Recuerdo haber escuchado al Papa Francisco dos expresiones que, aparentemente, bien podrían parecer pensamientos contradictorios: «Todos somos iguales a los ojos de Dios», y, «cada uno de nosotros es único e irrepetible»… Entonces, ¿en qué quedamos? ¿Somos iguales o somos diferentes? ¿Hay que apostar por la igualdad o por la diversidad?
Es curioso, porque así como en las últimas décadas del siglo pasado, lo que ‘se llevaba’ en Occidente era la diversidad y la pluralidad; en estos inicios del siglo XXI, la igualdad es el valor en alza. Las tendencias culturales se caracterizan (me atrevo a añadir que, por desgracia), por la llamada ‘ley del péndulo’. La diversidad fue reivindicada en un tiempo, como un grito de libertad frente a una tradición que se percibía como impuesta por nuestros antepasados. En ese contexto, el pensamiento relativista caracterizó el movimiento reivindicativo de la diversidad. Pero, llegado un determinado momento, cuando la cultura alternativa pasó a ser la dominante, el relativismo dio paso a la dictadura del relativismo; y la reivindicación de la diversidad fue suplantada por la de la igualdad.
Por ejemplo, el escritor ruso Alexander Solzhenitsyn se rebeló contra el intento de imposición del igualitarismo por parte de la dictadura soviética. Frente a un estado totalizante que pretendía imponer un pensamiento único, el literato formuló una expresión especialmente lúcida y de gran valor ético y espiritual: «Los seres humanos nacen con distintas capacidades. Si son libres, no son iguales. Si son iguales, no son libres». Así mismo, los disidentes del maoísmo chino han sido y siguen siendo reivindicadores de la pluralidad; ya que perciben que el igualitarismo es una coartada para el control social y un camino hacia la esclavitud.
Es triste constatarlo, pero tanto la reivindicación de la ‘diversidad’ como la de la ‘igualdad’, han estado integradas en la estrategia de poder de cada momento histórico; en lugar de ser expresión del deseo de explorar la riqueza de la condición humana.
Sin embargo, más allá de estrategias políticas, desde el punto de vista antropológico, no estamos ante dos aspectos que debieran ser percibidos como antagónicos, sino ante dos valores que se complementan y que deben ser cultivados conjuntamente. Cuando el Papa afirmaba que «todos somos iguales a los ojos de Dios», se refería a la igual dignidad de todos los seres humanos, independientemente de nuestra cultura, clase social, religión, edad, salud, etc. Ante Dios (o dicho de otro modo, desde el punto de vista objetivo), un enfermo de alzheimer, un indigente, o el nasciturus gestante en el seno materno, tienen la misma dignidad que un deportista de élite o el ganador de unos comicios electorales. Y sin embargo, cada uno de ellos es ‘único e irrepetible’, ya que el ser humano no es ‘reproducido’, sino ‘procreado’ (engendrado en colaboración con el acto creador de Dios). Esto último es clave para entender la razón por la que no hay, ni habrá, en todo el mundo, a lo largo de la historia de la humanidad, dos seres humanos iguales.
Por ello, el humanismo cristiano predica la igual dignidad (al tiempo que la diversidad) de los seres humanos, que –dicho sea de paso– son una condición necesaria para aspirar a la comunión en la complementariedad.
Llegados a este punto, cito dos textos del Papa Francisco que no tienen desperdicio. Frente a la pretensión de desdibujar la complementariedad entre el hombre y la mujer, el Papa afirma: «Otro desafío surge de diversas formas de una ideología, genéricamente llamada gender, que niega la diferencia y la reciprocidad natural de hombre y mujer. Ésta presenta una sociedad sin diferencias de sexo, y vacía el fundamento antropológico de la familia.» (Amoris Laetitia, n. 56). No son de recibo las desigualdades injustificadas entre el hombre y la mujer; como tampoco tiene sentido una indiferenciación irracional.
En referencia al encuentro entre ‘diferentes’ (perfectamente aplicable al reto de la interculturalidad), dice Francisco: «La unidad a la que hay que aspirar no es uniformidad, sino una «unidad en la diversidad», o una «diversidad reconciliada». En ese estilo enriquecedor de comunión fraterna, los diferentes se encuentran, se respetan y se valoran, pero manteniendo diversos matices y acentos que enriquecen el bien común. Hace falta liberarse de la obligación de ser iguales.» (AL n. 139).
En resumen, los vaivenes pendulares de la cultura se mueven entre la reivindicación de la pluralidad y la igualdad. Pero, una cosa es la pluralidad y otra el relativismo; de la misma forma que tampoco cabe identificar igualdad con igualitarismo. El verdadero reto es superar estas falsas dialécticas, por el camino de la comunión (unidad en la diversidad).
La fiesta de Pentecostés ilustra tanto el valor de la igualdad como el de la diversidad. Aquellos doce apóstoles reunidos en torno a María en el Cenáculo de Jerusalén, no podían ser más distintos, y sin embargo, no pudieron vivir una experiencia mayor de comunión en la unidad del Espíritu Santo. Podríamos decir que ‘Pentecostés’ es el ‘antiBabel’. El milagro del Espíritu Santo es lograr la unidad en la diversidad, la sinfonía entre diferentes. La gracia del Espíritu Santo es la comunión, haciéndonos capaces de ‘hablar un mismo idioma’. Todo un reto para nuestra cultura, y en especial para los cristianos, ya que la primera comunidad cristiana nos puso el listón muy alto: «El grupo de los creyentes tenía un solo corazón y una sola alma» (Hch 4, 32)… ¡Ven, Espíritu Santo!