Últimamente se han escuchado muchas críticas e incluso ofensas e insultos a la Conferencia Episcopal del Brasil que requieren aclaraciones, porque desorientan a los católicos.
A LOS QUERIDÍSIMOS HERMANOS LAICOS, en cuyo año estamos (Año del Laicado en el Brasil), les recuerdo paternalmente que la Iglesia, como madre, los ama, quiere su bien y desea escucharlos también.
Sinceramente les digo que esos insultos a la Conferencia Episcopal me alcanzan también a mí de cierta manera, ya que formo parte de ella por ser obispo católico en plena comunión con la Iglesia, por la gracia de Dios. A los que piensan que la Conferencia es sólo una oficina central, una agencia o «casi un sindicato de los obispos», debo explicarles que la Conferencia es el conjunto de los obispos de Brasil, que ejercen colectivamente ciertas funciones pastorales en favor de los fieles de su territorio (Código de Derecho Canónico, 447). Como explicó San Juan Pablo II en la Carta Apostólica Apostolos suos, «es muy conveniente que en todo el mundo los obispos de la misma nación o región se reúnan en una asamblea, coincidiendo todos en fechas prefijadas, para que, comunicándose las perspectivas de la prudencia y de la experiencia y contrastando los pareceres, se constituya una santa conspiración de fuerzas para el bien común de las Iglesias». «La unión colegial del Episcopado manifiesta la naturaleza misma de la Iglesia [...] Así como la Iglesia es una y universal, así también el Episcopado es uno e indiviso [y] se extiende tanto como la realidad visible de la Iglesia, expresando su rica variedad. Principio y fundamento visible de tal unidad es el Romano Pontífice, cabeza del cuerpo episcopal». «El Espíritu Santo os ha constituido obispos para pastorear la Iglesia de Dios, que él adquirió con su propia sangre» (Hch 20, 28).
Pero conviene resaltar que la Conferencia Episcopal, que es una institución eclesiástica, no existe para anular el poder de los obispos, que son de institución divina. El Papa emérito Benedicto XVI, cuando era cardenal, habló sobre uno de los «efectos paradójicos del postconcilio»: «El decidido impulso a la misión del obispo (en el Concilio) se ha visto atenuado, e incluso corre el riesgo de quedar sofocado, por la inserción de los obispos en Conferencias Episcopales cada vez más organizadas, con estructuras burocráticas a menudo poco ágiles. No debemos olvidar que las Conferencias Episcopales [...] no forman parte de la estructura imprescindible de la Iglesia tal como la quiso Cristo; solamente tienen una función práctica concreta». Y continúa explicando que esto es precisamente lo que reafirma el Derecho Canónico, que fija los ámbitos de autoridad de las Conferencias, que «no pueden actuar en nombre de todos los obispos, a no ser que todos y cada uno hubieran dado su propio consentimiento» o se trate de «materias ya establecidas por el derecho común o por un mandato especial de la Sede Apostólica». Así lo recuerdan el Código y el Concilio: «el obispo es el auténtico doctor y maestro de la fe para los creyentes a él confiados». «Ninguna Conferencia Episcopal tiene, en cuanto tal, una misión de enseñanza; sus documentos no tienen un valor específico, sino el valor del consenso que les es atribuido por cada obispo» (Ratzinger, Informe sobre la Fe).
Dicho esto, recordamos que el espíritu de fe y el respeto que el católico debe a la jerarquía de la Iglesia le impiden tratar a la Iglesia como una sociedad cualquiera. Si la llamamos «santa Madre Iglesia», es porque la consideramos nuestra madre, merecedora de todo nuestro respeto y amor. Y no se exponen los defectos de la madre en público, sobre todo en las redes sociales. Pero ya que lo hicieron, hago aquí algunas aclaraciones.
La Iglesia, divina en su fundación, gracia, sacramentos y doctrina, pero humana, en los miembros que la componen, tiene, por eso mismo, debilidades y pecados en sus miembros.
«Creemos en la Iglesia una, santa, católica y apostólica [...]. Es, pues, santa, aunque abarque en su seno pecadores [...]. Por lo que se aflige y hace penitencia por aquellos pecados, teniendo poder de librar de ellos a sus hijos por la sangre de Cristo y el don del Espíritu Santo» (Credo del Pueblo de Dios). «La Iglesia encierra en su propio seno a pecadores, y siendo al mismo tiempo santa y necesitada de purificación [...] va peregrinando entre las persecuciones del mundo y los consuelos de Dios»
(Lumen Gentium, 8).
Nuestro Señor comparó su Reino a una red llena de peces, buenos y malos (Mt 13,47-50). La separación de unos y otros tendrá lugar al final de los tiempos. Quien quiera ahora una Iglesia compuesta únicamente de santos tendría que morir e ir al cielo, donde solo están los buenos. Así pues, no perdamos la fe al ver los errores de la parte humana de la Iglesia.
En el conjunto del episcopado brasileño, hay muchos obispos sabios y santos. Pero también hay obispos como yo. Y no por eso somos menos dignos de respeto.
Al combatir los errores que existen en la parte humana de la Iglesia, no podemos perder el respeto a las personas, sobre todo a las autoridades de la Iglesia, ni mucho menos desprestigiarlas, para alegría de sus enemigos, con ofensas, exageraciones, medias verdades e incluso mentiras, cayendo en otro error. Las medias verdades pueden ser peores que la mentira descarada.
