Fue la celebración lo que dolió especialmente. En el 46° aniversario de la decisión de Roe vs. Wade, el gobernador de Nueva York, Andrew Cuomo, convirtió en ley un protocolo que da acceso prácticamente irrestricto al aborto, permitiendo el asesinato del no nacido hasta el momento del parto. Apenas ratificado, los legisladores y partidarios corearon, gritaron, apoyaron y desplegaron un deprimente júbilo similar al que explotó en Irlanda cuando un referéndum legalizó el aborto el año pasado.
Por supuesto, salió a relucir toda esa retórica acerca de los derechos de las mujeres, salud reproductiva y empoderamiento, pero ¿quién puede ser tan ciego para no ver lo que está en juego? Si un niño, que duerme tranquilamente en su moisés en casa de sus padres fuera brutalmente asesinado y desmembrado, todo el país estaría justamente indignado, y clamaría por una investigación sobre el asesinato. Pero ahora una ley en Nueva York confirma que el mismo niño puede ser extraído con fórceps, impunemente, momentos antes de nacer, del vientre de su madre donde vivía en paz. Y no se podrá llamar a la policía; al contrario, parece que el asesinato es una ocasión de celebración.
Una ideología, en sentido negativo, es un marco conceptual que nos ciega a la realidad. El propósito de todo sistema de ideas, por supuesto, es el de dar luz, el de acercarnos a la verdad de las cosas; pero una ideología hace lo contrario, oscureciendo con éxito la realidad, distanciándonos de la verdad. Los términos populares antes mencionados son las marcas de la ideología, sus cortinas de humo. O, por usar la terminología de Jordan Peterson, el parloteo del demonio, la bulliciosa distracción del padre de la mentira.
Recuerdo que, durante la campaña presidencial del 2016, Hillary Clinton fue cuestionada varias veces sobre si el niño en el vientre, minutos antes de nacer, tenía derechos constitucionales, y esta política extremadamente inteligente, experta y astuta decía una y otra vez: «Eso es lo que dicta nuestra ley». Por tanto, por el mero hecho accidental de dónde se encuentre, un niño no nacido puede ser troceado, y el mismo niño, momentos después y en los brazos de su madre, debe ser protegido con toda la fuerza de la ley. Que muchos de nuestros líderes políticos no pueden o no quieren ver cuan ridículo es esto, solo puede ser el resultado de un adoctrinamiento ideológico.
Mientras veía un video de Andrew Cuomo firmando esta repulsiva ley, mi pensamiento volvía a 1984, a un auditorio en la Universidad de Notre Dame donde el padre de Cuomo, Mario –también gobernador de Nueva York por entonces– emitía un famoso discurso. En su larga e intelectualmente sustancial charla, el gobernador Cuomo se presentó a sí mismo, convincentemente, como un católico practicante, convencido en conciencia de que el aborto era moralmente indignante. Pero también hizo una fatídica distinción que ha sido explotada por políticos liberales católicos durante los últimos treinta y cinco años. Explicó que, aunque estaba personalmente en contra del aborto, no estaba dispuesto a desplegar medios legales para abolirlo o limitarlo, pues él era el representante de todos, y no solo de aquellos que compartían sus convicciones católicas.
Sin embargo, esta distinción no es legítima, lo cual es evidente si hacemos una analogía con otros asuntos públicos de gran importancia moral: «Estoy personalmente en contra de la esclavitud, pero no tomaré acción legal alguna para limitarlo o abolirlo»; «personalmente, encuentro las leyes tipo Jim Crow repugnantes, pero no aplicaré estrategias legales para revertirlas»; etc. En todo caso, Mario Cuomo al menos declaraba estar en conflicto, angustiado, y no quería apoyar la ley del aborto sino como una lamentable necesidad política en una democracia pluralista.
Pero en solo una generación hemos pasado de la tolerancia reluctante a la celebración desfasada, del angustiado Mario al exultante Andrew. Hay una simple razón para esto: Una religión privatizada, una religión que nunca se encarna en gestos, comportamientos y compromisos morales, se desvanece rápidamente. Las que una vez fueron poderosas convicciones, si nunca se expresaron concretamente, evolucionan de la noche a la mañana en piadosas veleidades, para desaparecer finalmente del todo.
En la magnífica obra de Robert Bolt sobre Santo Tomás Moro, Un Hombre para la Eternidad, encontramos un locuaz diálogo entre el Cardenal Wolsey, un político inmoral y duro de roer, y Moro el santo. Wolsey lamenta: «Eres una constante decepción para mí, Tomás. Si pudieras ver los hechos tal y como son, sin todos esos escrúpulos, con solo un poquito de sentido común, podrías ser un hombre de estado». A lo que Moro responde: «Bueno…creo que cuando los hombres de estado se olvidan de la propia conciencia para atender a sus deberes públicos…guían a sus países por un atajo al caos». Abandonar las convicciones de la propia conciencia en el ejercicio de los deberes públicos es precisamente el equivalente a «estar personalmente en contra, pero no estar dispuesto a tomar decisiones concretas para poner en práctica dicha oposición».
Y este abandono –evidente en el discurso de Mario Cuomo en 1985– ha llevado realmente al caos por un atajo, que se manifestó en la alegre celebración de Andrew Cuomo sobre esta ley que permite el asesinato de niños.
Publicado originalmente en Word on Fire