Cuando el Papa visitó África hace varias semanas se levantó una gran polvareda por sus declaraciones acerca de la prevención del sida. El Santo Padre no hizo otra cosa que reafirmar las tesis de la Iglesia Católica, que se fundan en una correcta concepción de la sexualidad humana, cuya puesta en práctica acabaría de forma radical con todas las enfermedades de transmisión sexual.
Sobre Benedicto XVI cayeron todo tipo de improperios e incluso un parlamento nacional, el belga, tuvo la desfachatez de condenar su discurso., provocando un incidente diplomático. En España está todavía pendiente que las cortes se pronuncien acerca de una propuesta de un diputado comunista en ese mismo sentido.
Sin embargo, la propia Unión Europea tiene que reconocer que la labor de la Iglesia Católica en la lucha contra el sida es vital. El gobierno de Zambia ha sido llamado a colaborar con la Iglesia para el desarrollo del país y muy especialmente para combatir esa grave enfermedad. Es ella quien reparte la gran mayoría de los medicamentos que sirven para que el sida deje de ser mortal, pasando a ser una enfermedad crónica.
La Iglesia invita a parar la extensión de la enfermedad proponiendo la única regla infalible para lograr tal fin: castidad y fidelidad. La Iglesia se preocupa por atender a los que ya están enfermos. ¿Qué más se le puede pedir? Quienes la critican y quienes han tenido la poca vergüenza de acusarla de ser la culpable de que el sida siga creciendo, debieran agachar la cabeza y reconocer que sin la labor de los católicos en África, el continente estaría a merced de esa plaga de nuestra era.