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Frutos de la gracia del Motu Proprio Summorum Pontificum para la vida monástica y la vida sacerdotal
Conferencia del Reverendísimo Padre Dom Jean Pateau,
Abad de Notre-Dame de Fontgombault
Roma, jueves 14 de septiembre de 2017
En el ámbito delicado de la liturgia, donde las susceptibilidades están a la orden del día, el tema de esta conferencia contiene una ventaja. Desprendida de toda ideología, será resueltamente pragmática. El campesino, cuando siembra una semilla, puede tener una ideología… cuando cosecha, ya no es lo mismo. La ideología en contacto con la realidad, con la naturaleza, ha contribuido al nacimiento de un fruto. Un fruto que puede recolectar: un fruto que puede ser excelente, escaso, o a veces estar ausente.
Hace 10 años, el Papa Benedicto XVI llevó a cabo un proyecto madurado desde los primeros tiempos de su cargo como prefecto de la Congregación para la Doctrina de la Fe: volver a dar un estatuto oficial al Misal de 1962 a través de la promulgación del motu proprio Summorum Pontificum.
Pongámonos humildemente al servicio, no de nuestros propios pensamientos, sino de la Iglesia, y más particularmente de su liturgia, considerando los frutos de este documento para la Iglesia universal.
Primeramente, quisiera evocar la historia litúrgica de la abadía de Fontgombault para situarnos en un lugar. Luego seguirán reflexiones sobre los frutos del documento pontificio según los puntos de vista del rito y de la Iglesia.
Resumen histórico
Dom Jean Roy, abad de Notre-Dame de Fontgombault de 1962 a 1977, acogió de buen grado las pequeñas reformas del Ordo Missae en 1965. Sin embargo, no fue sin algunas aprehensiones, dada la agitación reinante, y que debían culminar en 1969 con la promulgación de un nuevo Ordo Missae, del cual percibió a la vez sus cualidades y límites.
Fiel al principio de no decir nada que no fuera teológicamente cierto, ni hacer nada que no estuviera canónicamente en regla; aún en contra de numerosas y fuertes presiones, el Padre Abad mantuvo el uso del misal tridentino hasta finales del año 1974.
Según el documento de promulgación del nuevo Misal, éste se hacía obligatorio desde que las conferencias episcopales hubieran obtenido la aprobación de la traducción. Fue el caso al final de ese año. El Padre Abad obedeció, no sin reticencias, pero considerando que los monjes no debían ni siquiera dar la impresión de desobediencia. Más tarde dirá que su decisión más bien venía de la prudencia que de la obediencia, pues no estaba seguro de que el nuevo misal fuera obligatorio y que el misal tridentino estuviese legítimamente prohibido. El porvenir mostrará que su duda era justificada.
El Padre Abad recomendó a los sacerdotes de la abadía conservar en la celebración de los santos misterios, las disposiciones de piedad, respeto, y sentido de lo sagrado que había adquirido en la escuela del misal tridentino.
Es en ese clima litúrgico cargado de tensiones, que el Padre Abad acabó su vida durante un Congreso benedictino en Roma en 1977: vida sin duda abreviada, al menos parcialmente, por la lucha que no dejó de llevar adelante por la defensa de la Santa Iglesia y de su Tradición.
Por la carta circular a las conferencias episcopales, Quattuor abhinc annos del 3 de octubre de 1984, la Congregación para el Culto divino se hacía eco del deseo del Soberano Pontífice san Juan Pablo II, de dar satisfacción a los sacerdotes y fieles deseosos de celebrar según el misal romano editado en 1962. A partir de la fiesta de la Anunciación de 1985, los sacerdotes del monasterio, a condición de hacer personalmente la petición al ordinario del lugar, recibieron permiso para celebrar la mitad de las Misas de la semana según este misal.
Una nueva etapa comenzó, luego de las lamentables “ordenaciones de Ecône”, con la creación de la Comisión Pontificia Ecclesia Dei. Aun a precio de negociaciones difíciles a causa de personas influyentes, Dom Antoine Forgeot, sucesor del Padre Abad Jean, obtuvo de la Comisión el rescripto del 22 de febrero de 1989, que autorizaba a retomar de forma habitual el Misal de 1962. Animada por la Comisión, en todo lo que podía implicar un acercamiento con el Misal de 1969, la abadía conservó el nuevo calendario para el santoral, y adoptó algunos nuevos prefacios, una oración universal los domingos… Estos usos irían en el sentido del pensamiento del cardenal Ratzinger.