Cualquier persona no católica que lea ciertos sitios y mensajes de algunos católicos críticos en los que se injuria a los obispos y las autoridades de la Iglesia, sin duda pensaría: «¡Es imposible que esas personas sean católicas, porque no se habla así de la propia familia!».
Por otro lado, A MIS QUERIDÍSIMOS HERMANOS EN EL EPISCOPADO les recuerdo humildemente que, incluso cuando exageran y sobrepasan los límites, los clamores de los fieles laicos pueden estar reflejando el «sensus fidelium», que debemos escuchar.
Es hora de recuperar el buen nombre de nuestra Conferencia Episcopal. No podemos tolerar pacíficamente tantos abusos doctrinales y litúrgicos que vemos en nuestras Iglesias y que tanto hacen sufrir a nuestros fieles. ¿No será que están cansados de tanto aguantar ciertas invenciones litúrgicas y aberraciones doctrinales? ¿No estará ocurriendo lo que San Juan Pablo II describió en su Encíclica Ecclesia de Eucharistia: «A esto se añaden, en diversos contextos eclesiales, ciertos abusos que contribuyen a oscurecer la recta fe y la doctrina católica sobre este admirable Sacramento. Se nota a veces una comprensión muy limitada del Misterio eucarístico. Privado de su valor sacrificial, se vive como si no tuviera otro significado y valor que el de un encuentro convival fraterno [...]» (n. 10). «Por desgracia, es de lamentar que, sobre todo a partir de los años de la reforma litúrgica postconciliar, por un malentendido sentido de creatividad y de adaptación, no hayan faltado abusos, que para muchos han sido causa de malestar [...]» (n. 52). «El Misterio eucarístico –sacrificio, presencia, banquete –no consiente reducciones ni instrumentalizaciones [...]» (n. 61)?
¿No estarán sintiendo nuestros laicos la necesidad de exclamar, como los hebreos: «Dios mío, los gentiles han entrado en tu heredad, han profanado tu santo templo» (Sal 79, 1)?
Es evidente que nuestros fieles quedan escandalizados cuando ven ministras no católicas en el altar, «concelebrando» la Santa Misa con nuestros obispos.
¿Por qué permitimos que se utilice en nuestros textos la terminología de «género», que transmite una ideología no ortodoxa?
Todos están invitados y son bienvenidos a nuestros encuentros. Pero ¿por qué dejamos que personas de mentalidad socialista e incluso comunista y miembros de partidos políticos de «izquierda» sean los protagonistas de nuestros encuentros eclesiales y nos instruyan en el análisis de la realidad?
Combatimos, con razón, los desmanes del capitalismo salvaje, del consumismo y del espíritu mercantilista, pero no podemos olvidar las enseñanzas del Magisterio sobre el socialismo: «considérese como doctrina, como hecho histórico o como ‘acción’ social, el socialismo, si sigue siendo verdadero socialismo, aun después de haber cedido a la verdad y a la justicia en los puntos indicados, es incompatible con los dogmas de la Iglesia católica, puesto que concibe la sociedad de una manera sumamente opuesta a la verdad cristiana [...] Aun cuando el socialismo, como todos los errores, tiene en sí algo de verdadero (cosa que jamás han negado los Sumos Pontífices), se funda sobre una doctrina de la sociedad humana propia suya, opuesta al verdadero cristianismo. Socialismo religioso, socialismo cristiano, implican términos contradictorios: nadie puede ser a la vez buen católico y verdadero socialista» (Pío XI, Encíclica Quadragesimo Anno, 116 y 120, 15 de mayo de 1931).
Debemos dejar bien claro que somos fieles a la doctrina social de la Iglesia y, por eso, nos ocupamos de las cuestiones sociales y de la política, como «una prudente solicitud por el bien común» (Juan Pablo II, Laborem exercens, 20). La Iglesia está al servicio del Reino de Dios, anunciando el Evangelio y sus valores, pero «no se confunde en modo alguno con la comunidad política ni está ligada a sistema político alguno» (Gaudium et spes, 76). Principalmente, «la Iglesia no puede promover, inspirar ni apoyar las iniciativas o movimientos de ocupación de tierras, ya sea mediante invasiones con uso de la fuerza o mediante el ingreso subrepticio en las propiedades agrícolas» (Juan Pablo II, Discurso a los Obispos de la Región Sur 1 de la Conferencia Episcopal del Brasil en su visita ad limina Apostolorum, marzo de 1995).
Además, es necesario que seamos claros al rendir cuentas de las colectas de la Campaña de la Fraternidad. Ante la sospechosa planteada de que las donaciones de los fieles estén yendo indirectamente a entidades que promueven el aborto y los movimientos revolucionarios, debemos dar explicaciones claras a los fieles: si, como es posible, se hubieran desviado sus donaciones, de ahora en adelante deberíamos ser más exigentes en la aplicación de nuestros valores y no permitir tales desviaciones. ¡Hay tantas entidades benéficas católicas que podrían recibir esas donaciones!
Que Dios nos bendiga, que María, Madre de la Iglesia, nos proteja y que San José, patrono de la Iglesia Católica, nos defienda del mal.
Dom Fernando Arêas Rifan, obispo de la Administración Apostólica Personal San Juan María Vianney