Uno de los más bellos himnos que rezamos en la Liturgia de las Horas (Laudes del Domingo de la primera y tercera semana) es el de los tres jóvenes (Dn. 3, 52 – 88 . 56). Que, en el contexto del libro de Daniel, se presenta como acción de gracias elevada por Ananías, Azarías y Misael, condenados a morir en un horno de fuego ardiente; por haberse negado a adorar la estatua de oro de Nabucodonosor, y que fueron milagrosamente preservados de las llamas.
En forma de letanía, este pasaje del Antiguo Testamento, alaba a todas las cosas creadas, del Cielo y de la Tierra. No, claro está, por sí mismas; sino por su Divino Autor, que es su origen y destino. A su modo, cada una de las mismas, sirve al hombre; para que éste, usando rectamente de ellas, dé gloria a Dios.
Aves del cielo, bendecid al Señor (Dn. 3, 80) es una de esas alabanzas. Y, por cierto, todos de algún modo somos testigos de ello. ¿Quién no se quedó conmovido escuchando el canto de los pájaros? ¿Quién no disfrutó de sus vuelos soberanos; dueños de una libertad que, en más de una ocasión, tanto echamos de menos?
Este Domingo de Corpus Christi, esas aves del cielo, volvieron a bendecir al Señor con su canto, en Cambaceres. Estaba celebrando la Santa Misa en nuestra parroquia, Sagrado Corazón de Jesús, cuando en plena consagración, una bandada de gaviotas literalmente se posó sobre el techo de nuestro templo. Y, desde la fórmula, Tomen y coman… hasta la ostensión del Santísimo Sacramento, nos deleitó con una prolongada y rítmica alabanza. Lejos de distraerme en tal excelso momento, arrancado del tiempo y anclado en la eternidad, el canto de las aves me zambulló más hondamente en el sublime Misterio. ¡El Señor, nuevamente, tocaba mis fibras más profundas; cómo solo Él sabe hacerlo!
Había pasado horas difíciles; llenas de tareas y obligaciones, y muy escasas –como suele ocurrir en estas misiones periféricas- de recursos humanos y materiales. La nada fácil conciliación de las responsabilidades diocesanas con las parroquiales; la preparación de las fiestas patronales (desde la procesión y la Misa central, hasta las compras del supermercado); y los vencimientos cada vez más frecuentes y onerosos de las boletas de luz, gas, teléfono, y los demás servicios, pusieron a prueba mi temple de párroco… Y de vicario, y de seminarista, y de jardinero, y de cocinero, y de todos los demás oficios que asume el cura que está solo, al frente de su parroquia…
Una vez más, el Señor –en este caso, a través de las gaviotas- me recordó que solo Él es importante. Y que únicamente debemos buscar su Reino y su justicia; porque lo demás nos será dado por añadidura (Mt. 6, 33).
Providencialmente, estaba terminando de releer el clásico e impar libro de Romano Guardini, El espíritu de la Liturgia. Y, en sus páginas finales, con la sobria grandeza que lo caracteriza, exaltaba la primacía del Logos sobre el Ethos. O sea, del Ser sobre el hacer. Algo más que nunca imprescindible en estos tiempos de tanta acción, y tan poca contemplación y adoración.
Resonaba, asimismo, en mi alma aquella estrofa de Dios de los corazones, el Himno Oficial del Congreso Eucarístico Internacional, de Buenos Aires, de 1934: Pasearon el Corpus por nuestros solares los hombres que, luego, fundaron ciudades. Y abrieron los surcos para los trigales… (Espigas dan hostias, y leños altares). Y no podía ocurrir de otra manera: sin el Ser, todo hacer inevitablemente está destinado a la intrascendencia…
Las gaviotas, por su naturaleza, claro está, jamás podrán ponerse de rodillas… Pero, en la fría y nublada mañana dominguera, volvieron a mostrarnos que esa postura ante el Señor es el único camino para que el hombre recupere su dignidad. Solo postrados ante el Santísimo; solo adorando, alabando y bendiciendo su Nombre, comenzaremos a reconquistar esta tierra argentina para Cristo.
Si ellos callan (los apóstoles), gritarán las piedras, nos advirtió Jesús (Lc. 19, 40). Las gaviotas, una vez más, fueron la cura de nuestra mudez, y de nuestros medidos susurros. Sin cálculo de ninguna especie, ellas cantaron al Corpus. Ellas se reconocieron creaturas, y no creadoras…
P. Christian Viña