En el evangelio de San Mateo 5,43-47 leemos: «Habéis oído que se dijo: ‘Amarás a tu prójimo y aborrecerás a tu enemigo’. Pero yo os digo: amad a vuestros enemigos y rezad por los que os persiguen, para que seáis hijos de vuestro Padre celestial, que hace salir su sol sobre malos y buenos y manda la lluvia a justos e injustos. Porque, si amáis a los que os aman, ¿qué premio tendréis? ¿No hacen lo mismo también los publicanos? Y, si saludáis solo a vuestros hermanos, ¿qué hacéis de extraordinario? ¿No hacen lo mismo también los gentiles?». Y poco más adelante, en el Padre nuestro recitamos: «perdona nuestras ofensas, como también nosotros perdonamos a los que nos ofenden» (6,12). «Porque si perdonáis a los hombres sus ofensas, también os perdonará vuestro Padre celestial, pero si no perdonáis a los hombres, tampoco vuestro Padre perdonará vuestras ofensas» (6,14-15). Y no olvidemos la Bienaventuranza que dice: «Bienaventurados los misericordiosos, porque ellos alcanzarán misericordia» (5,7).
Creo que el amar a nuestros enemigos es uno de los mandatos más difíciles de obedecer. En este punto no puedo por menos de recordar lo que escribe el cardenal Van Tuan, cuando encontrándose en la cárcel vietnamita decidió: «Yo no esperaré. Voy a vivir el momento presente colmándolo de amor». Para sus guardianes era muy difícil entender que a pesar de los malos tratos, el preso les respondiese queriéndolos de verdad. O como un obispo chino, que fue enviado a la cárcel a Albania. Cuando cayó el comunismo en ese país, a los pocos días se encontró en la calle con su carcelero y torturador. Se dirigió a él, lo abrazó y le mostró su perdón.
Evidentemente, no tengo esa categoría humana y cristiana. Recuerdo que un día, haciendo zapping en la televisión, me encontré con un primer plano de un señor que yo creía me había hecho una faena. Me salió un palabro, menos mal que estaba solo. Pero no pude por menos de pensar: «Han pasado años; en teoría le has perdonado, ¿a qué viene este palabro?». Sobre este punto recuerdo una frase que una conocida mía me dijo en cierta ocasión: «yo rezo el Padre nuestro con la boca chiquita», porque todos estamos encantados que se nos perdone y tanto más Dios, pero perdonar nosotros eso es ya otra cosa. Y sin embargo hemos de ser muy conscientes que dejarnos arrastrar por el rencor y el odio a la única persona que daño es a mí mismo.
En el perdón juegan papeles muy importantes mi voluntad y mis sentimientos. Mandar sobre la voluntad es relativamente fácil y la mejor manera para ello es encomendar a Dios a quien me ha hecho daño. En cambio, mandar sobre mis sentimientos es más difícil. Por ello lo que debo hacer es rezar por quien me ha ofendido, convencido que Dios modificará poco a poco mis sentimientos hasta que sean como a Él le gustarían.
Y es cierto que olvidar generalmente no se puede. En todo caso, voy aquietando mi corazón y pidiéndole a Dios que perdone a quien me ofendió. Ahora bien, es muy difícil perdonar sin una referencia a Dios, porque la capacidad de perdonar se tiene cuando uno cuenta con la experiencia de haber sido perdonado. Y, normalmente, esa experiencia la tenemos con Dios, aunque, a veces, puede darse humanamente.
Pero, podemos preguntarnos: ¿de verdad Dios nos perdona? Nosotros, los cristianos creemos en la Buena Noticia del Evangelio y en el Credo afirmamos que creemos en el perdón de los pecados. Que el pecado y el mal existen, pienso que es una evidencia, aunque hoy las doctrinas relativistas intenten negar la existencia de una Verdad objetiva o que el Bien y el Mal sean claramente diferentes, aunque para sostener esto delante de un campo de concentración nazi o comunista hay que tener agallas. Pero fijémonos que el objeto de nuestra fe no es directamente el pecado, sino su perdón, perdón que para Jesucristo tiene tanta importancia que uno de los siete sacramentos, es decir uno de los lugares privilegiados de encuentro entre Dios y el hombre, es el sacramento de la Penitencia o del perdón de los pecados.
Está claro que Dios quiere perdonarnos y que pone como única condición que nos arrepintamos y pidamos perdón y que desea que también nosotros perdonemos. Pero en una Sociedad en la que muchos confunden el bueno con el tonto, Jesús nos dice: «sed sagaces como serpientes y sencillos como palomas» (Mt 10,16), y en su Pasión le dice al sayón que le abofetea: «Si he faltado al hablar, muestra en qué he faltado, pero si he hablado como se debe, ¿por qué me pegas?» (Jn 18,23). O San Pablo, haciendo valer sus derechos de ciudadano romano (Hch 16,35-39; 22,22-29).
Pedro Trevijano