Este 6 de Diciembre celebramos el aniversario de la Constitución, el 8 la Inmaculada, Patrona de España, y el día 10 el aniversario de la Declaración Universal de Derechos Humanos de la ONU que como señala nuestra propia Constitución en su artículo 10 & 2 es su fuente de inspiración, pues dice: «Las normas relativas a los derechos fundamentales y a las libertades que la Constitución reconoce se interpretarán de conformidad con la Declaración Universal de Derechos Humanos».
Desde el punto de vista cristiano, la Declaración Universal fue declarada por Pablo VI con motivo de su vigésimo aniversario de precioso documento e ideal para la comunidad humana. Personalmente pienso que el mandamiento fundamental del cristiano es, según nos dijo Jesucristo, el del amor a Dios, al prójimo y a nosotros mismos (Mt 22,34-40; Mc 12,28-31; Lc 10,25-28), pero el mandamiento del amor al prójimo supone como condición previa el respeto al otro, es decir al otro y sus derechos. No puedo decir que amo al otro, si no le respeto en sus derechos. Esta Declaración, además, nos permite tener ideas claras en muchos aspectos, posibilitándonos detectar las doctrinas antidemocráticas y totalitarias siendo como es un criterio de verdad.
Los horribles crímenes nazis hicieron posible, al terminar la Segunda Guerra Mundial el consenso sobre cuáles era los derechos humanos, inherentes a la dignidad humana, y que todos, incluido el Estado, deben respetar. Pero no se logró el consenso sobre cuál es su fundamento, porque mientras para los creyentes éste no es otro sino Dios y la Ley Natural. Los no creyentes, en cambio, no aceptan la existencia de Dios, ni los conceptos de naturaleza humana y de verdad moral, por lo que su construcción moral está edificada sobre arenas movedizas que no pueden resistir a los vientos de la moda o de los caprichos de los poderosos de turno. Y esta ausencia de conciencia clara del «por qué» de los derechos humanos ha terminado afectando al «qué» de estos derechos, y así se intenta engatusar a la opinión pública con «nuevos» derechos humanos, en multitud de casos en abierta contradicción con los derechos humanos de la Declaración Universal.
Por ello Benedicto XVI en su Exhortación Apostólica «Sacramentum Caritatis» nº 83 nos recuerda que hay «valores fundamentales, como el respeto y la defensa de la vida humana, desde su concepción hasta su fin natural, la familia fundada en el matrimonio entre hombre y mujer, la libertad de educación de los hijos y la promoción del bien común en todas sus formas. Estos valores no son negociables». En el momento actual las leyes de ideología de género intentan en España y otros países excluir e impedir otras visiones del ser humano, poniendo en peligro libertades fundamentales como las que cita Benedicto XVI, así como la libertad religiosa e ideológica, las de conciencia, opinión, prensa, cátedra y hasta el libre ejercicio de la Medicina y de la Ciencia, invadiendo competencias propias de la sociedad civil y de la familia, siendo además todos ellos valores constitucionales. Y es que, «si no existe una verdad última, la cual guía y orienta la acción política, entonces las ideas y las convicciones humanas pueden ser instrumentalizadas fácilmente para fines de poder. Una democracia sin valores se convierte con facilidad en un totalitarismo visible o encubierto, como demuestra la historia» (Juan Pablo II, Encíclicas Centesimus annus nº 46 y Veritatis splendor nº 101). Con las leyes de ideología de género es la propia democracia la que está en peligro. Nunca se me olvidará mi propio asombro, cuando leyendo la encíclica Mit brennender Sorge, de Pío XI, descubrí que en el terreno educativo nazis y laicistas defendían exactamente lo mismo.
Pero no quiero terminar sin una nota de optimismo: recuerdo una anécdota que se cuenta tanto de san Juan XXIII como de santa Teresa de Calcuta: ante personas que se quejaban de lo mal y podrido que está el mundo, ambos tuvieron la misma respuesta: «Tiene Vd. razón, pero vamos a hacer una cosa. Vd. y yo vamos a ser dos personas decentes. Así habrá dos sinvergüenzas menos». Y es que el cambio y la mejora del mundo, tienen que empezar por mi propio cambio y mejora.
Pedro Trevijano, sacerdote