La Iglesia encuentra en el arte sacro y en su expresión iconográfica un elemento mediador entre la revelación y la respuesta de fe; las imágenes entran a formar parte de la liturgia y abren una fase polémica para la fe. En la evolución hacia el culto iconográfico se van perfilando puntos de vista manifiestamente irreconciliables:
a) Por una parte, los iconoclastas que dicen que toda imagen o representación de algo sagrado es, por sí misma, una falsedad. Opinión que coincide con el pensar de los judíos y de los musulmanes.
b) Por otra parte, los partidarios del sentido exclusivamente didáctico que, siguiendo una línea intermedia, no se oponen a la utilización de la imagen como medio de enseñanza, pero piensan igualmente que es un error rendirles cualquier tipo de veneración.
c) Por último, la línea que prevalecerá en la tradición de la Iglesia que defiende que las imágenes sagradas son útiles, no solo para enseñar, sino también para recibir el homenaje de nuestra piedad y de nuestra devoción.
La comunidad cristiana había abandonado una serie de tradiciones del Antiguo Testamento, como la circuncisión, el «sabatismo» y la discriminación entre carnes puras e impuras y, al mismo tiempo, había adoptado una serie de elementos del entorno greco-latino. El resultado fue que, para la mentalidad judía, los cristianos se comportaban como los gentiles; y, desde la perspectiva pagana, se les consideraba cargados de prejuicios judíos, entre ellos, la intransigencia al mundo de las imágenes.
Pero con el paso del tiempo, las imágenes se fueron extendiendo por todos los dominios de la Iglesia. En el siglo VIII, el culto iconográfico había adquirido en Oriente un desarrollo inimaginable. A los ojos de los creyentes, las imágenes se habían convertido en el canal de la gracia y del poder divino, el origen de la virtud liberadora de todos los males, y la fuente inagotable de donde manaban los beneficios de la redención para los hombres. Algunas de estas exageraciones eran explotadas por los refractarios para protestar contra aquellas prácticas consideradas idolátricas. Y estas discrepancias dieron lugar a las luchas iconoclastas.
Históricamente se suelen distinguir dos grandes períodos en estas luchas que caracterizan la crisis iconográfica: el primero que va, desde la publicación del decreto de León III el Isáurico (730), hasta el concilio II de Nicea (787), y el segundo, desde León el Armenio (815), hasta la instauración de la Fiesta de la Ortodoxia (842)
Resulta difícil de concretar las causas que desencadenaron la crisis. Generalmente se suelen señalar causas de tipo económico, político, o razones de orden teológico. Los cronistas de la época ven en el emperador León III el Sirio, conocido como el Isáurico, al iniciador del movimiento iconoclasta, con la publicación, el 17 de enero del año 730, del edicto contra todo tipo de imágenes, excepto el signo de la cruz.
El mismo emperador dio el primer ejemplo mandando retirar un mosaico con la imagen de Cristo que estaba colocado en la puerta de palacio. La gente, escandalizada, organizó espontáneamente un tumulto popular que costó la vida a algunos de los soldados encargados de retirar la imagen. En represalia, se buscó a los culpables del desorden, se les impusieron cuantiosas multas, y penas de cárceles y destierros.
Por su parte, el papa Gregorio II, en un sínodo romano en el que se hallaban también presentes los metropolitas de Rávena y Grado, excomulgó a cuantos profanasen las sagradas imágenes, y envió una carta al patriarca Germán de Constantinopla animándole a defender la representación, «por medio de colores, de la venerable y santa figura conforme a la humanidad de Aquel que quita el pecado del mundo». Por llevar a cabo las disposiciones de Roma, el patriarca Germán fue obligado a alejarse de su cátedra, siendo sustituido por Anastasio, elegido a criterio del emperador.
Con el nombramiento del nuevo patriarca, iconoclasta por supuesto, la polémica inició su fase aguda. Se desarrolló una campaña de destrucción de imágenes, destierros y martirio para los que se oponían al decreto imperial. Los dominios bizantinos bajo la jurisdicción patriarcal del papa, tanto en Oriente como en Occidente, fueron arrebatados a Roma, y agregados al patriarcado de Constantinopla.
Durante el mandato de Constantino V Coprónimo (719-775), hijo del anterior, se intensificaron las persecuciones, no solo contra las imágenes y sus defensores, sino también contra las reliquias y los que las veneraban. El emperador, en un alarde de presunción intelectualista, quiso sentar cátedra de teólogo respondiendo a los defensores de las imágenes con una especie de «contrateología» que negaba la posibilidad de representar una imagen adecuada de Cristo fuera de la eucarística. Pero lo más significativo fue que convocó un sínodo general en Hiereia en el año 754 al que, sorprendentemente, asistieron más de trescientos obispos, presididos por Teodoro de Éfeso, uno de los principales adictos al iconoclasmo.
En sus disposiciones, el sínodo de Hiereia prohibió el culto a los santos y a las imágenes, condenó a sus principales defensores, suprimió el título de «Theotokos» a la Madre de Dios y eliminó su culto. Declaró que las imágenes son ídolos y que sus adoradores son idólatras. Pero, a pesar de los esfuerzos que hicieron por conseguir la aprobación de este concilio, nunca fue oficialmente reconocido como ecuménico. Sus declaraciones se encontraron con una fuerte resistencia por parte de los monjes. La oposición de los monasterios exasperó de tal forma al emperador que no era fácil de distinguir si la persecución iba dirigida directamente contra el monacato, contra los defensores del culto iconográfico, o contra ambos a la vez.
