«La edad de los pacientes tiene mucha importancia en la determinación de si está indicado hacer el psicoanálisis. Por un lado, cerca o arriba de los 50, la elasticidad de los procesos mentales, por regla, se pierde. Los ancianos no son más educables». Posturas teóricas como la que manifiesta en este análisis Freud han pesado mucho en confirmar los prejuicios sociales hacia la vejez. El hecho mismo de la institucionalización del adulto para que lo «cuiden» mejor, es decir, para que no moleste, cuando no es absolutamente necesaria, proveniente de una mentalidad cultural hedonista e individualista que identifica lo viejo con lo regresivo e inútil, nos está llevando a una sociedad profundamente degradada y envilecida. Incluso, como sostiene Omar França-Tarragó en su Manual de Psicoética, existe una deficitaria formación universitaria en los futuros licenciados médicos o psicólogos, a quienes la «ideología» pedagógica no prepara para asistir a los ancianos, sin extrañar después que rehúyan de múltiples maneras enfrentar la realidad para la que no han sido preparados.
Lo sucedido en varias residencias de mayores, donde la Unidad Militar de Emergencias localizó cadáveres de ancianos abandonados en sus camas, debe hacernos reflexionar sobre el paradigma de sociedad que estamos dispuestos a construir. Margarita Robles, ministra de Defensa, ha manifestado que «todo el peso de la ley caerá sobre quienes no cumplan con sus obligaciones», cuando se sabe que el personal sanitario ha desaparecido, dándose de baja, al detectarse el virus. Unas palabras que no han gustado a José Manuel Ramírez, presidente de la Asociación de Directoras y Gerentes en Servicios Sociales, considerándolas de «desafortunadas» y «vergonzosas», reclamando que no se criminalice a los trabajadores del sector.
El desafío ético que se le presenta a la sociedad, salvado este escenario bélico, y a la medicina en particular, respecto a los ancianos, es un desafío ideológico: la responsabilidad de no reprimir cuanto nos recuerde la vejez, la enfermedad o la muerte. Sólo con relación a esa represión se explica la marginación, el abandono y la maleficencia que padecen tantos ancianos que tienen, según la Declaración de Hong Kong de la Asociación Médica Mundial sobre el maltrato de ancianos, «los mismos derechos a atención, bienestar y respeto que los demás seres humanos». La Asociación Médica Mundial reconoce que es responsabilidad del médico proteger los intereses físicos y psíquicos de los ancianos. Si se confirma que existe maltrato o se considera una muerte sospechosa, está obligado a «informar a las autoridades competentes», proporcionando una evaluación por los daños producidos por el abuso o el abandono.
Pero también es un desafío científico: las ciencias médicas están obligadas a investigar a fondo las distintas posibilidades de incidir en el mayor bienestar de la persona mayor, para que reciba la mejor atención posible sin claudicar ante la influencia de los valores sociales dominantes. Que no seamos una cultura africana, donde la ancianidad es un orgullo, no significa que aspiremos a ser una sociedad occidental eutanásica donde, como mantenía Ciorán, «la idea de poder salir de la vida es lo único que la hace soportable». No puede sorprender ni extrañar que en estas sociedades la edad sea un factor de profunda discriminación.
Finalmente, el desafío es ético, sensu stricto: el deber de la sociedad, cuando la persona mayor se encuentra en un declive incompatible con su autonomía, después de haber ayudado a conservar sus potencialidades de aportación a la comunidad humana, consistirá en garantizar el cuidado y la protección de su integridad física y emocional, eliminando cualquier género de maltrato. La asistencia digna de la persona mayor está vinculada a este inmenso esfuerzo de protección del anciano en cualquier ambiente. Si no se respeta la dignidad e integridad física del anciano, su intimidad y derecho a decidir sobre sí mismo, una justa distribución de los recursos, o el verse beneficiado por un tratamiento cuando lo necesita, estaremos abocados a convertirnos en una sociedad reprobada por nuestros descendientes después de haber sido parricida, de haber abandonado y maltratado a los propios progenitores.
Roberto Esteban Duque