Hace 205 años «los representantes de las Provincias Unidas de Sud América, reunidos en Congreso general» declararon la voluntad unánime de estos pueblos de «investirse del alto carácter de nación libre e independiente». Así rezan las actas de aquella asamblea congregada en Tucumán que, en un momento crucial para la gesta emancipadora, procedió con lucidez y coraje y proclamó la independencia. No comenzó todo en aquella fecha, ya que no se improvisa una patria, ni una nación se configura por decreto. Pero ese día quedó para siempre iluminada la conciencia que la Patria tiene de sí misma, y comenzó simbólicamente su presencia, su camino y su tarea en el concierto de las naciones del mundo.
Muchas cosas han ocurrido desde entonces, que han ido diseñando con luces y sombras –con luces más bien fugaces y sombras profundas, ominosas– la historia de la Argentina. Como lo escribí, en distintas ocasiones, la vida de una nación se afianza y se recrea por el empeño de cada generación. A cada una de ellas le cabe la responsabilidad, para su honor o su deshonra, de renovar la conciencia, el sentimiento y la voluntad de ser y de continuar siendo según su identidad, una nación; de contribuir a la edificación permanente de la comunidad nacional. Don Julio Irazusta señaló agudamente dos problemas iniciales que, con el paso del tiempo, se convirtieron en males crónicos. El primero es la discordia. Refiriéndose a las diferencias entre Saavedra y Moreno, escribió: «fue desdicha de nuestra revolución que los dos cabecillas del primer gobierno patrio, en vez de complementarse y sostenerse recíprocamente, se destrozaran entre sí». El segundo es la flaqueza institucional: que no haya podido «formarse un buen sistema de política nacional, que encauzase las voluntades individuales, aprovechando la capacidad de los mejores e impidiendo el daño que pudiese ocasionar el encubrimiento de los mediocres, o de los peores». Los dos males reclaman un remedio.
Hoy, como en otras circunstancias históricas, nos encontramos nuevamente en la encrucijada. Por lo menos, y hay que decir felizmente, las llagas han salido a luz y ya no se las puede ocultar. Son cada vez más numerosos los argentinos que quieren, en efecto, ser una nación, y asumir en plenitud su condición de ciudadanos. No quieren ser meros habitantes, y mucho menos clientes. Nuestra Constitución establece, en su primer artículo, que «la Nación Argentina adopta para su gobierno la forma republicana federal». Pues bien, ¡que sea! Pero ¿en qué ha venido a parar la representación? Desde hace tiempo están en crisis las estructuras institucionales que deben asegurar su eficaz ejercicio. Pareciera, por momentos, que los diputados ya no representan al pueblo de la Nación, sino a sus partidos –manejados incluso según los cánones de la obediencia debida– o a las divisiones y subdivisiones de los mismos, hasta la mínima expresión del «autobloque», o poco menos. Nos podríamos preguntar también si los senadores representan efectivamente a sus provincias, con auténtica conciencia federal. De esta falla, de esta ausencia institucional, se sigue en la sociedad un clima de deliberación crispada y tumultuosa, muchas veces manipulada por intereses políticos mezquinos. ¿Es esto lo propio de una sana democracia representativa?
Un elemento fundamental del orden republicano es la división de poderes; es también la clave del «Estado de derecho», en el cual es soberana la ley y no la voluntad arbitraria de los mandamases de turno. Ya no se puede disimular en la Argentina de hoy la precariedad que afecta a la vigencia de este principio. ¿Será una lejana añoranza de la monarquía? Vale la pena recordar que los próceres que proponían coronar a la princesa Carlota o a un descendiente del Inca pensaban en una monarquía constitucional. El estilo de ejercicio de la autoridad tiene también su importancia para reflejar la condición republicana; la práctica del poder –que es lo que mejor cuadra en una república– se apoya en la moderación, la paciencia, la modestia y la capacidad de diálogo.
