El arte y la religión siempre han estado unidos porque la belleza artística es uno de los medios más adecuados para expresar y transmitir la inefabilidad de lo divino. Por esta razón, «en muchas religiones, el arte ha sido el único medio del que la idea, nacida en el espíritu, se ha servido para convertirse en objeto de representación» (Hegel). En este marco de experiencia religiosa y de su expresión a través de la creatividad artística, la era mesiánica inaugura una nueva sensibilidad de cara a las imágenes cristianas.
En nuestro libro Estética y culto iconográfico, nos preguntábamos: «¿Cómo es posible que la religión cristiana con una tradición bíblica y patrística contraria a la representación de imágenes, haya llegado a crear su propia iconografía?».La respuesta recoge todo el proceso del origen y de la evolución de las imágenes hasta desembocar en la dimensión del culto a las imágenes.
Las primeras manifestaciones iconográficas en la comunidad cristiana tuvieron carácter funerario; y las circunstancias, que sin duda motivaron este fenómeno, fueron de carácter cultural, social y ornamental. Para esta iniciación, la comunidad cristiana no hizo más que continuar las costumbres romanas, al margen de cualquier sentido religioso o, por lo menos, cristiano. Esto explica que a pesar de una tradición bíblica contraria, y de la oposición de los Padres de la Iglesia, aparezcan las imágenes cristianas precisamente en ese momento en que la Iglesia está organizando sus estructuras.
Los pasos que se van dando se pueden, resumir, como lo hace Plazaola, en «un arte puramente ornamental, un arte figurativo de naturaleza simbólica, un arte narrativo e histórico, y un arte estrictamente icónico». En un primer momento, el arte recoge las mismas representaciones paganas con sentido ornamental, a las que muy pronto, por influencia de la fe, se les aplica un significado nuevo de inspiración cristiana. El segundo paso es el arte figurativo, de naturaleza simbólica que, rompiendo con la tradición mítica, pasa a representar directamente escenas bíblicas del Antiguo y del Nuevo Testamento. Por último, se establecerá la distinción entre el arte narrativo y el simbólico, del que procede el arte estrictamente iconográfico que se irá desarrollando en la vida de la Iglesia.
Observamos que desde fines del siglo I, los estilos paganos de moda en Roma emplean guirnaldas y jarrones con flores y frutos, surtidores rodeados de pájaros, gacelas, delfines y cabezas de genios, que personifican el océano, el sol y las cuatro estaciones etc.. Las primeras pinturas de las catacumbas (como sucede en las cámaras funerarias de S. Calixto) muestran a menudo pájaros volando sobre un fondo vacío, «putti» (angelitos) con las alas desplegadas, monstruos volantes y las cuatro estaciones, personificadas o simbolizadas en los ángulos de los techos. Este repertorio está directamente tomado de los antiguos mausoleos romanos.
Pero cuando los llamados estilos pompeyanos del siglo II, introducen figuras y episodios mitológicos entre las fantasías arquitectónicas, la comunidad cristiana comienza a seleccionar personajes y escenas que puedan relacionarse con sus creencias religiosas. No existen testimonios documentales que expliquen esta innovación. La misma fe de la comunidad sirve de criterio en la selección de las escenas e imágenes que han de ser aptas para representar y transmitir la fe de la Iglesia. Este paso de la disposición ornamental a la orientación didáctica supone un avance en el proceso de las imágenes hacia el culto iconográfico.
Entre los elementos de la mitología pagana, a los que los iniciados en la fe comienzan a darles un sentido cristiano, encontramos el pájaro de Venus que pasa a significar la paloma de Noé, mensajera de paz y símbolo de la paz de Cristo. La poética historia de Eros y Psiqué se utiliza para representar la unión del alma con Dios. Y las representaciones de las Orantes con los brazos extendidos, tomadas de la piedad romana, evocan al alma humana en actitud suplicante. Para simbolizar iconográficamente la parábola del Buen Pastor se acudió a las figuras griegas del crióforo: a Cristo se le representa en figuración de un joven imberbe, con túnica corta y llevando la oveja perdida sobre los hombros.
Como símbolos originales de esta época (aunque no formen parte de la iconografía propiamente dicha), tenemos la palma, el ramo de olivo, el áncora y el cordero; signos indiferentes para los paganos, pero que para los cristianos tenían el significado de la gloria, la paz de Cristo, la esperanza y la salvación. También Jesucristo aparece simbolizado por el pez, con cuyo nombre «IJZÚS» se formó, seguramente en Alejandría, el acróstico de Jesucristo, de Dios Hijo, Salvador.
En esta primera etapa, los cristianos usan a veces las figuras de Orantes repetidas y alternando con otros temas cristianos en el mismo techo. Esas disposiciones nos indican la prioridad concedida inicialmente al efecto ornamental, y nos demuestra que el elemento decorativo es la parte que había sido tomada del repertorio de las pinturas paganas. Después de dar entrada a los temas donde se combinan, de modo original, las escenas mitológicas con representaciones de significación cristiana, la pasión por el realismo figurativo llegará a conectar con la tradicional representación de los retratos de los antepasados o «imagines majorum», dando el tránsito a esa iconografía que, por primera vez, aparece con un sentido específicamente cristiano.