El 7 de julio de 2007, el motu proprio Summorum Pontificum devolvió su entero derecho de ciudadanía al Misal de 1962. Si para la abadía no fue la ocasión de un reencuentro, ya anticipado desde hacía más de 20 años, aumentó en cambio la devoción filial y la gratitud de los monjes hacia la Madre Iglesia y Benedicto XVI.
Desde esa fecha un centenar de sacerdotes con una media de edad entre 30-40 años, deseosos de aprender a celebrar en la forma extraordinaria, han pasado por la abadía. Enviados por su obispo en vistas a un ministerio específico, o venidos por sí mismos a fin de responder a peticiones de los fieles, o simplemente deseosos de celebrar en privado esta forma venerable para sacar provecho de su espiritualidad, los sacerdotes acaban su estadía con la convicción de haber descubierto un tesoro. Las dificultades que han encontrado se refieren al uso de la lengua latina y a una toma de conciencia de la necesidad de operar una “conversión” en la manera de celebrar, sobre la cual volveremos más tarde.
La mayor parte de ellos continuarán celebrando habitualmente en la forma ordinaria. Otros celebrarán regularmente una o varias Misas en la forma extraordinaria en su parroquia, lo cual está previsto por el motu proprio, y no solamente para algunos fieles relegados a una “pequeña capilla”.
Cómo no ver en ello las primicias de una renovación de la Iglesia orante, el nacimiento de sacerdotes y fieles desacomplejados, bebiendo generosamente en la fuente inagotable de la tradición litúrgica de la Iglesia marcada, al menos para las oraciones del sacerdote llamadas privadas, de espíritu monástico. El Misal de san Pío V es un Misal medieval. Se beneficia del clima de una sociedad donde el monacato ha jugado un rol capital, tanto por Cluny como por Cîteaux. Enriquecido al contacto con la tradición monástica, es la imagen de lo que san Benito pide a sus monjes: “No preferir nada a la obra de Dios” (c. 43)
El hecho de que los sacerdotes redescubran así lo sagrado, y que los fieles se sacien de ello, no puede quedar sin repercusiones sobre la sociedad. Este es ya uno de los primeros frutos del motu proprio.
Una forma vuelta hacia Dios, pero a la medida del hombre
Prosigamos la investigación sobre los elementos propios de la forma extraordinaria que favorecen la toma de conciencia de la presencia de lo sagrado.
El rito
Recogimiento, adoración, silencio
En primer lugar, vienen las disposiciones de recogimiento, de adoración y de silencio religioso. En este sentido, el cardenal Robert Sarah escribe en La Fuerza del Silencio: “¡Apelo a una verdadera conversión! ¡Tendamos de todo corazón a convertirnos en cada una de nuestras celebraciones eucarísticas en “una Hostia pura, una Hostia santa, una Hostia inmaculada”! No tengamos miedo del silencio litúrgico. Cómo quisiera que los pastores y los fieles entraran con gozo en ese silencio lleno de reverencia sagrada y de amor del Dios indecible. Cómo quisiera que las iglesias fueran casas donde reina el gran silencio que anuncia y despierta la presencia adorada de Dios. ¡Cómo quisiera que los cristianos, en la liturgia, pudieran hacer la experiencia de la fuerza del silencio!” (La Fuerza del silencio, Fayard 2016, nº 265, p. 209)
Estas líneas son ilustradas por la recitación silenciosa del canon. Esta es analógicamente a la forma extraordinaria, lo que es el iconostasio para nuestros hermanos orientales: ese lugar, ese momento, es sagrado.
Si los monjes de Fontgombault, después de haber celebrado durante cerca de 10 años con el misal de 1969, han deseado regresar al misal de 1962, es porque este misal les parece estar en particular harmonía con la vida monástica: búsqueda de Dios en el silencio del claustro, comunión profunda en un corazón a corazón, preludio del cara a cara de la eternidad. El carácter más contemplativo de esta forma promueve la dimensión vertical de la liturgia, que es el “camino del alma hacia Dios” (Benedicto XVI). ¡Qué alegría da el redescubrir la liturgia de la octava de Pentecostés!
Repeticiones y sobriedad
En segundo lugar, notemos que el misal de 1962, como los otros ritos anteriores a la reforma litúrgica, no tiene temor de las repeticiones, duplicaciones e insistencias. Se toma su tiempo, puesto que el hombre tiene necesidad de tiempo, y llama así, sin descanso, a un espíritu vagabundo para atraerlo a lo esencial.
