Se conmemoran este octubre los 450 años de la decisiva victoria de Lepanto. El automatismo implícito en la forma verbal ha de tener rabiosos a quienes se han empeñado en que no conmemoremos la gesta que permitió que Europa, en su momento más delicado, se mantuviese cristiana, porque su empeño resulta en vano.
Y es que al intencionado olvido institucional impuesto por parte de los herederos de aquella hazaña, le replica Cervantes que fue «la más alta ocasión que vieron los siglos pasados, los presentes ni esperan ver los venideros», y un escalofrío nos recorre el cuerpo de sólo pensar que no hubiese servido al rey en aquella armada, porque, como diría Cernuda, «el poeta no puede conseguir para su lengua ese destino si no le asiste el héroe».
También a la Iglesia se le ha echado de menos, su ausencia se ha encargado de hacérnosla notar en La Razón el exministro Jorge Fernández, y no le falta verdad, porque ¿han ondeado acaso en la catedral primada de Toledo los pendones de Lepanto? ¿Ha salido en procesión el crucifijo de la galera de don Juan de Austria que se venera en la catedral de Barcelona? Sin embargo, cada rosario rezado lleva implícito un agradecimiento a la Virgen María que en aquella batalla bien demostró cómo era Madre.
Pese a todo, la efemérides se ha celebrado en buena parte de Europa y también en Roma. En la Sala Regia del palacio apostólico vaticano los grandes frescos de Vasari, que representan la preparación a la batalla, no pueden dejar en su elocuencia visual de festejar el gran triunfo de la Santa Liga en aquella increíble batalla marítima, como se ocupó de recordarnos monseñor Agostini en el sermón de la Misa solemne que celebró en Santa María la Mayor el pasado día 7.
También he tenido noticias de algunos ciclos de conferencias y congresos que se están celebrando este mes en León, en Nápoles, en Milán… Y ahora recuerdo que hasta la velada de padres del campamento veraniego de mi hija en Gredos consistió este año en una ingenua y encantadora recreación infantil de la batalla de Lepanto, con un Juan de Austria con casco de papel de plata y un San Pío V, que, pese a su mitra de cartón, impresionaba.
Claro que bastaría ahora con revelar cuáles son las instituciones que han promovido estas misas, conferencias, congresos y campamentos para comprobar la fragilidad, casi diría la marginalidad, de tales iniciativas.
Sin embargo, ha de ser motivo de fundada esperanza comprobar que aún existen corrientes subterráneas de opinión disidente y memoria pertinaz que logran escapar de la tiránica pretensión de uniformidad de pensamiento impuesta desde las estructuras del poder.
Que, a pesar de la fuerza impetuosa y ciclónica de la ideología oficial, con su abrumador número de televisiones, redes sociales, colegios y universidades puestos al servicio de sus oscuros fines sociales y económicos, todavía sean perceptibles células sociales, de gran viveza y juventud, y que logren mantenerse al margen de su influencia, nos viene a decir que, como en 1571, aún no está dicha la última palabra.
Pablo Pomar Redil
Publicado originalmente en Diario de Jerez