Los acontecimientos de los últimos meses mostraron crudamente la triste figura de nuestro federalismo. También en este caso el mal viene de lejos. Fray Mamerto Esquiú había apoyado con su elocuencia la Constitución promulgada en 1853. Era un hombre del país interior, ya entonces postergado y empobrecido; en momentos de decepción y amargura escribió este epitafio impresionante del federalismo naciente: «Aquí yace la Confederación Argentina. Murió en edad temprana a manos de la traición, la mentira y el miedo. Que la tierra porteña le sea leve. Una lágrima y el silencio de la muerte le consagra un hijo suyo». La tierra porteña era entonces la élite ideológica y política que impuso el predominio del puerto de Buenos Aires sobre el conjunto de la Nación. En la actualidad son otras las élites y los intereses, pero es análogo el caso de un país que no ha consumado su plena integración y en el cual debe todavía despertarse una armoniosa y fraterna conciencia federal.
Desde hace varios años los católicos rezamos una Oración por la Patria en la que afirmamos con esperanza: «Queremos ser nación, una nación cuya identidad sea la pasión por la verdad y el compromiso por el bien común» y le pedimos a Jesucristo, Señor de la historia, que nos conceda «la valentía de la libertad de los hijos de Dios para amar a todos sin excluir a nadie, privilegiando a los pobres y perdonando a los que nos ofenden, aborreciendo el odio y construyendo la paz».
Benedicto XVI enseña en su primera encíclica que el orden justo de la sociedad y del Estado es una tarea principal de la política, y añade, citando a San Agustín, que un Estado que no se rigiera según la justicia se reduciría a una gran banda de ladrones (Deus caritas est, 28). El Estado debe asumir la tarea concreta de realizar la justicia, disponiendo para ello los medios adecuados. Una tarea de carácter eminentemente ético, ya que requiere como fundamento un juicio recto acerca de qué es lo justo, en qué consiste, cuál es su naturaleza y cuáles son sus exigencias. Muchas veces ese juicio se extravía, porque se impone la ambición desmedida del poder y la preponderancia del interés de personas, de lobbies o de partidos; la política se reduce a ser construcción de poder –como se confiesa impúdicamente– y resulta en definitiva un buen negocio. Si una razón desviada o la irracionalidad de las pasiones presiden la actividad política, se frustra su naturaleza y su fin y el grupo que detenta el poder se va asemejando a una banda de ladrones. Benedicto XVI nos recuerda que la justicia es el objeto y, por tanto, la medida intrínseca de toda política y advierte sobre el peligro de la ceguera ética que puede afectar a la razón práctica y consiguientemente al ejercicio del poder en la tarea de determinar los ordenamientos públicos y procurar el bien común.
La fe cristiana y la doctrina social de la Iglesia ofrecen a la sociedad y especialmente a quienes están empeñados en la acción política una eficaz colaboración para orientar las opciones éticas y para rectificar el lógos social, la razón que preside la organización de la sociedad. Fe y política son realidades diversas, que no han de confundirse, pero que tienen un punto de contacto: su vinculación adecuada permite comprender mejor las exigencias de la justicia y los caminos de su realización.
La celebración de un nuevo aniversario de la instalación del primer gobierno patrio es una buena oportunidad para reconocer cuánto resta por hacer en la Argentina en orden a purificar la razón política y mejorar la calidad institucional de la república. Desde hace años se viene auspiciando una reforma que todavía se hace esperar. El protagonismo de la sociedad civil y la irrupción de nuevos actores sociales y de valiosos dirigentes requieren la apertura de espacios de participación política que, lamentablemente, quedan obturados por la persistencia de artilugios y camándulas que se exhiben con indiscreción e impunidad. Todo vale para conseguir votos; en la política de la mercadotecnia los ciudadanos son tratados como meros clientes. En un régimen republicano digno de ese nombre las elecciones deberían presentarse como un ejercicio normal, transparente, sin demasiados sobresaltos y sin cambios subrepticios de las reglas de juego. Pero en el tiempo electoral que se ha precipitado anticipadamente sobre nosotros están ocurriendo algunas rarezas que rozan los límites de la ilegalidad. Una incalificable concepción de la política se pone de manifiesto en ellas.