El Evangelio nos enseña que la Virgen María meditaba, guardaba fielmente en su corazón (cf. Lc 2, 19; 51) los acontecimientos que marcaron el nacimiento de su Hijo. Lo mismo debe ser para el contemplativo, el monje: non multa sed multum; no la cantidad, sino la calidad.
Amiga de la tradición monástica, Hélène Lubienska de Lenval (1895-1972) encomiaba una pedagogía fundada esencialmente en el silencio y los ritos. Ella escribía: “La liturgia es lenta: le gusta la minuciosidad, las repeticiones y los preparativos interminables. Su ritmo viene de la pedagogía divina, que ha modelado al pueblo elegido por medio de un ritual lento y minucioso. Cuando, bajo la presión de la vida moderna (frenética por estar sometida a la materia), se apresura, pierde su eficacia psicológica y se vuelve algo convencional… La liturgia es operante allí donde guarda su ritmo propio, entre los monjes. La liturgia combate a la vez la pesadez de los músculos y la impaciencia de los nervios; impone al mismo tiempo el movimiento y la lentitud. Y es a través de la lentitud que la liturgia domina el tiempo. Puesto que tiempo y materia son correlativos, no se puede vencer uno sin la otra. El hombre moderno va en sentido inverso y trata de desbaratar el tiempo por medio de la rapidez. ¡Ay! Lejos de dominar la materia, se hunde en ella.” (Hélène Lubienska, El entrenamiento en la atención)
Agreguemos una reflexión a propósito del leccionario del misal de 1962, juzgado como pobre. El enriquecimiento abundante de la lectura de la Sagrada Escritura provocado por la reforma litúrgica, la extensión de ciertas perícopas, ¿no dificultarán la contemplación? Ciertamente quizá, los laicos que tienen cada vez menos tiempo para consagrarlo a la lectio divina, e incluso los sacerdotes seculares, agobiados por el ministerio, sacarán provecho de ello. En cambio, para los monjes, la abundancia y la variedad de las lecturas en la Misa, si bien gustadas por algunos y ciertamente no sin valor, parecen más bien en general como excesivas. Además, tal aumento, va en desmedro de la repetición de perícopas releídas, rumiadas, conocidas de memoria, y nunca agotadas. La multiplicación de prefacios podría suscitar la misma reflexión. El cardenal Ratzinger ha evocado sabiamente “algunos nuevos prefacios… un Leccionario ampliado -una mayor variedad que antes, pero no demasiado-” (Carta al Profesor Barth del 23 de junio de 2003), propuestas que podrían ser adoptadas en la forma extraordinaria: non multa sed multum. La sobriedad invita a la contemplación.
El ofertorio
Entre las riquezas del misal de 1962, muchos subrayan la profundidad de las oraciones del ofertorio: “Se trata, afirma el cardenal Robert Sarah, de ese momento en que, como su nombre lo indica, todo el pueblo cristiano se ofrece, no junto a Cristo, sino en Él, por su sacrificio que se realizará en la consagración” (ibid. P. 210).
Suscipe sancte Pater… quam ego indignus famulus tuus… In spiritu humilitatis et animo contrito… La grandeza del misterio, de lo sagrado, y la humilde condición del servidor que el Señor desea usar como instrumento, se entremezclan. Y será así hasta el Placeat final: sacrificium qud oculis tuae majestatis indignus obtulit
Los gestos
Cuando venimos de subrayar el aspecto contemplativo de la forma extraordinaria, puede parecer paradójico detenerse ahora en el lugar que ocupa el cuerpo, requerido para tantos gestos: genuflexiones, inclinaciones, signos de la Cruz. ¡La liturgia es una acción!
Notemos que la jornada monástica asocia también ampliamente el cuerpo a la oración, en una liturgia que se extiende desde la mañana hasta la tarde.
El mundo, siendo tan activo como es, ha desarrollado un desprecio del gesto, acentuado por los medios modernos de comunicación. De forma paradojal, aunque el hombre moderno es más activo, posee menos gestos. La reforma litúrgica había como anticipado este fenómeno de la sociedad. A la inversa, cómo no resaltar la importancia que el Señor concede a los gestos tanto en sus milagros como en sus relaciones con los demás (“¿Quién me ha tocado?” dice dirigiéndose a la mujer enferma de un flujo de sangre (Lc 8, 45)). La fe del sacerdote y la de los fieles, se acrecienta con la presencia de signos sensibles, siendo por ellos estimulada, volviéndola más atenta y presente, cuando son manifestación en la verdad de lo que significan. (cf. Santo Tomás de Aquino, Summa Theologica, IIIª Q. 85, a. 3).
