El actual Arzobispo de La Plata, Mons. Víctor Fernández, expuso, cuando ejercía el Rectorado en la Universidad Católica Argentina, una síntesis de lo que, desde su perspectiva, representaba la «Cultura del Encuentro» para el Papa Francisco.
El prelado comienza afirmando que el Sumo Pontífice, queriendo permanecer ajeno a toda dialéctica opositiva, elige la figura geométrica del poliedro. El poliedro, refiere Fernández, está formado por varias caras que, juntas, integran una unidad.
Advirtamos que el Prelado se mete de lleno en el problema por excelencia de la metafísica: el tema del Uno y lo múltiple. A priori podría pensarse que la «Cultura del Encuentro» es entendida desde una concepción creacionista. En este sentido, asumiría la respuesta dada por toda metafísica cristiana desde siempre: el ser es Uno y múltiple a la vez. Va una aclaración: esta relación no se da por necesidad, sino por la infinita Bondad del Dios Creador que, siendo el Ser-Uno, quiere participar de su ser a todas las creaturas.
Seguidamente, Fernández expresa que el Papa está pensando en una «unidad en la diversidad» o en una «diversidad reconciliada». Al respecto me permito discurrir acerca del alcance de la expresión «unidad en la diversidad».
En el caso que me ocupa, advierto que «la unidad en la diversidad» no tiene un carácter ontológico, sino dinámico. La unidad va a ser el resultado de la acción de las partes que integran la diversidad de lo real. Veamos el ejemplo que ofrece el Arzobispo: «De dos cosas distintas se puede hacer nacer una síntesis que nos supere y nos mejore a los dos, aunque los dos tengamos que renunciar a algo» (lo destacado es nuestro).
Advirtamos que, con la expresión «hacer nacer», se está poniendo énfasis en la voluntad en detrimento de la inteligencia. No se trata tanto de ver la unidad (teoría), como de construirla.
Surge aquí una primera pregunta: ¿cuál sería la razón para buscar la unidad dinámica de la multiplicidad cuando el ser, ontológicamente y de suyo, es pura multiplicidad?
La única explicación posible sería aquella que referí: la existencia de toda sociedad así lo exige. En este caso, la unidad va a ser el fruto de una decisión, de un acto de la voluntad.
El mismo Fernández nos lo confirma cuando sostiene que el Papa Francisco propone un «pacto cultural» que desemboque en una cultura del encuentro. Y aclara que pacto cultural es «una decisión y un acuerdo de respeto, tolerancia y diálogo entre los diferentes que siente las bases para un pacto político. Ni siquiera el ‘pacto moral’ es suficiente», añade. Y concluye: «Un pacto cultural significa que se ha aprendido a reconocer al otro como otro: con su propia cultura, es decir con su propio modo de ver la vida, de salir adelante, de opinar, de sentir y de soñar.»
En la fundamentación última de este discurso de la «Cultura del Encuentro» advierto una grave contradicción respecto de la visión metafísica creacionista. Aclaro (aunque holgaría decirlo) que esta visión ha sido sostenida por la Iglesia católica desde su misma fundación.
Veamos. La doctrina de la «Cultura del Encuentro» se funda, tal como se expresa, en la afirmación absoluta del otro (sea individuo, sea pueblo). El otro se configura a partir de la consecución de un propósito que no brota de la naturaleza de su ser, sino que es puesto por su propio querer.
Lo absolutamente primero va a ser el propósito originario. La forma no está determinada de antemano, como sucede en Aristóteles, sino que se efectiviza cuando el propósito se cumple. Por eso dirá Herder: «¡Mi humanidad es única!» En esta concepción, cada hombre o cada pueblo van a tener su propia medida y fisonomía.
Esta visión romántica, como puede advertirse, sacrifica el término unidad por el de pluralidad. En el origen, «todo es diversidad»; la misma es producto de los distintos propósitos originarios.
En consecuencia, no podremos establecer ningún tipo de jerarquía dentro del orden de lo real. Pensemos: si todo es una diversidad carente de unidad, ¿acaso podría calificarse, dentro de esa pura diversidad, que determinada cosa es mejor que otra? Si carezco de una unidad en relación a la cual medir cada ser múltiple, ¿cómo determinar la mayor o menor perfección de cada ser en virtud de su mayor o menor acercamiento a esa Unidad? Sin jerarquía alguna, todo vale lo mismo.
Esta concepción rapsódica del ser, propia de la «Cultura del Encuentro», se encuentra en plena sintonía con el denominado culturalismo. Me permito citar una frase del mismo Papa, dicha en Temuco, que cualquier partidario del culturalismo suscribiría: «Necesitamos de la riqueza que cada pueblo tenga para aportar, y dejar de lado la lógica de creer que existen culturas superiores o inferiores.» (Lo destacado es nuestro).
Ahora bien, esta «Cultura del Encuentro» debe hacerse cultura dentro de la propia Iglesia católica. Sería razonable pensar que una Iglesia, cuyo fin primordial sea el de propiciar este tipo de cultura, busque modelar a todos sus integrantes según este paradigma.
