“Decíamos ayer” que los cristianos, por la oración y la ascesis, hemos de procurar mantener siempre encendida en el altar de nuestro corazón la llama de la alegría, sin permitir que nada ni nadie la apague. Vamos con ello.
–Alegría y oración
>La oración es diálogo amistoso con Dios, «en quien vivimos y nos movemos y existimos» (Hch 17,28). ¿Cómo no va a ser causa de nuestra alegría? La oración es intimidad amistosa con Cristo Esposo. Es la respiración del alma. Y si hemos de «orar siempre», en todo tiempo, en todo lugar, como nos lo mandan Cristo (Lc 18,1; 21,36; 24,53) y sus apóstoles, especialmente San Pablo (passim), por tanto, si ha de ser nuestra oración continua, eso significa que permanentemente nos alegra la oración. Ella es uno de los mayores dones que recibimos de Dios. Nos alegra el corazón inmensamente estar con el Señor, aunque sea calladitos, porque no se nos ocurre nada. Pongo algún ejemplo, solo de los salmos:
Tengo siempre presente al Señor, con él a mi derecha no vacilaré. Por eso se me alegra el corazón, se gozan mis entrañas, y mi carne descansa serena: porque no me entregarás a la muerte, ni dejarás a tu fiel conocer la corrupción. Me enseñarás el sendero de la vida, me saciarás de gozo en tu presencia, de alegría perpetua a tu derecha (15,8-11). Nosotros aguardamos al Señor: él es nuestro auxilio y escudo; con él se alegra nuestro corazón, en su santo Nombre confiamos (32,20-21). Rocíame con el hisopo: quedaré limpio; lávame: quedaré más blanco que la nieve. Hazme oír el gozo y la alegría, que se alegren los huesos quebrantados (50,9-10).
>La oración es alabanza y acción de gracias a Dios. Pero no hay nada que alegre tanto al hombre como cantar la gloria de Dios y bendecir su nombre ¡porque para eso ha sido creado principalmente!, para ser en medio de la creación muda el Sacerdote que alza a Dios en alabanza la sinfonía agradecida y sonora de todas las criaturas. Y el hombre, en la plenitud de los tiempos, en Cristo, recibiendo de Él un nuevo conocimiento y un nuevo amor a Dios, se hace capaz de alabarle con «un cántico nuevo». Nuevo de verdad.
Dichoso el pueblo que sabe aclamarte: caminará, oh Señor, a la luz de tu rostro (88,16).
>La oración es petición y súplica a Dios. «El mismo Espíritu viene en ayuda de nuestra flaqueza, porque nosotros no sabemos pedir lo que nos conviene. Pero el mismo Espíritu ora en nosotros con gemidos inefables» (Rm 8,26). ¿Y qué es lo que ora en nosotros? «El Espíritu de adopción clama en nosotros ¡Abbá, Padre!» (8,15). Ora en nosotros el Padrenuestro, la siete grandiosas súplicas que dilatan nuestro corazón en la presencia del Santo y lo mantienen en una gran confianza y alegría. Pedimos con toda el alma, y nos quedamos tan anchos: nos conformamos anticipadamente con lo que Dios nos dé. Pedimos con absoluta e infalible certeza: «Cuanto pidiéreis al Padre os lo dará en mi nombre» (Jn 16,23). ¡Qué maravilla! Pedimos también, directamente, el don de la alegría espiritual:
Alegra el alma de tu siervo, pues levanto mi alma hacia Ti; porque tú, Señor, eres bueno y clemente, rico en misericordia con los que te invocan (85,4-5). Que se alegren los que se acogen a Ti con júbilo eterno; protégelos, para que se llenen de gozo los que aman tu Nombre. Porque tú, Señor, bendices al justo, y como un escudo lo cubre tu favor (5,12-13).
Alégrense, pues, nuestros corazones en la oración, pero también por el esfuerzo ascético: ora et labora.
–Alegría y ascesis cristiana
De dos modos fundamentales hemos de procurar en nuestra vida cristiana la continua y perfecta alegría:
>Negativamente. No con-sentir en sentimientos de tristeza. No autorizarse a estar triste, a cavilar dentro del pozo, alimentando la propia tristeza. Eso es pésimo. Ya lo advierte San Pablo: «la tristeza según Dios produce firme arrepentimiento para la salvación; pero la tristeza según el mundo produce la muerte" (2Cor 7,10).
