No es que el hombre tenga una sexualidad, sino que es un ser sexuado, varón o mujer, y este hecho marca toda nuestra existencia, incluyendo nuestro pensar y actuar. La masculinidad o feminidad no son sólo un determinismo natural, sino también una forma de propia realización, presente siempre en mayor o menor grado en toda conducta humana, así como una fuerza que empuja a la formación de la pareja y de acercamiento al mundo. Somos seres sexuales, pero podemos decidir sobre nuestro comportamiento sexual, que es fruto de opciones y decisiones tomadas consciente y libremente, por lo que tiene un carácter ético y no basta por ello con analizar “cómo es” la sexualidad, sino también “cómo debe ser” este comportamiento. Nuestra sexualidad se diferencia de la de los animales en que es verdaderamente humana y por ello no se reduce a lo puramente físico ni obedece simplemente a las leyes de estímulo y respuesta, pues no estamos tan perfectamente acoplados con la naturaleza ni nuestros instintos nos vinculan de tal modo que no nos quede margen para la libertad.
A diferencia de los animales, el hombre es dueño de sí mismo y responsable de sus actos, lo que le constituye en ser moral. El cristiano no tiene una Moral en la que tenga que realizar valores distintos de los demás, pero sí está convencido de la ayuda inestimable que supone para realizarse como persona responsable y libre, la ayuda de la gracia de Dios. Todos somos personas, pero nuestra personalidad se va haciendo a lo largo de la vida por medio de nuestros actos. Nuestro mundo afectivo sexual no recibe sus determinaciones fundamentales simplemente desde la rigidez de unos instintos biológicos, sino que éstos deben estar al servicio de unos valores, por lo que nuestros instintos pueden ser encauzados y dominados para así dirigirlos hacia la amistad y el amor. Dado que la sexualidad es una realidad dinámica en constante evolución y susceptible de avances y retrocesos, la vida de una persona, de una pareja o de una familia tienen una trayectoria en la que el equilibrio y la maduración sexual no son un regalo otorgado por la naturaleza desde el nacimiento, sino una conquista que requiere un esfuerzo educativo, porque es la capacidad de someter los instintos e impulsos a la ordenación de la razón. Palabras como renuncia, entrega, fidelidad, perdón son impensables si no hay una libertad y una voluntad. Por ello nuestra sexualidad y afectividad pueden y deben ser objeto de una educación que las haga responsables. Necesitamos para ello unas normas que sirvan para la construcción de nuestra personalidad, que no nos dejen a merced del egoísmo o de la violencia, al modo como el Código de la circulación no restringe nuestra libertad, sino que por el contrario es lo que hace posible que podamos circular.
La sexualidad no es un elemento marginal, ni un producto de una estructura social, sino que es un componente de nuestra naturaleza que nos afecta en todo nuestro ser, porque es una dimensión constitutiva de la persona, una dimensión no sólo física, pues aunque tiene su raíz en los mecanismos biológicos, es también psíquica y espiritual, y por ello puede y debe ser objeto de educación. A través de la sexualidad se expresa todo un mundo de valores afectivos, emotivos, interpersonales y de apertura a la vida. La sexualidad proporciona complementariedad: el hombre y la mujer se aportan, al unirse por su amor mutuo, elementos de los que somos individualmente deficitarios y así constituyen la familia, origen de la vida y lugar de la realización de los nuevos seres humanos.
El sexo es, o al menos debiera ser, la forma suprema del amor a través del cuerpo, pues la sexualidad, cuando es madura, expresa amor, pero no un amor egoísta y hedonista, sino de generosidad y entrega total que le lleva a ser fecunda. Nuestras relaciones personales, aunque pueden tener modalidades diversas, según los diferentes tiempos y lugares, están marcadas, de forma inevitable, por el hecho de ser varones o mujeres y nos comportamos de manera distinta ante personas del propio sexo o del contrario. El hecho de ser hombre o mujer no sólo implica que tengamos órganos masculinos o femeninos, sino también se refiere a nuestros comportamientos, sentimientos y papeles en la sociedad. Nuestra sexualidad comporta una serie de significados psicológicos, afectivos e interpersonales que obligan a situarla a un nivel cualitativamente distinto de la sexualidad animal, siendo su finalidad no otra sino el amor.
Pedro Trevijano, sacerdote