A partir de la consagración, los gestos, realizados en torno a las especies del pan y del vino imprimen hasta en el cuerpo, el recuerdo constante de la realidad del Calvario representado y realmente presente. A condición de dar a cada uno de ellos, sin afectación, el peso del sentido espiritual que conviene, el cuerpo se asocia de manera intensa al espíritu y al alma encarnando la palabra, manifestando la humildad de aquel que está de cara al misterio del Dios presente. El temor reverencial se instala entonces en el corazón, ofreciendo al hombre su justo lugar. La Misa no es sólo una cena, es también un sacrificio.
Realizados de forma negligente, esos mismos gestos acusarán sin piedad al ministro.
A través de la celebración de la forma extraordinaria, los sacerdotes redescubren la importancia del ars celebrandi y sabrán sacar provecho de ello para una mejor celebración en una u otra forma. Este camino va a la par con una mayor fidelidad al misal. “La aparente escrupulosidad requerida por el rito… no hunde al celebrante en una vía estrecha, sino al contrario, el sacerdote se encuentra en un marco fijo que no deja lugar a las iniciativas personales y que le da entonces una gran libertad de espíritu para estar atento al gran misterio que se realiza en el altar y del cual él es el ministro y el servidor.” (Dom Antoine Forgeot, Prefacio al fascículo Aprender la celebración de la Misa rezada según el Misal de 1962, por el P. Pierre-Emmanuel Desaint). De hecho, la forma extraordinaria es más larga, más exigente de aprender, pero ya aprendida, libera al celebrante. Paradójicamente, la forma ordinaria, al dejar lugar a mayor “libertad”, podría conducir a una cierta sobrecarga litúrgica, que dificultará el encuentro con el Misterio en su despojamiento.
San Juan Pablo II escribía: “La santa Liturgia expresa y celebra la fe única profesada por todos y, al ser la herencia de toda la Iglesia, no puede ser determinada por las Iglesias locales aisladamente, sin referencia a la Iglesia universal.” (Ecclesia de Eucharistia, nº 51) A fortiori, la liturgia no es la propiedad del sacerdote o de un equipo litúrgico. El rito litúrgico debe ser siempre recibido humildemente. Para comprenderlo se necesita la conversión evocada al comienzo, que al principio puede desanimar. Hay que dar un paso en la fe, también en la confianza en la pedagogía de la Iglesia, que sabe cómo conducir al hombre hacia el misterio.
Para el monje sacerdote, la riqueza de los ritos del misal tridentino es inagotable. Ya es difícil expresar brevemente lo que se experimenta día tras día a lo largo de la vida en la intimidad que procura al monje sacerdote la Misa, sea cual sea el rito; pero no es menos difícil intentar poner a la luz lo que aporta en este ámbito, un rito sabiamente codificado a partir de una tradición de más de diez siglos y que ha formado a tantos santos.
Desde el primer instante, las oraciones al pie del altar invitan a dejar la entrada del templo: lo profano para acercarse al lugar santo, el altar de Dios: Introibo ad altare Dei. El sacerdote está llamado a hacer suya la angustia del huerto de los olivos: Judica me, Deus, et discerne causam mean de gente non sancta… tristis est anima mea… Esto ocurre a la vez en el alma del Salvador y en las de todos los pecadores, que se compadecen de su miseria y la presentan a la Sangre redentora. Sería necesario seguir los ritos paso a paso, como numerosos comentadores lo han hecho, en particular en la Baja Edad Media; estos han sido desacreditados luego por sabios liturgistas que, aun analizando las causas históricas de los ritos, olvidaban que el Espíritu Santo trabaja a través de las causas segundas y puede hacer adoptar ciertos gestos o fórmulas por razones humanamente explicables ciertamente, pero dándoles una significación y consecuencias espirituales mucho más profundas que la razón inmediata no puede siquiera adivinar.