Hace más de 160 años Fray Mamerto Esquiú formulaba este juicio severo sobre la situación nacional: Permitidme que os revele mi amarga convicción: si en los cuarenta años que han transcurrido no hubiera habido legislaturas a manos de la política, la corrupción no sería tan honda y los gobiernos no habrían tiranizado tan descaradamente a los pueblos. El ilustre fraile pronunció estas palabras en 1856; al parecer, en aquella época no llamaba la atención que un joven sacerdote se ocupara de esas cuestiones de interés público: a nadie se le ocurrió acusarlo de «meterse en política». Lo que interesa destacar es que en ese juicio el término política aparece con una connotación fuertemente negativa. Esta circunstancia indica que en nuestro desdichado país el problema político es crónico –como son crónicas nuestras crisis– y nunca se le ha dado una solución definitiva. Esquiú repudiaba la mala política, la pequeña política, de la que ha resultado la pequeña Argentina. Si hubiéramos tenido política verdadera, de la grande, hoy seríamos la grande Argentina, aquella que muchos anhelamos, aquella que todos nos merecemos. En otro pasaje de sus sermones Fray Mamerto se explica bien; dice: los pueblos como los individuos nacen, crecen, decaen y mueren, y para unos y otros la fuente de una vida venturosa, de un verdadero vivir, es únicamente la virtud, la justicia que tiene en sí todos los bienes, y además los engendra de su seno, perfectos y acabados como los productos de la naturaleza. La experiencia histórica ratifica los enunciados de una recta filosofía social; el problema fundamental es de orden ético, es el problema de la virtud: la justicia como objeto y medida intrínseca de toda política y la prudencia –no la astucia y las agachadas que escamotean la verdad– como lumbre e inspiración para plasmar el bien común.
En este mundo de ficciones que es la política argentina, muchas voces se alzan desde hace varios años expresando un deseo de verdad, de transparencia, de objetividad. Suele formularse como un llamado a mejorar la calidad institucional y a respetar las características propias de un régimen republicano de gobierno, tal como las describe y prescribe la Constitución Nacional. Esta aspiración propicia la vigencia plena y el funcionamiento correcto de las instituciones de la república, libres de las manganetas y corruptelas que las trabucan, y una participación de la sociedad civil que no se limite a un pasivo y desganado ejercicio electoral.
Un punto de examen en orden a la medición de calidad es el respeto al principio fundamental del Estado de derecho, que es la división de poderes. Con toda razón se elevan últimamente críticas que en este punto advierten una falla en nuestra vida institucional. Existe una extendida sospecha acerca de la efectiva independencia de los poderes legislativo y judicial, una sospecha que debería ser rápidamente despejada. Apunto, al propósito, que la Doctrina Social de la Iglesia ha asumido el principio mencionado: Escribió Juan Pablo II en su encíclica Centesimus annus: El magisterio reconoce la validez del principio de la división de poderes en un estado. Es preferible que un poder esté equilibrado por otros poderes y otras esferas de competencia que lo mantengan en su justo límite. Éste es el principio del Estado de Derecho en el cual es soberana la ley y no la voluntad arbitraria de los hombres. Citemos otra vez a Esquiú. En su sermón pronunciado en la iglesia matriz de Catamarca el 9 de julio de 1853, con motivo de la jura de la Constitución Nacional, decía: La vida y conservación del pueblo argentino dependen de que su Constitución sea fija; que no ceda al empuje de los hombres; que sea un ancla pesadísima a que esté asida esta nave, que ha tropezado en todos los escollos, que se ha estrellado en todas las costas, y que todos los vientos y todas las corrientes la han lanzado. Previó también qué podía pasar si la soberanía de la ley cede ante la voluntad arbitraria de los hombres: la dominación de dos monstruos en nuestro suelo: anarquía y despotismo. Monstruos que, lamentablemente, en más de una ocasión, se ensañaron con nuestra Argentina.
Que de esos males nos libre Dios, fuente de toda razón y justicia, y Nuestro Salvador Jesucristo, Rey verdadero y Señor de la historia.
+ Héctor Aguer
Académico de Número de la Academia Nacional de Ciencias Morales y Políticas.
Académico de Número de la Academia de Ciencias y Artes de San Isidro.
Académico Honorario de la Pontificia Academia de Santo Tomás de Aquino (Roma).
Buenos Aires, martes 6 de julio de 2021.
Memoria de Santa María Goretti, virgen y mártir.