Dele, por favor, un buen golpe al hombre viejo cuando le venga con alegaciones de este tipo: «¿Cómo no voy a estar disgustado, si me ha ocurrido esto y lo otro?» No. De ningún modo. Más bien pregúntese, antes de autorizarse a la tristeza: «Ante esto que ha sucedido, ¿qué hago? ¿me echo a llorar o lo acepto como venido de Dios providente? ¿Me disgusto o me quedo tan fresco?». La norma es clara: no se disguste, quédese tan fresco, que los cristianos, siendo como somos templos de la Santísima Trinidad, tenemos en nosotros mismos una causa de alegría tan grande y continua, que no debemos autorizarnos a la tristeza por las pequeñas nonadas de la vida presente. «¿Qué habéis ido a ver al desierto? ¿Una caña agitada por el viento?» (Mt 11,7). Manténganse firmes en la alegría. No sean como niños, que «fluctúan y se dejan llevar por cualquier viento» (Ef 4,12). Nuestra casa espiritual ha de estar edificada sobre roca, sobre la roca de la misericordia de Dios, que permanece para siempre.
Guardemos en la alegría nuestro propio ánimo, sujetándolo en la alegría por la visión de fe (que desvanece fantasmas y deja las cosas en su verdad), por la fuerza de la esperanza (levantemos los corazones, los tenemos levantados ante el Señor), y por el ardor de la caridad (saliendo de la cárcel de nosotros mismos por el amor a Dios y al prójimo). Así podrá haber en nosotros sufrimientos, pero no tristezas malas.
>Positivamente. No basta con no con-sentir en sentimientos de vana tristeza. Es preciso motivarse continuamente en la verdadera alegría. Y antes de enumerar los motivos de la alegría cristiana, continuos, profundos, innumerables –lo haré, con el favor de Dios, en el tercer artículo–, señalo ya ahora algo fundamental:
La alegría cristiana es siempre pascual
La vida cristiana es continuamente una participación en el sufrimiento de la pasión de Cristo y en la alegría de su resurrección. Y es norma absoluta que cuanto más se une un cristiano a la cruz de Jesús, más se goza en la alegría de su resurrección. A más cruz, más alegría. Los santos más penitentes, un San Francisco de Asís, son los más alegres.
Antes de la Hora de las Tinieblas, en la Cena, dice Jesús a los suyos: «Vosotros lloraréis y os lamentaréis, y el mundo se alegrará. Vosotros os entristeceréis, pero vuestra tristeza se volverá en gozo. La mujer, en el parto, siente tristeza, porque llega su hora; pero cuando ha dado a luz un hijo, ya no se acuerda de la tristeza, por el gozo que tiene de haber traído al mundo un hombre. Vosotros, pues, ahora tenéis tristeza, pero de nuevo os veré, y se alegrará vuestro corazón, y nadie será capaz de quitaros vuestra alegría» (Jn 16,20-22).
La alegría cristiana tiene siempre esta condición pascual, crucificada-resucitada: «así como abundan en nosotros los padecimientos de Cristo, así por Cristo abunda nuestra consolación» (1Cor 1,5). «Estoy lleno de consuelo, sobreabundo de gozo en todas nuestras tribulaciones» (7,4).
La alegría cristiana tiene en la cruz su clave decisiva. «Cada día muero» (1Cor 15,31). «En cuanto a mí, no quiera Dios que me gloríe sino en la cruz de nuestro Señor Jesucristo, por quien el mundo está crucificado por mí y yo para el mundo» (Gál 6,14). Ahí se sitúa el «o padecer o morir» de Santa Teresa de Jesús y de tantos otros santos, con San Pablo de la Cruz. También va por ahí aquel «Ninguna cruz, ¡qué cruz!» de San Luis María Grignion de Montfort, dicho en algún rarísimo día en el que todo le era favorable. O aquellas locuras que poco antes de morir escribía en una carta Santa Teresa del Niño Jesús:
«Desde hace mucho tiempo, el sufrimiento se ha convertido en mi cielo aquí en la tierra, y realmente me cuesta entender cómo voy a poder aclimatarme a un país en el que reina la alegría sin mezcla alguna de tristeza» (14-VII-1897). Y el mismo día en que murió: «Todo lo que he escrito sobre mis deseos de sufrir es una gran verdad... Y no me arrepiento de haberme entregado al Amor» (30-IX-1897).
Conste que no es por presumir; pero la verdad es que del sufrimiento y de la alegría nadie en el mundo sabe tanto como sabemos nosotros, los cristianos, a la luz de Cristo.
José María Iraburu, sacerdote
Les recomiendo: la exhortación apostólica de Pablo VI, Gaudete in Domino (9-V-1975), una maravilla; y la Misa del III domingo de Adviento, Dominica lætare; otra.