Desde este punto de vista, el redescubrimiento del misal de 1962 ha sido vivido por los monjes de Fontgombault como un enriquecimiento. Cuántas invitaciones para el monje que no tiene otra cosa que hacer, que dejarse tomar por el misterio y pasar allí su tiempo…
Permitidme una reflexión en vistas a un examen de conciencia. El argumento que permite establecer que el misal de 1962 no podía ser abrogado*, es la naturaleza de la reforma que modificó profundamente ese misal, y a cambio, le dio el derecho de subsistir en cuanto tal. ¿Por qué tantas riquezas dejadas de lado?, se pregunta uno hoy en día. La verdadera pregunta sería más bien: ¿Por qué tantos sacerdotes que en esa época celebraban según el misal de 1962 no tuvieron conciencia de estar rebajando la herencia litúrgica de la Iglesia? ¿Celebrar un rito no bastaba? ¿Es que no encontraban ellos, suficientemente el misterio?
* En la carta que acompaña el motu proprio, dirigido a los obispos, el Papa Benedicto XVI ha escrito: “La historia de la liturgia está hecha de crecimiento y de progreso, nunca de ruptura. Lo que era sagrado para las generaciones precedentes, permanece grande y sagrado también para nosotros, y no puede encontrarse de improviso totalmente prohibido, o ser considerado como nefasto. Es bueno para todos nosotros que conservemos las riquezas que han crecido en la fe y en la oración de la Iglesia, y de darles su justo lugar”
Por el motu proprio Summorum Pontificum, Benedicto XVI invita a corregir dos errores litúrgicos: el racionalismo que insensibiliza y el formalismo rubricista.
Recordemos el artículo 1º del motu proprio, el cual afirma que “las dos expresiones de la lex orandi de la Iglesia no introducen ninguna división en la lex credendi de la Iglesia.” De hecho, la Iglesia cree según lo que reza. La unidad del rito que se expresa bajo dos formas participa de la unidad de la fe. Cada forma a su vez tiene el deber de expresar lo mejor posible la unidad del rito, y así, de participar de la única fe. Si el concilio Vaticano II ha promovido una apertura de la Iglesia al mundo, los últimos Papas han recodado también que esta apertura no podía hacerse en desmedro de la confesión integral del misterio de Dios y de Jesucristo, con el riesgo de convertir a la Iglesia en una simple ONG. (cf. 1ª homilía del Papa Francisco, 14 de marzo de 2013)
La Misa rezada
Un último punto merece ser abordado, que concierne al uso de la concelebración. La Constitución Sacrosanctum Concilium (nº 57 y 58), después de haber recordado que la concelebración manifiesta propiciamente la unidad del sacerdocio, ha extendido su uso, aunque con límites precisos y relativamente estrechos (nº 57). El texto ha sido comprendido en los medios monásticos como una invitación a la concelebración cotidiana.
Este uso, casi generalizado hoy en día, ha simplificado y concentrado el trabajo de los sacristanes. También ha descongestionado el empleo del tiempo matinal de los monjes. Aun así, cabe preguntarse si no sufrirían a cambio, un detrimento en su piedad litúrgica.
Tener cada mañana en las manos la Hostia santa e inmaculada, el cáliz precioso de la Sangre del Señor, mantener en la acción de la Misa, el diálogo con el Padre eterno, o participar en una concelebración en medio de sus hermanos, no son de hecho lo mismo. En el caso de una comunidad numerosa, el monje sacerdote puede esperar presidir la Misa conventual a lo sumo una decena de veces al año.
Por el contrario, al término de los largos oficios de Maitines y Laudes, la celebración cotidiana de las Misas rezadas por cada uno de los sacerdotes acaba la oración matinal como su conclusión natural, y abre a la comunión sacramental y a los santos misterios que alimentan a la Iglesia. Es a esta comunión, ahora de modo espiritual, que la asistencia a la Misa conventual en la mañana convoca a los monjes.
En ese sentido el motu proprio favorece la piedad litúrgica por un regreso a las Misas rezadas. Sin embargo, parece que ha sido poco recibido en los medios monásticos.
Como conclusión de esta primera indagación, la forma extraordinaria aparece como un volverse hacia Dios, pero solicitando a la vez al hombre en la grandeza y la debilidad de su humanidad.
Fruto eclesial: la Paz
Ha llegado ahora el momento de abordar el fruto eclesial del motu proprio Summorum Pontificum. Éste es y seguirá siendo para la Iglesia, un factor de paz.
