Así como Stalin se preguntaba, con intención sarcástica, cuántas divisiones tenía el Papa, no podemos dudar de que el independentismo catalán posee sus divisiones eclesiales. Unas divisiones eclesiales en las que se incluyen los batallones más preciados: las escuelas. Ahí donde se adoctrina a los niños desde su más tierna edad. Esas escuelas cristianas han sido colaboradores eficacísimos de la logística del referéndum del 1-O. Ellas y unas parroquias, capitidisminuidas en su feligresía, pero que todavía conservan un cierto aura de respetabilidad. Siempre ha querido contar el nacionalismo catalán con una pátina eclesial. Aunque ahora aparezca impregnado de laicismo, bebe sus fuentes de un cristianismo bastante primario e infantil, pero jamás puede ocultar esa procedencia, en la que se apoya siempre cuando vienen momentos complicados.
Para el referéndum ilegal del 1-O, el Gobierno de la Generalitat había decidido que los locales electorales se establecerían en los centros de educación públicos. Hete aquí, por eso, que el número de colegios de primaria e institutos en Barcelona y algunas otras grandes poblaciones no eran suficientes para garantizar la asistencia de votantes en todos los barrios. En Barcelona existieron 89 centros de educación públicos, cuando en cualquier convocatoria se habilitan 264 colegios electorales. ¿Quién acudió a solucionar el contratiempo? ¿Cuál es la force de frappe que ha venido coadyuvando a la absorción del independentismo? No podían ser otros que los colegios religiosos, representados por la Fundación de Escuelas Cristianas de Cataluña.
La Fundación es un lobby que engloba el 60% de los colegios privados de Cataluña, con 264.000 alumnos y 434 centros; en sus diversas ramas de preescolar, infantil, primaria, ESO, bachillerato y formación profesional. La fundación está dirigida por el jesuita Enric Puig. Este miembro de la Compañía de Jesús fue director general de Juventud de la Generalitat desde 1980 a 1989. Sí, parece mentira, pero un cura era director general de los primeros gobiernos de Pujol. Un sacerdote fue designado por Pujol para cuidarse de la política juvenil. Ese director general pasaría con el tiempo a dirigir la escuela concertada cristiana en Cataluña. Y su número dos, hasta hace casi un año, fue Carles Armengol Siscares. Un pedagogo barcelonés, cuya carrera se desarrolló a la sombra del jesuita. Cuando este fue designado director general de Juventud de la Generalitat en el primer Gobierno convergente, Armengol fue nombrado, con 22 años, jefe de la sección de Comunicación, Relaciones y Estudios. Tras el largo paso de Puig por aquella dirección general (1980-1989), fue designado director de la Escola de l'Esplai del Arzobispado de Barcelona y después director de la Fundación Pere Tarrés y secretario general adjunto de la Fundación de Escuelas Cristianas y vicepresidente de la Fundación de Escuelas Parroquiales. Hoy en día, Armengol es el promotor del grupo Cristians per la Independència, que organizó una velada de oración a favor de la independencia en el Santuario de Pompeya el pasado 28 de septiembre, utilizando la nave central del templo para rezar por el éxito del referéndum.
Tan presto acudió el lobby del padre Puig a solucionar el apuro logístico del 1-0 que aportó, en la ciudad de Barcelona, una veintena de colegios religiosos. Y ahí estuvieron las dominicas de Horta, los jesuitas de Caspe, San Gervasi y el Clot; los escolapios de San Antonio; las Vedrunas de Gracia, el Corazón de María de Nou Barris, el Padre Mañanet de Les Corts, los colegios maristas y los de La Salle.
