Acabo de regresar del Festival Enescu de Bucarest, al que diariamente acuden grandes orquestas, solistas y directores de todo el mundo. He participado en el congreso Ars Poetica de la Universidad Nacional de Música de Rumanía, en donde se reúnen compositores de toda Europa a fin de analizar, reflexionar y debatir sobre la música de nuestro tiempo. En las conversaciones resultantes de una de mis ponencias, percibí un cierto asombro ante la circunstancia de que los grandes compositores británicos de los siglos XX y XXI hayan creado música para la liturgia y el culto católicos, y sigan haciéndolo.
Evidentemente, esto fue normal en todo el continente europeo durante los siglos pretéritos pero, por diversas razones, la música de nuestro tiempo ha ido por un camino mientras que la música eclesiástica o se ha quedado inmovilizada o se ha despeñado por sendas populistas y banales. La comunidad artística musical internacional profesa gran admiración por los compositores británicos – Elgar, Vaughan Williams, Britten, Walton, Tippett, Maxwell Davies, Tavener– pero no ha reparado suficientemente en que, en ocasiones, han compuesto música destinada a ser usada realmente en la iglesia y cantada en la práctica por coros eclesiásticos en la liturgia real. No sucede esto en Rumanía, Rusia o Grecia, en donde la música sacra consiste en textos litúrgicos musicalizados en el siglo XIX o deslumbrantes cantos antiguos, evocadores del esplendor intemporal de la Iglesia Ortodoxa.
En Gran Bretaña, en cambio, quizás debido a que se han mantenido unos altos niveles artísticos profesionales en las capillas de catedrales y colegiatas, siempre ha existido una cooperación constructiva entre los directores musicales y los compositores de la época, con independencia de si compartían o no la fe y la motivación religiosa. La aparición de composiciones para misas, cánticos, himnos y motetes ha sido constante durante los últimos 100 años, principalmente, pero no sólo, para la Iglesia Anglicana. Tales composiciones gozan del respeto y la admiración también del mundo musical secular, y son interpretadas a menudo en salas de conciertos. La música sacra de Elgar, Vaughan Williams, Britten y Tippett probablemente es más conocida y apreciada en los círculos musicales seculares que entre los fieles.
Todo ello ha generado ciertas tensiones. La profesionalización de la música eclesiástica es vista en ocasiones con recelo por los clérigos y laicos comprometidos con la «modernización» y la «democratización» de las prácticas e ideas religiosas, inquietos por sus evocaciones alienantes a un «elitismo» anticuado y jerárquico. También la Iglesia sufrió las revoluciones de la década de los 60, y en algunos aspectos fueron necesarias y liberadoras. Sin embargo, sus repercusiones musicales han sido problemáticas, especialmente para quienes se dedican a velar por el mantenimiento de un elevado nivel musical.
El problema ha sido especialmente grave en la Iglesia Católica, en donde las malinterpretaciones deliberadas del «espíritu del Vaticano II» han transformado gran parte de la práctica musical litúrgica en un penoso esperpento. Los anglicanos también conocen el problema: esos desafortunados coros danzantes en la nave lateral y los coros de «corredores por Jesús», las canciones sensibleras y sentimentales, la falsa música folk americana y pseudo-céltica. El musicólogo estadounidense Thomas Day describió este tipo de liturgia como «una dieta de golosinas románticas en combinación indigesta con otros ingredientes que te agarran por el cogote y te hacen tragar su mensaje social».
En los años 70, muchos bienintencionados pensaron que estos derivados de la música «folk» y de la cultura pop atraerían a jóvenes y adolescentes, induciéndoles a participar más en la Iglesia, pero ocurrió exactamente lo contrario. Ahora se considera que estos experimentos «a la moda» en materia musical y litúrgica han contribuido a la creciente e irrisoria irrelevancia del cristianismo liberal, y que la liturgia como instrumento de ingeniería social ha resultado un repelente para muchos. El fracaso ha sido estrepitoso, al igual que ha sucedido con la mayoría de las ideas conformadas por la ideología neomarxista de los años 60. La pérdida más dolorosa ha consistido en que, de forma intencionada e insidiosa, se hizo caer en lo prosaico a la liturgia católica. La Iglesia simplemente imitó la obsesión secular occidental con la «accesibilidad», la «inclusión», la «democracia» y el antielitismo, dando lugar al triunfo del mal gusto, la banalidad y la dilución del sentido de lo sacro en la vida de la Iglesia.
Los «progresistas» litúrgicos artífices de esta tendencia se han enfrentado durante décadas a los músicos de la Iglesia, acusándoles injustamente de reaccionarios y tridentinos. Lo sé de primera mano, y tengo las cicatrices que lo prueban. Durante la visita del Papa al Reino Unido en 2010, se libraron incontables batallas entre bastidores acerca de la naturaleza de los actos litúrgicos públicos y su contenido y estilo musical. Por ejemplo, los obispos me pidieron componer una nueva misa congregacional para celebraciones al aire libre, y un grupo muy poderoso se opuso con fuerza a ello. Decían que un compositor de «arte» clásico no podía tener la experiencia parroquial de base y la «sensibilidad pastoral» necesarias a este respecto, etc., etc.
Desde entonces, renuncié a las guerras litúrgicas. Me aparté de la música parroquial y ahora me limito a sentarme en los bancos, sufriendo junto a los demás fieles católicos. Me sigue gustando componer música coral y, desde la barrera, animo a la aplicación del canto gregoriano en forma simple y vernácula, así como en latín. El canto ortodoxo que escuché en Rumanía en septiembre era deslumbrantemente bello. ¿Existe quizás una forma de incorporarlo también aquí a la música coral litúrgica?
James MacMillan
Publicado originalmente en Standpoint
Traducido por Víctor Lozano, del equipo de traductores de InfoCatólica