En El Mercurio, diario de Santiago de Chile, en la sección Opinión-Cartas, se publicó el 8 de agosto de 2017, una carta del cardenal chileno Jorge Medina Estévez, uno de los colaboradores principales del Catecismo de la Iglesia Católica. En ella, con ocasión del proyecto de ley en trámite sobre el aborto, hace importantes declaraciones sobre la responsabilidad moral de los políticos que se dicen cristianos, pero que votan favorablemente la «despenalización» del aborto en ciertos supuestos.
Señor Director:
Hace poco, una persona que tiene altas responsabilidades políticas, ha recibido merecidos elogios por haber mantenido, sin transacciones, una postura firme ante un caso de violencia intrafamiliar. Felicitaciones plenamente justificadas, pues los principios morales valen tanto para las actuaciones públicas como en el campo de la vida privada.
Sin embargo, como se ha podido comprobar, por informaciones de prensa que no han sido desmentidas, esa misma persona, y no solo ella, ha favorecido con su voto el proyecto de ley que legaliza el aborto. Digo «legaliza», porque hablar de «despenalización» es un eufemismo para disfrazar, con el aval del Estado, la cruda realidad que es la autorización que se otorga, conculcando el más fundamental de los derechos humanos, para quitar la vida a un ser humano inocente; es decir, para asesinarlo, usando la clara terminología del Papa Francisco.
Recuerdo que cuando, en los ya lejanos tiempos en que yo era estudiante en la Facultad de Ciencias Jurídicas y Sociales de la Pontificia Universidad Católica de Chile, le oí repetir insistentemente a mi egregio profesor de Derecho Civil don Víctor Delpiano un aforismo jurídico al que él atribuía muchísima importancia: «las cosas son las que son, y no lo que se dice que son». El proyecto de ley, aún en trámite, es un caso en el que bajo el eufemismo de «despenalización», se oculta la atroz realidad de la legalización del asesinato de un inocente. Usar y abusar de ese eufemismo es, simplemente, «dorar la píldora», o tratar de «hacernos comulgar con ruedas de carreta», o «pasar gato por liebre», como enseña la sabiduría popular plasmada en los dichos y refranes que escuchamos de nuestros mayores; o sea, esquivar mañosamente la realidad, esa verdad que «aunque severa, es amiga verdadera».
Quienes se hacen cómplices de tal atrocidad no deben recibir el voto de ningún cristiano, voto que los pueda conducir al desempeño de cargos públicos, a menos que con anterioridad a las elecciones, hayan manifestado públicamente su arrepentimiento. Y digo «públicamente» porque los hechos que son de dominio público deben repararse también públicamente, y no solo como a escondidas y cobardemente en forma privada u oculta.
Esas personas, si dicen ser católicas, puesto que han cometido públicamente un grave pecado, no están en condiciones de poder recibir los sacramentos de la Iglesia, a no ser que se hayan arrepentido y hayan manifestado también públicamente su arrepentimiento, como se desprende del canon 915 del Código de Derecho Canónico. Y si, diciéndose cristianas o católicas, fallecen sin antes haber dado claras muestras de arrepentimiento, condición necesaria e indispensable para su salvación eterna, no es coherente que se solicite para sus restos mortales, ni se les conceda, un funeral según los ritos litúrgicos de la Iglesia Católica. Esta no es una opinión personal mía, sino lo que establecen los cánones nn. 1184, nº 1 y 3, y 1185 del referido Código.
También aquí se aplica la lógica de la coherencia, ya que los funerales de la Iglesia Católica no son actos folclóricos, ni simplemente signos de convencionalismos sociales o de respetables sentimientos personales, sino expresiones de la fe cristiana traducida en la vivencia concreta y en la comunión eclesial visible con la Iglesia y con sus legítimos pastores.
Jorge Medina Estévez, cardenal