En estos últimos meses estoy impartiendo un curso sobre el Evangelio de San Juan en nuestro Instituto de Ciencias Religiosas de San Sebastián. En la medida en que vamos avanzando en la lectura y reflexión de los veintiún capítulos de este «Cuarto Evangelio», me voy convenciendo de que el núcleo del Evangelio de Juan lo encontramos sintetizado en uno de los versículos de su prólogo: «Vino a su casa, y los suyos no lo recibieron. Pero a cuantos lo recibieron, les dio poder de ser hijos de Dios, a los que creen en su nombre» (Jn 1, 11-12).
A la luz de este texto evangélico podemos preguntarnos dónde se encuentra el quid del misterio de la Navidad: ¿En la unión familiar? ¿En la apertura a la ternura y a la compasión como sentimientos que nos humanizan? ¿En la solidaridad para con los desheredados de la tierra? ¿En el compromiso con la construcción de la paz?... Obviamente todos estos valores son importantísimos; pero, aun así, no constituyen por sí mismos la esencia de la Navidad. El corazón de la Navidad es el encuentro de Dios con el hombre, en la persona de Jesús de Nazaret. Y, por ello, dos mil años después, el reto de la Navidad sigue siendo el de «recibir» a Jesús: acogerlo en la fe, amarle –y no solo admirarle– y disponernos a la transformación del mundo, desde la esperanza fundada en su presencia entre nosotros. Insisto, el corazón de la Navidad no se halla en sus numerosos valores morales y espirituales, sino en la iniciativa del amor de Dios que sale a nuestro encuentro en Jesús, al que estamos llamados a «acoger» en la fe, esperanza y caridad.
Benedicto XVI formuló de manera magistral, al inicio de su encíclica «Deus caritas est» (Dios es amor), lo que yo torpemente intento expresar: «No se comienza a ser cristiano por una decisión ética o una gran idea, sino por el encuentro con un acontecimiento, con una Persona, que da un nuevo horizonte a la vida y, con ello, una orientación decisiva.» En efecto, la reducción de la propuesta evangélica a una mera exhortación ética, es algo que San Agustín calificaba como el «horrendo veneno del cristianismo»; que en sus tiempos se presentaba bajo el paraguas del voluntarismo pelagiano, y que en nuestros días se suele traducir en un puro pragmatismo. Pero, en el fondo, el pragmatismo actual no es más que una reedición de la herejía pelagiana del siglo V: la fe en Jesús queda relegada a algo secundario, y el cristianismo es valorado exclusivamente en la medida en que coopera en los retos comunes de la transformación del mundo.
El versículo del prólogo del Evangelio de Juan, al que me estoy refiriendo –«Vino a su casa, y los suyos no le recibieron»– no es una mención aislada, sino que viene acompañado de otros muchos pasajes evangélicos en los que se expresa el dramático dilema entre la acogida o el rechazo a la persona de Jesús (en el lenguaje bíblico la indiferencia es equiparada al rechazo). El Evangelio de Lucas, por su parte, lo relata así: «No había sitio para ellos en la posada» (Lc 2, 7). La gran paradoja es que no haya sitio en el mundo para el Salvador del mundo: «Las zorras tienen madrigueras y los pájaros nidos, pero el Hijo del Hombre no tiene donde reclinar la cabeza» (Mt 8, 20). De forma muy gráfica, Jesús nació fuera de «la ciudad» y murió fuera de las murallas («Jesús murió fuera de la puerta» Hb 13, 12). Es sumamente elocuente que María tuviese que colocar a su hijo en un «pesebre», lugar reservado para alimentar a los animales. Este detalle fue el que inspiró a San Francisco de Asís a integrar al buey y al asno, como parte de los personajes del belén; visualizando de esta forma, la profecía de Isaías, en la que abordaba, una vez más, el misterio del rechazo hacia el enviado de Dios: «El buey conoce a su amo, y el asno el pesebre de su dueño; sin embargo, Israel no me conoce, mi pueblo no comprende» (Is 1, 3). Por muy bella que parezca esta expresión literaria, en ella se nos dirige un severo reproche por motivo de nuestra insensibilidad ante los dones de Dios. Expresa una recriminación en la que se sugiere que somos más burros que los burros.
¿Cómo explicar este «rechazo» tan reseñado en los evangelios, y que obviamente, continúa hasta nuestros días? ¿Cómo entender nuestra tendencia a «morder la mano que nos quiere dar de comer»? Acaso a nosotros nos ocurra algo similar a esos animales heridos que atacan a quien se acerca a socorrerles, porque no son capaces de distinguir entre quien les ha herido y quien quiere curarles. Acaso una parte de la explicación la podamos encontrar en nuestra falta de confianza, generada por una acumulación de decepciones, que dificultan, en gran medida, la fe en la gratuidad del amor de Dios.
Por cierto, tuve ocasión de asistir recientemente al estreno de una bellísima película animada que se está proyectando estas Navidades: «Se armó el Belén». Es fácil reconocer en el personaje principal del film, un burrito llamado «Bo», el retrato de una humanidad herida, que en medio de sus sufrimientos, sueña con ser rescatada; pero a la que le cuesta descubrir y reconocer que Jesús es el cumplimiento de su anhelo de libertad y plenitud. Me parece a mí que ese burrito nos retrata a todos de forma magistral.
Os deseo una feliz Navidad y un próspero y santo Año Nuevo. Os deseo lo mejor; es decir, que en este tiempo navideño acojáis a Jesús en vuestro corazón, de forma que podamos exclamar con el evangelista Juan: «Nosotros hemos conocido el amor que Dios nos tiene y hemos creído en él» (1 Jn 4, 16).
+ José Ignacio Munilla, obispo de San Sebastián
Publicado originalmente en el Diario Vasco