Fue un día de noviembre de hace ya algunos años cuando enterramos a d. X. Un sacerdote próximo a cumplir sus noventa años, que confesaba todos los días, y casi todo el día, en una iglesia de los suburbios de una ciudad grande, y ayudaba sirviendo a todos hasta en los oficios más humildes.
Ninguno de sus parroquianos conocía el «gran milagro silencioso» que había vivido d. X a los cuarenta y dos años de su vida. En este tiempo litúrgico que nos regala la Iglesia, no me es posible ir a rezar ante su tumba; pero no dejo de recordar su historia, que me ayuda a rezar.
A los pocos años de ser ordenado sacerdote, lo abandonó todo; y para no dar escándalo a sus feligreses, se marchó a un país lejano a «rehacer su vida», como él decía.
Su vida no fue nada ejemplar: dos uniones civiles fracasadas y, a Dios gracias, sin ningún hijo que atender. Tampoco faltó el alcohol. Con la conciencia adormecida fue tirando del vivir un año detrás de otro, sin grandes horizontes ni especiales sacrificios, trabajando de contable en unos grandes almacenes y viviendo una vida lamentable; haciendo no pocas veces manifestaciones de ateísmo.
Un día, mientras estaba sentado en su despacho resolviendo las últimas cuentas del mes, llegó a sus oídos una voz clamando auxilio: ¡Un sacerdote, un sacerdote!
En la entrada del edificio un corro de personas rodeaba a una mujer joven desmayada en el suelo. Una amiga, arrodillada trataba de reanimarla. Era médico y le faltó poco tiempo para darse cuenta de que se trataba de un infarto de corazón profundo que dejaba pocas posibilidades de vida.
Otra vez volvió a gritar pidiendo un sacerdote. Jorge llegó en ese momento y al ver a la mujer joven agonizando que en un instante abrió los ojos y le miró cara a cara, todo su pasado revivió como un terremoto de grado 9 en su alma. «Tu eres sacerdote in aeternum –para siempre- según el orden de Melquisedec». Las palabras de su ordenación brotaron con fuerza en su cabeza y en su corazón.
La médico amiga de la agonizante, al verlo llegar y darse cuenta de la la expresión de su rostro, le preguntó sin más vacilaciones: ¿Es usted sacerdote? X sintió un escalofrío en todo el cuerpo. ¿Cómo se le ocurría hacerle esa pregunta? Titubeó, y al fin respondió: Sí.
-¡Absuélvala enseguida, se está muriendo! Ha abortado hace unas semanas, estaba pasando por una depresión profunda, y quería pedir perdón al Señor por su pecado. ¡Absuélvala, por favor!»
Las palabras de la absolución sacramental llegaron enseguida a su boca. Con voz temblorosa dijo: «Yo te absuelvo de tus pecados, en el nombre del Padre, del Hijo y del Espíritu Santo». Y sus ojos se humedecieron.
Tardó unos meses en dejar entrar el Espíritu Santo en su alma; pero al fin abrió las puertas de su corazón, después de una visita a un Santuario de la Virgen María. No había solicitado nunca la dispensa de sus obligaciones sacerdotales. ¿Le sería posible volver a ejercer el ministerio sacerdotal?
Su obispo de entonces ya había fallecido. Después de pensarlo un poco, decidió hablar con un obispo de una diócesis lejana a la suya de origen. Su madre también había muerto, y no tenía ningún hermano ni otros vínculos familiares. Comenzaba de nuevo.
Un sacerdote amigo y compañero de promoción en el seminario, estuvo a su lado en todo el proceso de reinserción. El diablo sabe tentar en esos momentos; pero fracasó. Uno ejercicios espirituales y la amable acogida del obispo, le llenaron de paz. X, arrepentido de todo corazón, volvió a ejercer su ministerio. La primera vez que se probó el traje de sacerdote, y se miró al espejo, lloró amargamente. Se acordó de san Pedro.