Anarquismo, liberalismo, socialismo, independentismo, fascismo, comunismo, nacionalismo, marxismo y un largo etc. de –ismos rodean hoy nuestras vidas y nuestras conversaciones al hablar de política. Y todos estos sistemas se engloban bajo el término de ideologías políticas. Sin embargo, conviene resaltar que todas estas ideologías proceden de hace no mucho tiempo, y son realmente ideologías modernas, pues nacen del subjetivismo moderno. La diferencia con la forma de hacer política en occidente antes de la llegada del pensamiento moderno es elemental y, si no se distingue, será imposible salir del binomio izquierda-derecha que tan desgastado está y tan poco resultado ha demostrado obtener.
La lógica moderna consiste, básicamente, en eliminar al fundamento objetivo último de la moral y poner la razón humana en su lugar, al «hombre, ser supremo para el hombre» como dirían Volney y Marx. Esto se ejemplifica manifiestamente en la curiosa anécdota de la Revolución Francesa en la que se llevó una prostituta a lo que sería el Congreso y se la adoró como la diosa razón, asignándole el altar mayor de la catedral de París. Esto es: quitar a Dios y poner al hombre, a su razón, como fundamento de la realidad. Esta pretensión ilustrada recibe el nombre de racionalismo.
El racionalismo modernista ha tenido repercusión en todos los aspectos de la vida y, por tanto, necesariamente también en la filosofía. Siendo que ya no está Dios y que de Él proceden el universo y la ley natural, ahora es necesario repensar todo: destruir todo el edificio de tus creencias y partir de lo que conoces por ti mismo, con claridad y distinción, como diría Descartes para fundamentar su duda metódica. Destruir para construir de cero. Es decir, que a partir de aquí las ideologías nacerán del subjetivismo moderno, alejados de la realidad objetiva.
Es así que a partir de esta negación total se empiezan a crear sistemas filosóficos que expliquen el mundo, como la triada hegeliana; y que expliquen la ética, como el imperativo categórico de Kant. Y de estas filosofías, se desprenden a su vez intentos ideales de soluciones a los problemas de la realidad. Si los problemas los traen los defectuosos y los de raza impura, hay que imponer al superhombre. Si el mundo siempre se ha dividido entre oprimidos y opresores, lo que se necesita es una revolución del proletariado que elimine las diferencias sociales. Si el fundamento de la moral es ser feliz y esto se da cuando nadie te molesta y te dejan crecer sin obstáculos, en una lógica de libertad negativa, hay que establecer un estado mínimo que permita a cada individuo emprender según su voluntad, sin autoridades moralistas obstruccionistas, etc.
Todas las ideologías políticas modernas tienen algo en común: se han olvidado de la realidad y parten de una idea extrapolada hasta el absoluto según la cual se sostiene todo su querer hacer. Por eso, justamente, se llaman ideologías: porque parten de una idea, de una teoría. En cambio, la política en sentido tradicional nunca funcionó así, nunca fue teórica sino teorética. Si bien no se abandonó el estudio que ya los clásicos habían iniciado sobre los diversos modelos de gobierno, a la hora de tratar un tema concreto no partían de una solución ideal para el mundo, sino que buscaban encontrar en la verdad objetiva, en la ley natural, lo que, por naturaleza, es más conveniente a cada caso.
Por ejemplo, si la escuela de Salamanca se oponía a los préstamos usureros con intereses por encima del principal, no lo hacían porque la riqueza fuera mala, porque la propiedad privada fuera el origen de toda desigualdad o por alguna teoría abstracta de ese estilo; sino porque prestar implica gratuidad por derecho natural, es decir, que se devuelva lo prestado, no más: si yo te presto un clavo, lo natural es que me devuelvas un clavo, nada más.
Este es el correcto dinamismo de la política: que parta del derecho natural y se desarrolle por medio de la prudencia. Es, justamente, la acción teorética: la contemplación de los primeros principios y las esencias, la ley natural, el orden metafísico de las cosas. A esta lógica se opone lo teórico, que es el mero discurso ideológico al margen de la realidad objetiva y la naturaleza de las cosas.
De este modo, el Estado ya no está condenado a fluctuar, pendular o alternar entre una ideología y otra, sino que puede contemplar y reconocer el fundamento de la verdad, libre de ataduras apriorísticas, y partir de él: y el único fundamento posible de la ley moral es Dios. Así, el Estado tiene el deber de colaborar con el orden de la Gracia que sustenta la ley natural, no porque esta sea una teoría que a unos intelectuales les ha parecido bien, sino porque la realidad no se somete a voto, se impone. Opinar, en cambio, que la ley divina y el Estado no tienen relación es lo que León XIII condenaba bajo el nombre de liberalismo de tercer grado.
El derecho natural es la base objetiva desde la que la prudencia puede ejercer el bien. De cualquier otro modo, al rechazarlo, anteponemos las teorías absolutizadas que cada quien pueda desarrollar, y el único límite al mal será la creatividad de quien gobierne. Frente a esto, la solución no se encuentra en derechas, izquierdas o centros, sino en romper esas cadenas y reconocer que el único que se hace carne en el altar de Notre Dame es Cristo Rey.
Javier Gutiérrez Fernández-Cuervo