de descubrir o renovar nuestra fe. Así fue para el gran escritor Paul Claudel, un desgraciado muchacho descreído, con el alma acevilada por la educación ilustrada, que no conocía ni un solo sacerdote católico ni tenía un solo amigo católico. El 25 de diciembre de 1886 entró en Notre Dame de París para los oficios de la tarde y al escuchar el Magnificat cantado por niños en el que Nuestra Señora dice que Dios derriba del trono a los poderosos y enaltece a los humildes (Lc 1, 52) se convirtió:
Entonces fue cuando se produjo el acontecimiento que ha dominado toda mi vida. En un instante mi corazón fue tocado y creí. Creí, con tal fuerza de adhesión, con tal agitación de todo mi ser, con una convicción tan fuerte, con tal certidumbre que no dejaba lugar a ninguna clase de duda, que después, todos los libros, todos los razonamientos, todos los avatares de mi agitada vida, no han podido sacudir mi fe, ni, a decir verdad, tocarla. De repente tuve el sentimiento desgarrador de la inocencia, de la eterna infancia de Dios, de una verdadera revelación inefable. Al intentar, como he hecho muchas veces, reconstruir los minutos que siguieron a este instante extraordinario, encuentro los siguientes elementos que, sin embargo, formaban un único destello, una única arma, de la que la divina Providencia se servía para alcanzar y abrir finalmente el corazón de un pobre niño desesperado: «¡Qué feliz es la gente que cree! ¿Si fuera verdad? ¡Es verdad! ¡Dios existe, está ahí! ¡Es alguien, es un ser tan personal como yo! ¡Me ama! ¡Me llama!». Las lágrimas y los sollozos acudieron a mí...
La Navidad es un mundo nuevo, un mundo en el que somos niños. Su don es el de la luz de la fe y la conversión, según aquello de Evelyn Waugh: Convertirse es como ascender por una chimenea y pasar de un mundo de sombras, donde todo es caricatura ridícula, al verdadero mundo creado por Dios. Comienza entonces una exploración fascinante e ilimitada. Su puerta es la humildad. Puerta pequeña y angosta, pocos dan con ella. Y nosotros, demasiado llenos y crecidos para entrar, solo podemos suplicar, con Miguel de Unamuno:
Agranda la puerta, padre,
porque no puedo pasar;
la hiciste para los niños,
yo he crecido a mi pesar.
Si no me agrandas la puerta,
achícame, por piedad;
vuélveme a la edad aquella
en que vivir es soñar.
Rodrigo Menéndez Piñar, pbro.
Artículo para el Boletín «Covadonga» n.3