A nadie se le escapa que, sin el adoctrinamiento de estos colegios religiosos, no se habría alcanzado jamás el delirio independentista del que participan casi la mitad de los habitantes de Cataluña. A nadie se le escapa que, sin la inmersión lingüística y sin la imposición del catalán, jamás se habría dado lugar al discurso del odio que anida en una parte de nuestra población. A nadie se les escapa que, sin la tergiversación de la Historia que se enseña en estos centros, jamás habría podido fructificar ese ánimo anti-español que ha hecho mella en una parte de nuestra juventud. Llevan más de 30 años educando de la misma manera. Son varias generaciones las que han pasado por ellos. De profesores y de alumnos. Profesores que ya se han olvidado, incluso, de escribir en castellano. El problema que tendrían si el artículo 155 se aplicase en el mundo de la educación: hallarían serios problemas en encontrar maestros que tan siquiera supiesen hablar con corrección el español.
La Fundación de la Escola Cristiana ha realizado una verdadera labor de ingeniería cultural, pasando de cristianizar alumnos a convertirlos en militantes del secesionismo. Una política siempre arropada por el poder establecido. Ese pacto que se alcanzó en los primeros años del pujolismo: yo os cubro económicamente y respeto vuestras inmensas propiedades a cambio de que contribuyáis a «la construcción del país». Y debe afirmarse que se han aplicado con esmero. Ahí están esos jesuitas del Clot que explicaron a sus párvulos un cuento en el que moría el rey y los policías malos. A niños de 5 años. Desde esa tierna edad inculcados en el odio y en la división entre catalanes buenos y españoles malos. Esa es la escuela cristiana en Cataluña.
Mucho se ha hablado de la parroquia de Vilarodona (Tarragona) donde se contaron votos mientras el cura cantaba el Virolai, revestido con alba y estola. Una parroquia a la que van cuatro gatos, pero que en ese domingo se reunió la mitad del pueblo, amparados por el párroco Francesc Manresa. Pero no se ha hablado mucho de que hubo urnas que se escondieron en templos y locales parroquiales. Eran los sitios de máxima seguridad y fiabilidad para el independentismo. Y uno de los puntos más estratégicos que no podían fallar era Sant Julià de Ramis, donde se había anunciado que votaría Puigdemont. Allí contaron con la complicidad total del párroco, Sebastià Aupí Escarrà, que además es el delegado episcopal de Pastoral de la Salud del Obispado de Gerona. Lógicamente el sacerdote guardó perfectamente el secreto y las urnas salieron de su parroquia el 1 de octubre con destino al colegio electoral donde tenía que votar Puigdemont.
O la iglesia de Sant Pere i Sant Pau de Canet de Mar (diócesis de Gerona), que no sólo guardó las urnas sino que sacó sus bancos a la calle como barricada para evitar la intervención policial, facilitados, con todas las bendiciones, por el párroco Felip Hereu Pla, después de administrar la Eucaristía. O la de Les Planes d'Hostoles o Pineda de Mar (curiosamente también en la diócesis de Gerona), donde se celebraron las votaciones en los locales parroquiales.
Mientras tanto, los obispos han mirado hacia otro lado y cuando ha arreciado la polémica, como en el caso de Vilarodona, ha tenido que salir el arzobispo de Tarragona, Jaume Pujol, a sacar una inane nota pidiendo que no se utilicen los lugares sagrados para cuestiones políticas. Pero ni una medida disciplinaria. Han permitido las esteladas en las torres de las iglesias; carteles de democracia y apoyo al referéndum en los atrios; homilías groseramente independentistas de sus curas; incluso cantos políticos en sus celebraciones.
Por el contrario, al padre Custodio Ballester se le impuso por el cardenal Omella un año sabático y se le cesó como párroco de la iglesia de la Inmaculada Concepción de Hospitalet de Llobregat por participar en una manifestación españolista con el Cristo de la Legión. Él que no había utilizado lugares sagrados para cuestiones políticas, sino que simplemente había acudido a una manifestación, después de haber sufrido una campaña de acoso y derribo iniciada desde el Ayuntamiento de la segunda población catalana por haber dejado participar a la Legión en una procesión de Jueves Santo. La doble vara de medir de la Iglesia en Cataluña.
Oriol Trillas
Publicado originalmente en El Mundo