¡No es acaso inquietante que sacerdotes y fieles se acostumbren a las discordias en la celebración de la Eucaristía, el sacramento del amor! El cardenal Robert Sarah afirmaba en una entrevista en 2016: “Sin un espíritu contemplativo, la liturgia seguirá siendo una ocasión de un desgarramiento odioso y de enfrentamientos ideológicos… cuando debería ser el lugar de nuestra unidad y de nuestra comunión en el Señor…” (Entrevista a La Nef, octubre de 2016)
El motu proprio del Papa Benedicto invita a pastores, sacerdotes y fieles a comprenderse, a escucharse, a respetarse. Tal es el rol del pastor supremo que ama a todas sus ovejas, que las guía, les enseña, las socorre.
El Papa Juan Pablo II, por la carta circular Quattuor abhinc annos tenía en cuenta la “preocupación del Padre común por todos sus hijos”. El Papa polaco debía manifestar nuevamente sus sentimientos por el motu proprio Ecclesia Dei del 2 de julio de 1988. Solo las dos primeras palabras del documento han sido retenidas como título, ¡lo cual es una lástima! La tercera palabra es afflicta. La Comisión del mismo nombre no nació en los fastos de una Iglesia triunfante, sino más bien sobre la cruz de una división entre hermanos. Notemos que los dos primeros números de este texto mencionan la tristeza: tristeza de la Iglesia que ve alejarse de la plena comunión a algunos de sus hijos, tristeza “particularmente sentida por el sucesor de Pedro, a quien corresponde primeramente velar por la unidad de la Iglesia”.
En el número 5, Juan Pablo II dirige a los pastores y a los fieles una llamada a fin de que tengan conciencia “de la legitimidad, pero también de la riqueza que representa para la Iglesia la diversidad de carismas y de tradiciones de espiritualidad y de apostolado”. A todos los fieles católicos que se sienten unidos a ciertas formas litúrgicas y disciplinares anteriores de la tradición latina, el Papa manifiesta además su voluntad, a la cual deben asociarse los obispos y todos los que tienen un ministerio pastoral en la Iglesia, de facilitar la comunión eclesial gracias a la adopción de medidas necesarias para garantizar el respeto de sus aspiraciones.
Benedicto XVI, en la carta a los obispos que acompaña al motu proprio Summorum Pontificum, expresa sentimientos similares: “confianza” y “esperanza”, aun reconociendo que los ecos al anuncio de la aparición del documento irían desde “la aceptación gozosa, a una dura oposición”. En términos paternales respecto a los pastores de las diócesis, el Papa busca erradicar sus temores: temor de disminuir la autoridad del Concilio Vaticano II y de poner en duda su reforma litúrgica; temor de fracturas en las comunidades parroquiales. También quiere curar las heridas: heridas legítimas de fieles ante las “deformaciones al límite de lo soportable” de la liturgia, heridas de persecuciones injustas contra sacerdotes fieles, heridas también por propósitos lamentables que han venido de unos o de otros. Serían necesarias muchas peticiones de perdón justificadas que debieran intercambiarse en torno a este tema, sin hablar de exámenes de conciencia siempre actuales.
Benedicto XVI ha querido hacer obra de pacificador. La ideología en materia litúrgica ha conducido a la división, a la tristeza y al pesimismo. Benedicto XVI acelera con el motu proprio, un proceso hacia un tiempo de paz litúrgica. En los lugares donde éste ha sido acogido generosamente por los pastores y los fieles, la comunión renace.
Conclusión
Al término de estas líneas, dos expresiones vienen al espíritu: acción de gracias y esperanza.
Acción de gracias, porque la iniciativa de Benedicto XVI pacifica la cuestión litúrgica en el corazón de los pastores, sacerdotes y fieles, abriendo el camino a una nueva evangelización a partir de la liturgia en toda su riqueza.
Esperanza, porque no parece posible resolverse a aceptar definitivamente una división y una tensión en el único rito romano entre dos formas; entre la adoración del Cuerpo y la Sangre de Cristo realmente presente en el altar y el servicio de la asamblea. (cf. Carta ya mencionada al Profesor Barth).
Esta tensión -que se da ahora entre las dos formas- no es nueva en la historia de la Iglesia, y nos llama a una superación.
El Evangelio nos cuenta la pregunta de un doctor que quiere poner a prueba al Señor (Mt 22, 36-40; Mc 12, 28-34): “Maestro, ¿cuál es el mandamiento más grande de la Ley? Jesús le dijo: Amarás al Señor tu Dios con todo tu corazón, con toda tu alma y con todo tu espíritu: este es el mayor y el primer mandamiento. El segundo es semejante: amarás a tu prójimo como a ti mismo” (Mt 22, 36-39).