Aquí ya puede advertirse la paradoja que sigue: si bien se asume una concepción equivocista de lo real, se termina imponiendo, a nivel de la praxis de la Iglesia, una visión univocista. La imperiosa necesidad de extender y homologar, urbi et orbi, esta nueva forma mentis, contradice la diversidad buscada.
La consecuencia más grave de esta visión antimetafísica es la pérdida de la unidad de fe de la Iglesia. La visión equivocista conduce necesariamente a una fragmentación doctrinal.
Cabría preguntarle al Arzobispo Fernández: ¿qué queda, en este idealizado encuentro, de la exigencia de verdad que impone el mismo ser objetivo? Ciertamente que nada. Ya no se trata de buscar y abrazar lo verdadero. Todo lo contrario: la verdad divide, por lo cual es necesario exorcizarla.
Esta dialéctica opositiva entre ser y estar, entre verdad (unidad) y encuentro (pura diversidad), es la que alimenta la «Cultura del Encuentro».
Hay otro dato. La «Cultura del Encuentro» da lugar a una «nueva fe» fundada en un Dios al que las diversas culturas vivencian de un modo particular a lo largo de la historia. El contenido de ese Dios, como se advierte, es puramente histórico.
El mismo Juan Carlos Scannone se preguntaba si resultaba posible conciliar el horizonte del estar con el del ser. Es decir, el peso simbólico, mítico y situacional del aquí, por un lado, con el logos, por el otro. La vivencialidad religiosa particular, de esta parte, con la comprensión cristiana de la trascendencia de Dios, de la creación y de la historia de salvación, de la otra. La particularidad religiosa de cada pueblo con la universalidad del pueblo de Dios. Y añadía que el actual pensamiento latinoamericano no ha respondido todavía de modo suficiente a esta problemática (Cfr. Juan Carlos Scannone. Nuevo punto de partida de la filosofía latinoamericana. Bs. As., Editorial Guadalupe, 1990, p.36).
En realidad, Scannone barruntaba que esta conciliación era imposible. La filosofía romántica del estar ha optado por la afirmación de la pluralidad y por el abandono de la unidad. La fe católica ha perdido su pretensión de universalidad, convirtiéndose en una de las tantas expresiones en la que los pueblos vivencian el sentido de Dios.
Releyendo lo escrito, no puedo dejar de pensar en la influencia que el racionalismo ha ejercido en innumerables teólogos católicos. El gran problema acerca de cómo utilizar la filosofía para comprender mejor lo que creo (sin llegar a corromper la verdad creída) resulta, a esta altura, una bobería.
Finalmente, me permito la siguiente reflexión. Un encuentro debe entenderse como el acto en el cual, en algún punto, coincidan dos o más personas o pueblos. En el coincidir, por lo tanto, se hace posible la existencia de la unidad dentro de la diversidad de los sujetos que buscan encontrarse.
Fernández nos aclara la cuestión cuando dice que esa unidad, ese encuentro, en algún punto semejante al de la dialéctica procesual hegeliana, es el resultado de la anulación de algo sostenido por cada posición. Solo una dosis de auto-negación de cada una de las partes permitirá, refiere, alcanzar una unidad que funde el encuentro. El encuentro, de este modo, solo será posible a partir de un acto de decisión cuya finalidad sea la de «permanecer juntos». Y este permanecer juntos será el fruto de una negociación.
Para el catolicismo (por lo menos para aquel previo a esta nueva y curiosa perspectiva), la unidad y el hecho de permanecer juntos se fundan en la Verdad. Y la Verdad no es el producto de la acción voluntaria: no es el resultado decisionista, previo al cual dejo lo que me molesta y tomo lo que me conviene. Se trata de un acto intelectual cuyo fin es leer aquello que las cosas verdaderamente son.
Es preciso no confundir dialogar con negociar. El diálogo se registra en el momento en que dos o más personas buscan la verdad de lo real; la negociación se da toda vez que dos o más buscan ponerse de acuerdo en aquello que quieren que algo sea de determinada manera.
Este pseudo-encuentro, ciertamente, permitirá que los hombres puedan, eventualmente, estar juntos, yuxtapuestos, pero jamás unidos. La realidad múltiple solo puede unirse y encontrarse en torno a la Unidad metafísica.
Me permito, y para concluir, transcribir las reveladoras palabras de un Doctor de la Iglesia católica, Santo Tomás de Aquino: «Con el fin de ofrecerte, mi querido hijo Reginaldo, un compendio de la doctrina cristiana que puedas tener siempre a la vista, me propongo tratar en la presente obra de tres cosas: primero, de la fe; segundo, de la esperanza; tercero, de la caridad. Este es el orden que nos enseñaron los Apóstoles, el más conforme también con la recta razón. Pues, en efecto, no puede haber amor puro y recto si no se determina el fin legítimo de la esperanza, ni puede haber esperanza si falta el conocimiento de la verdad. Es necesario, por consiguiente: primero, la fe, por la cual se conoce la verdad; segundo, la esperanza, que dirige nuestros deseos a su legítimo fin; y tercero, la caridad, que ordena totalmente los afectos.» (Compendio de Teología, Capítulo I, Presentación).