Una es de bronce, y otra de hierro. Una fue fundida en el taller de Astillero Río Santiago, y la otra en el de un reconocido herrero del barrio; que, con su partida, agregó otra baja a un oficio que, lamentablemente, se va extinguiendo entre nosotros. No hay registros oficiales de cuándo y cómo fueron instaladas, y bendecidas. Sí se sabe, por referencias de los vecinos, que eso ocurrió hace pocas décadas. Uno de los entonces jóvenes, que participó de su colocación, acaba de fallecer. Y su viuda me confió que siempre recordaba aquel momento. Había sido –me dijo- uno de los hechos más importantes de su vida.
Son pequeñas pero lo suficientemente sonoras, para dar debida cuenta del llamado de Dios, a la oración, desde Sagrado Corazón de Jesús, de Cambaceres. Están ubicadas en lo alto de un poste metálico para alumbrado público; y cubiertas, de algún modo, con un pequeño techito de chapa. Por supuesto, deben ser tocadas a mano; con un alambre unido a los dos badajos. Y, aunque no sean pesadas, demandan del párroco, y de algún otro voluntario, músculos y, sobre todo, corazón, bien dispuestos…
Llaman a la Santa Misa, algunos minutos antes del Santo Sacrificio. Y, por supuesto, brindan su aporte al propio desarrollo de la celebración; cuando las rúbricas mandan hacer sonarlas, por ejemplo, en la Vigilia Pascual. Cosechan las miradas llenas de asombro de los más pequeñitos; que suelen quedarse extasiados contemplando su poder sonoro. Reciben gestos de aprobación de circunstanciales transeúntes que, presas de graves preocupaciones de la vida, son elevados, por unos instantes, a un Cielo anticipado. Y, también, son alabadas por adultos mayores; que recuerdan con emoción sus tiempos como monaguillos, o en la catequesis.
Por cierto, no reciben únicamente elogios. Especialmente, el Domingo por la mañana, al sonar para la Misa de las nueve, suelen ser bañadas por una catarata de insultos; como rebote de los improperios dirigidos al cura. El párroco escucha sin chistar las ofensas a su extinta madre; y ofrece ese momento, claro está, por la conversión de los pecadores, y el regreso o la llegada de quienes no están… La potente voz de Dios que llama; y que, con frecuencia, no quiere ser escuchada, demuestra entonces que nunca es indiferente.
Las metálicas piezas, cinceladas de cielo y tierra, fueron testigos, también, de la reconciliación con la Iglesia –y, de paso, también, con el cura- de esos vecinos exaltados. Hoy, al menos, nadie sale a la puerta de su casa a gritar… Es más: jóvenes vecinos, atrapados por distintos vicios y esclavitudes, me expresan, una y otra vez, cómo –aun estando bajo los efectos del alcohol, u otras sustancias- sienten que algo se les revuelve en el interior, con su nítido canto. No puede ocurrir de otro modo: Dios, que está en lo más íntimo de nuestro ser, siempre se las ingenia para hacernos sentir que, pase lo que pase, nunca nos abandona.
Uno de los momentos más conmovedores que las tuvieron como testigos fue un gélido y lluvioso Domingo, de un crudísimo invierno. Después de hacerlas sonar, me dirigí rumbo al confesonario; y me encontré, en la calle, sentado en el cordón de la vereda, absolutamente empapado, con un joven que las miraba con lágrimas abundantes. Lloraba como un niño, desconsolado… En casos como esos prefiero no decir palabra; para que mi abrazo silencioso sea referencia al cuidado del Señor… Fueron unos segundos cargados de dolor; pero, también, de sereno consuelo. ¡Gracias, padre –me dijo el muchacho, mientras lo llevaba a tomar algo caliente, y darle ropa limpia y seca-. Las campanas me hicieron volver a sentir que Dios me ama, y está conmigo… Me frenaron a tiempo… ¡Estaba a punto de cometer una locura…!.
Luego de la Misa –a la que el joven asistió después de años- me sentí impulsado a leer, en el Ritual Romano, la bendición de una campana. Sabiamente, la Santa Madre Iglesia, muestra en dicha fórmula todo su significado. En referencia a la Antigua Alianza, recuerda que Dios decretó por medio del santo Moisés, tu siervo y legislador, que se crearan e hicieran sonar trompetas de plata en el momento del sacrificio, para recordar al pueblo a través de sus claros tonos que se prepare para tu adoración, y se reúnan para su celebración… Concédenos, te imploramos, que esta campana, destinada para tu santa Iglesia, sea santificada por el Espíritu Santo a través de nuestro humilde ministerio, de forma que cuando repique y taña, los fieles sean invitados a la casa de Dios y la recompensa eterna.
Y, más adelante, enfatiza:
Que la fe y la piedad del pueblo crezcan cada vez más fuertes siempre que escuche su melodioso repique. Que su sonido aleje a todo espíritu maligno; que se desvanezcan trueno y rayo, granizo y tormenta; que el poder de tu mano someta a los malignos poderes del aire, que tiemblen con el sonido de esta campana, y huyan acto seguido ante la visión de la santa cruz grabada en ella… Siempre que suene, huya el enemigo del bien, que el pueblo cristiano escuche la llamada a la fe, que aterrorice al imperio de Satán, que tu pueblo se fortalezca al ser llamado al unirse al Señor, y que el Espíritu Santo esté con los fieles, igual que se deleitaba de estar con David cuando tocaba su arpa… Y al igual que una vez el trueno en el aire ahuyentó una horda de enemigos, cuando Samuel sacrificaba un cordero lactante como holocausto al Rey eterno, así cuando el repique de esta campana resuene en las nubes traiga una legión de ángeles que vigile la asamblea de tu Iglesia…
Desde aquella mañana, cada vez que las hago sonar, vuelvo a vivir la intensidad de aquel llamado inicial que me hizo el Señor el día glorioso de mi bautismo; fortalecido en la Confirmación, y coronado en mi Ordenación Sacerdotal. De ese llamado que, gracias a Dios, me estremece, cada vez más. Y que me permite, por pura gracia, ser humilde instrumento del misericordioso amor del Padre. Que más nos hace sentir su voz, cuanto más buscamos taparnos los oídos…
P. Christian Viña, sacerdote