La aprobación del aborto por el Congreso argentino, como primer paso hacia su definitiva despenalización, me ha dolido profundamente. Y me ha dolido porque pienso que es un paso atrás de terribles consecuencias.
Por supuesto es un paso atrás para la Sociedad, que ve como uno de los derechos humanos principales, incluso el más fundamental de todos, el derecho a la vida, es conculcado, contra lo que dice la Declaración de Derechos Humanos de la ONU de 1948 en su artículo 3: “Todo individuo tiene derecho a la vida”.
La primera víctima del aborto es por supuesto el hijo que es matado. Ya hace unos años, en el “Manifiesto de Madrid”, una serie de científicos españoles nos decían: “Existe sobrada evidencia científica de que la vida empieza en el momento de la fecundación” y “el aborto no es sólo la ‘interrupción voluntaria del embarazo’ sino un acto simple y cruel de interrupción de una vida humana”. Recordemos también cuantos padres y abuelos llevan en sus móviles las fotos del hijo que aún no ha nacido. El instinto de vivir es uno de los más fuertes del ser humano, y lo poseen también los niños en el seno materno, a los que se ve en las filmaciones de abortos intentar huir de los instrumentos letales. Desde luego una postura abierta y de avance es proteger el derecho del nonato a vivir, mientras el aborto va contra este derecho.
La segunda víctima es la madre, quien va a sufrir las consecuencias de esta decisión suya. La otra víctima del aborto son las madres, las mujeres que han abortado. Debo decir que desconozco, o al menos nunca me he encontrado con él, el caso de la mujer que ha quedado traumatizada y con serias consecuencias psíquicas como consecuencia de no haber abortado, mientras que por el contrario he tenido que enfrentarme muchas veces al drama y a la tragedia de las personas, generalmente mujeres, pero algunas veces también hombres, que han quedado traumatizadas y han visto deshecha su vida como consecuencia del aborto. Es evidente que el sentido de culpabilidad deja muy malas consecuencias en todos aquéllos que intervienen en un aborto, ya que el sentimiento de culpabilidad del aborto, al revés de lo que sucede en muchísimos otros pecados, que con el paso del tiempo se difuminan, aquí por el contrario su recuerdo se hace cada vez más vivo con sus consecuencias psíquicas de depresiones, pérdida de autoestima, angustias, pesadillas, disfunciones sexuales, gran aumento de los conflictos conyugales, de la violencia doméstica y del consumo de drogas, así como una fuerte propensión al suicidio, lo que no es extraño porque el aborto es una de las grandes tragedias de la humanidad. Médicamente a esto se llama “Síndrome postaborto”.
Recuerdo un varón que me dijo: “Hace cuarenta años participé en un aborto. Me ha destrozado la vida”. Y con las madres que lo han hecho les insisto en que por la absolución sacramental Dios les ha perdonado, pero si quieren perdonarse a sí mismas, que es otro gran problema, el mejor camino es el de perdonar a todos aquéllos que le han empujado a tomar una resolución totalmente errónea.
Reconozco que no logro entender a las personas que se alegran con la despenalización del aborto. Entiendo a aquéllos, aunque estoy radicalmente en contra, que van a sacar beneficios económicos del asunto. Pero no logro comprender a aquéllos que no sacan beneficios y han votado a favor o se alegran del hecho, cuando un día todos nos tendremos que presentar delante de Jesucristo y lo hagan con las manos chorreando sangre, Él les tendrá que decir, como advierte en Juicio Final del Evangelio a los que cierran sus entrañas a los pobres: “tuve hambre y no me disteis de comer” (Mt 25,42), algo todavía peor: “era pequeño e indefenso y me asesinasteis”. Los políticos son personas que tienen responsabilidades morales y es legítimo recordárselas.
La condena del aborto es un punto muy claro de la doctrina católica. Así el Concilio Vaticano II lo califica de atentado a la vida y crimen horrendo (GS nn. 27 y 51), afirmando literalmente: “Vita igitur inde a conceptione, maxima cura tuenda est”, es decir “Así pues la vida debe ser defendida con gran cuidado desde la concepción” (GS nº 51). El Catecismo de la Iglesia Católica dice: “El aborto directo, es decir, querido como un fin o como un medio, es gravemente contrario a la ley moral” (nº 2271). Para san Juan Pablo II la despenalización del aborto, que priva a los más débiles de su derecho más fundamental, no es compatible ni con el bien común, ni con el justo orden público.
Pedro Trevijano, sacerdote