La verdad es que, en algunos momentos, el problema de las imágenes sólo era un pretexto para atacar el prestigio de los monjes. Ante un incomprensible letargo de la jerarquía, más comprometida con las autoridades civiles, los mismos monjes tomaron conciencia de su gran responsabilidad representativa como fuerza básica de la comunidad; y la mayoría de los monasterios se convirtieron en verdaderos baluartes de la ortodoxia frente a los iconoclastas.
Entre los adversarios del culto iconográfico se encuentran, en primer lugar, algunos obispos que temen un renacer de la superstición y de la idolatría. Además sabemos que algunas herejías de inspiración gnóstica y docetista, que concebían la materia como mala en sí misma, concebían como algo aberrante el culto a las imágenes. También se encontraban en este frente, los judíos que aludían al segundo mandamiento de la ley de Moisés, y el Islam, posicionado en las mismas fronteras del imperio desde que Omar, en el año 638, había tomado la ciudad de Jerusalén.
La argumentación de los iconoclastas y de los obispos en particular, se apoyaba en la ya citada prohibición veterotestamentaria y en algunos pasajes del Nuevo Testamento como «a Dios nadie le vio jamás» (Jn 1,18) o «a Dios nunca le vio nadie» (1 Jn 4,12). Pero, junto a estos apoyos bíblicos recurrían al misterio fundamental de nuestra fe: la naturaleza humana y divina de Cristo en una sola persona. El debate, entonces, se centraba en torno a la imagen de Cristo, el icono por excelencia.
Lógicamente la imagen de Cristo no podía representar su divinidad, porque la trascendencia es irrepresentable. Por lo tanto, argumentaban, si se representara sólo su humanidad equivaldría a reconocer una persona humana separada de otra invisible y divina, lo que supondría caer en la herejía defendida por Nestorio y condenada en el concilio de Éfeso. Y, si en la figura humana se pretendiera representar las naturalezas divina y humana al mismo tiempo, sería una fusión o mezcla confusa de naturalezas tal como afirmaban los monofisitas, condenados en el concilio de Calcedonia.
Los cristianos, igual que los judíos, admitían el segundo mandamiento de la ley de Moisés. Pero el misterio de la encarnación había abierto una nueva vía, porque el Hijo de Dios se hizo hombre (misterio que no admitían ni los judíos ni los musulmanes). Por consiguiente, en los iconos no se trata de mostrar sus naturalezas por separado o mezcladas en confusión, sino de representar la figura humana de Cristo, Dios y hombre verdadero. Los monjes bizantinos defendían que, lo que el icono de Cristo nos muestra no es su naturaleza sino su figura: la unión hipostática de las dos naturalezas en una única persona, la segunda persona de la Stma. Trinidad, tal como se manifestó a los hombres por el misterio de la encarnación.
Los mejores argumentos en defensa de las imágenes fueron mantenidos por Juan Damasceno, los patriarcas Germán y Nicéforo, y el abad del monasterio de Studion Teodoro Estudita. El primero es el más original; los demás siguen las líneas de su ilustre predecesor. En general tratan de demostrar la legitimidad de representar y de dar culto a las imágenes, empezando por la imagen de Cristo: «Pues si se estableció la costumbre de que a la imagen del emperador la llamemos “el emperador”, y que, según la frase del divino Basilio, “la honra dada a la imagen pasa al prototipo” al que representa, ¿por qué no se va a dar honra y veneración a la imagen de Cristo? No ciertamente como si fuera Dios, sino solamente como imagen del Dios que se encarnó» (S. Juan Damasceno). Esta teoría se convirtió en doctrina común entre los orientales.
Bajo el dominio de los iconoclastas, se había desarrollado un arte profano e imperial. Según las fuentes que tenemos de la época, la nueva decoración de los templos estaba compuesta por imágenes del emperador, escenas de guerra, de caza, juegos, carreras de cuádrigas, y otros motivos animales o vegetales de tendencia naturalista. Como testimonios actuales solo queda un reducido número de frescos en la provincia bizantina de Capadocia y en algunas islas del Mar Egeo.
Con la muerte de Constantino V se suavizaron los problemas. Su sucesor, León IV, inició un período transitorio de cierta tolerancia. Y a su muerte, su viuda Irene asumió el poder como regente. Nombró un nuevo patriarca cuya elección recayó en un laico prudente y moderado, llamado Tarasio, el cual, consagrado obispo, inició un proceso de reconciliación con Roma. El problema era que, para restablecer el culto a las imágenes (estando vigente la doctrina del sínodo de Hiereia) se necesitaba la autoridad de otro sínodo que neutralizara las anteriores disposiciones. Con esta finalidad se decidió convocar de nuevo un concilio.
El 29 de agosto del 784, la emperatriz Irene y su hijo Constantino enviaron una carta al papa Adriano I (en la que reconocían explícitamente la primacía del obispo de Roma) comunicándole su decisión de convocar un concilio ecuménico que confirmara la tradicional costumbre de rendir culto a las venerables imágenes.
Dos años más tarde, la asamblea se reunió en la Iglesia de los Santos Apóstoles de Constantinopla. Pero como todavía abundaban los obispos y clérigos de tendencia iconoclasta, instigaron a las tropas de la guardia imperial que, movidos por las mismas ideas, penetraron en el recinto y disolvieran la asamblea.
Sin embargo las intenciones de la emperatriz eran sinceras y, de acuerdo con Tarasio y los demás Padres conciliares, convinieron en elegir la ciudad de Nicea como sede de la nueva convocatoria conciliar. La importancia de este concilio (II de Nicea y VII ecuménico) radica en que, no solo neutraliza al de Hiereia, sino que, por primera vez, la Iglesia se pronuncia, de forma oficial y solemne, acerca de las imágenes.
Jesús Casás Otero, sacerdote