El pueblo de Israel había padecido varias calamidades (sequía, peste, terremoto, carestía…). Todas ellas eran una clara llamada a volver a Dios. Pero el Señor se lamenta a través del profeta Amós de que no han aprendido la lección: «Pero no habéis vuelto a Mí», repite varias veces (Am 4,6-11).
Algo parecido leemos en el libro del Apocalipsis. Después de narrar varias plagas, el autor destaca: «Los restantes hombres, los que no fueron exterminados por estos azotes, no cambiaron de conducta ni dejaron de adorar a los demonios, a los ídolos de oro […] Tampoco se arrepintieron de sus delitos, sus maleficios, su lujuria y sus robos» (Ap 9,20-21).
La presente pandemia es un grito de Dios para que volvamos a Él. Es un tiempo de gracia y de salvación. Es un clamor de su corazón para que no nos destruyamos a nosotros mismos, para que no nos perdamos eternamente.
¿Escucharemos la voz de Dios? ¿Le obedeceremos? ¿Nos convertiremos de verdad?
En otra ocasión, el pueblo de Israel fue liberado milagrosamente en el último instante de la invasión de los asirios. Pasado el apuro, la gente comienza a celebrarlo haciendo fiesta. Entonces el profeta Isaías truena: «Aquel día el Señor todopoderoso os invitaba a llorar y a lamentaros, a raparos la cabeza y a vestiros de saco. Mas vosotros habéis respondido con alegría y algazara […] Comamos y bebamos, que mañana moriremos» (Is 22,12-13).
Tiemblo de solo pensar que tampoco aprendamos esta lección, que --pasada la epidemia- volvamos a nuestra vida rutinaria y superficial, que nos endurezcamos en nuestro orgullo y autosuficiencia. Temo que no aceptemos esta corrección del Señor y nos empecinemos en nuestros pecados.
Volvamos a Dios con todo el corazón y con toda el alma. Convirtámonos de nuestros pecados. Porque, cuando se rechaza la corrección de Dios, hay que prepararse para lo peor: «Prepárate a comparecer ante Dios» (Am 4,12). «Solo con la muerte expiaréis este pecado. Lo ha dicho el Señor todopoderoso» (Is 22,14).
Julio Alonso Ampuero