Han impactado, el 5 de junio, el arresto y el encarcelamiento en el Vaticano de Gianluigi Torzi, el agente financiero acusado de haber extorsionado por 15 millones de euros a la Secretaría de Estado, en los desordenados procedimientos finales para la adquisición de un costoso edificio en Londres, querida en el 2014 por la misma Secretaría de Estado con dineros retirados en buena medida del Óbolo de San Pedro.
Las investigaciones están en la fase de instrucción y todavía no se ha fijado fecha para el comienzo del proceso. Pero en la cúpula de la curia vaticana ya hay una guerra. El sustituto del secretario de Estado, Edgar Peña Parra, está en la mira de uno de los indagados, Mauro Carlino, quien a su vez ha sido secretario del anterior sustituto, Giovanni Angelo Becciu, hoy cardenal prefecto de la Congregación para la Causa de los Santos. Becciu, que en el 2014 dio vía libre al negocio, ha sido blanco de críticas por parte de su superior directo de entonces, el cardenal secretario de Estado, Pietro Parolin, mientras que Angelo Perlasca, otro indagado de primer nivel, acusa a Parolin de haber aprobado también él la operación.
Todo hace presagiar que en el proceso no se salvará nadie. Y verosímilmente, para que no se verifiquen en el futuro otros desastres de este tipo, producidos por operaciones fuera de control y por ejecutores incompetentes y para nada confiables, se ha lanzado el 1 de junio en el Vaticano un severo endurecimiento de las normas que se refieren a los contratos públicos estipulados por la Santa Sede, incluidos los «inmobiliarios», con una referencia transparente a la operación de Londres.
Los baluartes de esta reforma de los códigos vaticanos son la centralización de los contratos, de aquí en adelante referenciándose sólo en la APSA, la Administración del Patrimonio de la Sede Apostólica, o en la gobernación de la Ciudad del Vaticano, y el mantenimiento de un registro único de profesionales admitidos en las operaciones, de las que se debe certificar su corrección absoluta. Todo bajo la supervisión de la Secretaría para la Economía y del Revisor General de las cuentas.
Esta racionalización y centralización de los poderes, frente a un desorden administrativo cuyos daños están desde hace tiempo a la vista de todos, ha sido recibida en el Vaticano por un coro general de aprobación, pero no se sabe con cuanta sinceridad.
Se ha tratado, en efecto, de la puesta en acción de esa misma reforma que había sido impulsada valientemente, al comienzo del actual pontificado, por el cardenal George Pell, nombrado en el 2014 por el papa Francisco como prefecto de la recién constituida Secretaría para la Economía, pero que inmediatamente fue enfrentada y después neutralizada totalmente, en gran medida precisamente por la Secretaría de Estado y por sus dirigentes y funcionarios hoy finalmente bajo investigación.
Pell abandonó Roma en el 2017 para volver a Australia, perseguido en su patria por acusaciones de abuso sexual que condujeron a una pena de prisión de seis años, confirmada en apelación pero finalmente anulada por completo por la Corte Suprema de Australia, que el pasado 7 de abril, el martes santo, puso en libertad al cardenal inocente.
Pero en ese año 2017 las reformas llevadas a cabo en el Vaticano por Pell ya habían sido en gran parte demolidas. No solo eso. En junio de ese mismo año también fue despedido con métodos brutales el Revisor General de cuentas, Libero Milone, quien tres meses después – en una entrevista conjunta con Corriere della Sera, Wall Street Journal, Reuters y Sky TV – señaló precisamente a Becciu como el dirigente de la Secretaría de Estado que más que ninguno había querido su despido y no dejó de lamentar también los silencios del Papa, quien ya desde la primavera del año anterior se negaba a recibirlo e incluso a responder a todo pedido suyo de encuentro.
En efecto, no era un misterio que Francisco había dado marcha atrás ya poco después de haber llamado a Pell a poner orden en las finanzas vaticanas.
El Papa le había confiado inicialmente al cardenal australiano la centralización de los patrimonios de todas las oficinas de la curia, incluidas las conspicuas sumas, jamás presentes en los balances públicos de la Santa Sede, administradas por una todopoderosa oficina de la Secretaría de Estado a la que le obedecía también la APSA, la caja fuerte de los bienes muebles e inmuebles del Vaticano.
Y Pell no fue demasiado lejos. Pronto hizo pública la cantidad de dinero no contabilizado en posesión de la Secretaría de Estado y de otras oficinas del Vaticano - 1.400 millones de dólares -, reclamando obviamente el control de la misma, y dio por inminente la absorción de la APSA en su propia Secretaría.
Jamás lo hizo. Sin levantar rumores, los centros de poder puestos bajo asedio por Pell levantaron una barrera y después contratacaron. Con el Papa que escuchaba y atendía más a ellos que al cardenal australiano. Y con el secretario de Estado, Pietro Parolin, en el interín agregado por Francisco a los ocho cardenales consejeros en el gobierno de la curia y de la Iglesia, para tirar de los hilos de la contraofensiva.
Pero hoy la suerte se ha dado vuelta. El cardenal Pell, restituido a la libertad en Australia en los días de Pascual, tuvo también su Pentecostés, con la publicación en la vigilia de esta festividad de los nuevos códigos vaticanos sobre las adquisiciones, finalmente todas en línea con sus reformas tan enfrentadas.
La Secretaría de Estado se encuentra ahora en el remolino de una investigación que ya hizo caer a algunos funcionarios de tamaño mediano, pero que mañana también podría golpear a sus altos dirigentes de hoy y de ayer, después de haber oscurecido su fama, también en vistas de un futuro cónclave.
En cuanto a Francisco, se puso a tono con los tiempos, incluso anticipando por sí mismo, en la conferencia de prensa brindada en el vuelo de regreso de Japón, la condena por corrupción de los hombres de la Secretaría de Estado involucrados en la compra del palacio de Londres.
Pero si volvemos al 26 de diciembre de 2018, en el apogeo de las festividades de Navidad, descubrimos que el invitado del Papa en Santa Marta fue precisamente, con su familia, ese Gianluigi Torzi que ahora está tras las rejas en una celda de la gendarmería pontificia.
Sandro Magister
Publicado originalmente en Settimo Cielo