Una aportación positiva en este encuentro es que el arte clásico, esencialmente religioso (aunque pagano) en su origen; cuando se le priva de esta dimensión espiritual por la irrupción del racionalismo filosófico, pierde el significado trascendente, y su estética degenera en mero esteticismo o complacencia sensual. Al adoptar los mismos temas, la religión cristiana, restituye la riqueza perdida y clarifica cualquier ambigüedad, o falsa interpretación, entre la visión del mito y los valores de la auténtica revelación.
En la reflexión sobre esta temática, los primeros Padres de la Iglesia se encontraron con un doble escollo a sortear: por una parte, el sentido espiritual y la consiguiente prohibición bíblica de representar al Dios incorpóreo por medio de esculturas, imágenes (Éx 20,4), ídolos o postes esculpidos (Lv 26,1) o imagen alguna de hombre o de mujer (Dt 4,16). Por otra parte, la formación filosófica de la mayoría de los Padres, estaba dominada por el idealismo platónico; y su teoría acerca del arte señalaba una comprensión peyorativa. Pues el arte era concebido como imitación de la naturaleza y reflejo de la realidad ideal. Sin embargo, algunos Padres, desde el punto de vista cristiano, no criticaban el arte en sí, sino la divinización, por parte de los paganos, de determinadas esculturas vinculadas al culto idolátrico.
Entre los Padres apologetas más relevantes, nos encontramos a S. Ireneo que sólo ve en la imaginería religiosa una costumbre pagana y digna de toda reprobación; S. Clemente de Alejandría que recrimina a los que admiran las estatuas de los dioses, y desprecian el arte de Dios en la naturaleza; Tertuliano que, citando a Platón, afirma que todas las artes, las ocultas, las ornamentales, musicales y plásticas, se originaron de la masa corrompida de ángeles que se convirtieron en demonios; Orígenes que, al aplicar al arte el sentido alegórico y espiritual de sus enseñanzas, advierte que las imágenes más edificantes no son las fabricadas por vulgares artesanos, sino «las virtudes que imitan en nosotros al Primogénito de toda la creación».
Sin embargo, no todo sería negativo para la iconografía. El hecho de reconocer un valor en sí al objeto artístico, al margen de su dedicación religiosa, crearía una nueva vía de apreciación que repercutiría en el futuro de las imágenes. Esta valoración estética, y la importancia que el evangelio concede a los sentidos, como medios de enriquecimiento espiritual, abre un horizonte nuevo a la comprensión del arte en general y de las representaciones figurativas en particular.
Este es el caso de la evolución bíblica en cuanto al sentido novedoso del ver: cuando en el AT, Moisés suplicó a Dios que le permitiera contemplar su gloria, Dios le contestó que no era posible: «Todo el que ve mi rostro no puede seguir viviendo» (Éx 33,18-19). Sorprendentemente, la misma súplica se repite en el Nuevo Testamento cuando Felipe pide a Jesús: «Señor, muéstranos al Padre, que eso nos basta». La respuesta de Jesús supone un avance sustancial: «El que me ve a mi, ha visto también al Padre» (Jn 14,8-9). Esto quiere decir que en Cristo, en su divina humanidad, podemos contemplar el rostro de Dios sin miedo a merecer por ello la muerte. El hecho de que el Dios invisible pueda ser visto, oído e incluso tocado en la forma histórica de Cristo crea una nueva sensibilidad de percepción, enormemente importante para la estética cristiana.
Así lo entendieron los primeros cristianos cuando, entre fines del siglo II y principios del III, la Iglesia inicia el gran ciclo de las imágenes específicamente cristianas. La etapa comienza con esa serie de escenas y de personajes tomados directamente de la Biblia sin pretensión de exponer de manera sistemática todas las verdades de nuestro credo. Es entonces cuando la iconografía cristiana rompe con su tradición pagana y crea sus propias imágenes. Y, dentro de los paradigmas de la salvación, se amplía la serie de escenas bíblicas y se introducen los temas de los sacramentos: principalmente bautismo y eucaristía. Al principio escasean las figuras históricas hasta que se llega a los grandes ciclos de «liberaciones».
Las circunstancias que propiciaron este fenómeno se dieron con la llegada al poder de la dinastía de los Severos: se suavizaron las persecuciones, y se estabilizaron las relaciones de la Iglesia con el imperio. Fue entonces cuando los cristianos, igual que los judíos, dejándose llevar por la moda, inventaron sus propias imágenes. Su intención fue crear, ante la rigidez de las persecuciones, un clima de seguridad y de confianza en la voluntad de Dios, y en la fuerza salvadora de su poder.
Una consideración a tener en cuenta es que, con la aparición de las escenas bíblicas, se rompe aquella tradición que prohibía representar la imagen de Dios. Las mismas decoraciones en las sinagogas judías (con imágenes de la Antigua Alianza) ponen en tela de juicio la interpretación rigorista de las prohibiciones bíblicas.
Para los cristianos, sin embargo, el recurso a las imágenes era menos problemático, ya que el paso del Pueblo de Dios al Nuevo Pueblo de Dios estaba mediatizado por el misterio de la encarnación. Y la referencia a la figura histórica de Cristo crea nuevas posibilidades a la comprensión de las imágenes: «Después de la encarnación, ―dice Paul Evdokimov― Cristo libera a los hombres de la idolatría no negativamente, suprimiendo toda imagen, sino positivamente, revelando la verdadera figura humana de Dios». El arte incorporado a la liturgia hará que la Suprema belleza quede simbólicamente reflejada en la forma estética de la belleza iconográfica.
Jesús Casás Otero, sacerdote