En el evangelio del domingo pasado, XXI Domingo del Tiempo Ordinario, tras preguntar Jesús a sus discípulos: «¿Quién dice la gente que es el Hijo del Hombre?» y «¿quién decís que soy yo?» y encontrar en Pedro la respuesta correcta: «Tú eres el Mesías, el Hijo de Dios vivo», Jesús le dice a Pedro: «Tú eres Pedro, y sobre esta piedra edificaré mi Iglesia» (Mt 16,18).
Para mí está claro que la inmensa mayoría de nosotros desea profesar la Religión verdadera. En este punto me gusta mucho una frase que se atribuye a la reina Cristina de Suecia: «Es evidente que no todas las religiones pueden ser verdaderas. Es cierto que podría ser que todas las religiones fuesen falsas. Pero si hay alguna religión verdadera, no puede ser más de una».
Desde niño he creído que Jesucristo es la Segunda Persona de la Santísima Trinidad, y por tanto es verdadero Dios, que se ha hecho Hombre para redimirnos, salvarnos y abrirnos las puertas del cielo. Por tanto, siempre he pensado que entre la maraña de religiones existentes, no debería ser demasiado difícil encontrar la Religión verdadera. Y si creo en Jesucristo, ésa no es otra sino la Religión Católica, la que Él mismo señala al decirle a Pedro: «Tú eres Pedro, y sobre esta piedra edificaré mi Iglesia». Donde esté Pedro y sus sucesores, que hoy es el Papa Francisco, allí está la Iglesia de Cristo. Ciertamente con sus fallos, incluso escándalos, y debilidades, porque si por una parte es divina, por su fundador y doctrina, por otra es humana, y por tanto pecadora, pues como nos advierte San Juan. «Si decimos que no hemos pecado, nos engañamos y la verdad no está en nosotros»; «si decimos que no hemos pecado, lo hacemos mentiroso y su palabra no está en nosotros» (1 Jn 1, 8 y 10). Y es que, como nos dice San Pablo, llevamos el tesoro de la fe y de la gracia en vasijas de barro (cf, 2 Cor 4,7).
Cristo quiere que seamos sus discípulos y le sigamos. Ese llamamiento, que encontramos repetidamente en los evangelios: «ven y sígueme», «tú, sígueme», lo hace en forma directa a los apóstoles (Mc 1,16-20; 2,14; 3,13; Mt 4,18-22; 9,9-13; Lc 5,1-11; Jn 2,13-22; etc.), pero también a nosotros, ya que seguir a Cristo es ponernos a su disposición, con el convencimiento, eso sí, que lo que nos pida Cristo es lo más conveniente para nosotros. Todos tenemos una vocación, un plan de Dios para cada uno de nosotros y que para eso hemos venido al mundo. Todos debemos colaborar en la construcción del reino de Dios, ese reino «eterno y universal, de verdad y vida, de santidad y gracia, de justicia, amor y paz».
Ahora bien, ¿cómo hemos de colaborar con el Reino de Dios? Por supuesto con una vida cristiana, en la que la oración y los sacramentos nos ayuden a conocer y a amar a Jesucristo, pues es difícil conocer y amar aquello que no se conoce. Una vida cristiana sin oración es inconcebible, pero ello supone también frecuentar los sacramentos, en especial la Eucaristía y la Penitencia, pero hemos de procurar también conocer mejor a Jesucristo, con la lectura y meditación en especial del Nuevo Testamento, así como el Magisterio de la Iglesia, que no sólo nos ayuda a conocer mejor los aspectos doctrinales, sino también nos sirve para tener ideas claras para resolver así mejor los problemas concretos de cada día, indicándonos con gran frecuencia cuál es el camino recto y cuáles son los equivocados.
Por ejemplo hoy el Magisterio nos indica cuáles son las tres autopistas, la relativista. la marxista y la ideología de género, que muchos siguen, pero sólo llevan al desastre, no sólo por su incompatibilidad con el Cristianismo, sino porque nos conducen a la Mentira, al Error y al Mal, y detrás de ellas se encuentra Satanás.
Pedro Trevijano