El movimiento litúrgico ha procurado la participación activa de todos en el sacrificio eucarístico. Esta meta laudable, ¿no se ha convertido, puesto que se lo ha comprendido mal, en el mismo fin de la celebración? La exhortación apostólica postsinodal Sacramentum Caritatis recordaba: “Conviene… decir claramente que, por esta expresión (actuosa participatio), no queremos hacer referencia a una simple actitud exterior durante la celebración. En realidad, la participación activa deseada por el concilio debe ser comprendida en términos más sustanciales, a partir de una mayor conciencia del misterio que es celebrado y de su relación con la existencia cotidiana” (nº 52).
Hoy el motu proprio responde al deseo del corazón inquieto de numerosos sacerdotes. Si se reconocen como servidores de la parte del rebaño que les ha sido confiada, ellos son también y primeramente los amigos de Dios, y tienen necesidad de encontrarse con Él, de alimentarse de Él a través de la celebración de la liturgia.
Trabajar en volver a centrar esta celebración en el misterio, conservando los avances de la reforma, aparece entonces como un apoyo a la vida espiritual de los sacerdotes, como la acogida también de un sensus fidelium al cual el Papa Francisco invita con tanta frecuencia a estar atentos, y finalmente, como un desafío para la Iglesia.
Reintroducir ad libitum algunos gestos tales como los signos de la cruz, las genuflexiones, las inclinaciones, permitir la oración del ofertorio de la forma extraordinaria, así como la posibilidad de recitar el canon en silencio, serían pasos simples para dar en la forma ordinaria.
Benedicto XVI abría un camino en ese sentido al escribir a los obispos: “En la celebración de la Misa según el misal de Pablo VI, podría ser manifestada de forma más fuerte que como se ha hecho con frecuencia hasta ahora, esa sacralidad que atrae a numerosas personas hacia el rito antiguo”.
Recientemente un misionero en un país asiático escribía a propósito de los cristianos que le habían pedido la celebración de la Misa en forma extraordinaria: “Ellos desean a la vez celebrar a Dios por un rito cuidado, y unirse, a través de esta forma litúrgica que ha alimentado a tantos santos, a una Iglesia universal cuya historia es larga y exuberante, de muchos siglos anteriores a su llegada reciente al país”. No digamos nada del misionero, para quien la celebración, aun en latín, es más confortable que en el idioma del país.
¿No es acaso reconfortante encontrar en Asia los mismos sentimientos que entre los sacerdotes que han venido a aprender la forma extraordinaria en Fontgombault? Este tesoro, esta historia larga y rica que ellos encuentran, es la universalidad de la Iglesia que, presente en una civilización, en un tiempo y en un lugar, domina las civilizaciones, los tiempos y los lugares.
Esta Iglesia que es, según la enseñanza de Lumen Gentium, Misterio y Sacramento, quiere que esa riqueza y al mismo tiempo ese impulso de su ser, se reflejen en su liturgia en dos ethos celebratorios, el mistérico y el social (cf. François Cassingena-Trévedy, Te igitur), la forma extraordinaria y la forma ordinaria. No puede decidirse a dejarlas oponerse. Así, el más hermoso fruto del motu proprio está todavía por venir. Este nacerá de un rechazo a un “misal de antes” y un “misal de después”. La existencia de dos formas del rito romano, de ningún modo prevista por los Padres conciliares, apela a una convergencia, un enriquecimiento mutuo deseado por el Papa Benedicto por el bien de la Iglesia y de su liturgia y que responde a las mismas palabras del Hijo: “¡Que todos sean uno!” (Jn 17,11). Entonces todos podrán hacer suyas las palabras pronunciadas por el Papa Benedicto en la abadía de Heiligenkreuz: “Yo os pido: ¡celebrad la sagrada liturgia teniendo la mirada vuelta hacia Dios en la comunión de los santos, de la Iglesia viva de todas partes y de todos los tiempos, a fin de que se convierta en la expresión de la belleza y de la sublimidad de ese Dios amigo de los hombres!” (Benedicto XVI, discurso del 9 de septiembre de 2007 en la abadía de Heiligenkreuz).
Dom Jean Petau, abad de Notre-Dame de Fontgombault