Estamos embaucados por una serie de ideologías que manifiestan un sentimiento prepotente en el que se afirma que el pecado es una palabra ancestral y pasada de moda. Ya el filósofo Russell decía que el pecado es una palabra que debería borrarse del diccionario. Además se pretende demostrar esta ausencia del pecado de una forma malversada y maliciosa cuando por otra parte, cada día, se propugna un «justicialismo» matizado, hasta el extremo, ante los desmanes que vienen propiciados por la falta de sentido ético o moral de la vida tanto personal como social.
Se pretende poner una barrera para detener los desvíos que llegan hasta situaciones insospechadas y no se logra porque hay gran falta de claridad de mente y desviación del corazón. La Palabra de Dios nos habla con mucha franqueza: «Si decimos que no tenemos pecado nos engañamos a nosotros mismos y la verdad no está en nosotros. Si confesamos nuestros pecados, fiel y justo es Dios para perdonarnos y limpiarnos de toda iniquidad» (1Jn 1,8). Si alguien tiene sano el «olfato del alma», sentirá cómo huelen mal los pecados y así lo viven aquellos que han seguido al buen olor que proporciona el seguimiento a Jesucristo.
La Iglesia que es Madre y Maestra nos acompaña permanentemente cuando reflexiona sobre el mal y nos advierte: «La figura de este mundo está afeada por el pecado» (Concilio Vaticano II, G.S. 49). No obstante como nos recuerda San Pablo: «Donde abundó el pecado, sobreabundó la gracia» (Rom 5, 20). Pero para hacer su obra, nos recuerda el Catecismo de la Iglesia Católica, la gracia debe descubrir el pecado para convertir nuestro corazón y conferirnos «la justicia para la vida eterna por Jesucristo nuestro Señor» (Rom 5,20-21). Como un médico que descubre la herida antes de curarla, Dios, mediante su palabra y su espíritu, proyecta una luz viva sobre el pecado y nos ofrece la medicina de la misericordia.
Ya San Agustín advertía y afirmaba con mucha finura espiritual y apoyándose en su experiencia personal: «No tengáis en poco esas faltas a las que ya quizás os habéis acostumbrado. La costumbre lleva a que no se aprecie la gravedad del pecado. Lo que se endurece pierde la sensibilidad. Lo que se halla en estado de putrefacción no duele, no porque esté sano, sino porque está muerto. Si al pincharnos en algún sitio nos duele, es que esa parte está sana y ofrece posibilidad de curación. Si no nos duele es que ya está muerto: hay que amputarla» (Sermón 17). Muchas veces se oye decir que el pecado ya ha pasado de moda y que hoy el progreso ha eliminado tal concepto. Y yo me pregunto: ¿Es progreso el alto porcenteaje de corrupción moral que existe? ¿Es progreso eliminar la vida en el seno de la madre? ¿Es progreso vivir a espaldas de los mandamientos de la ley de Dios? ¿Es progreso considerar que uno es dueño de su vida y pueda hacer lo que le venga en gana? ¿Es progreso la violencia en sus varios y diversos matices?
Fue el Papa Pío XII quien afirmó: «Quizás el mayor pecado del mundo de hoy consista en el hecho de que los hombres han comenzado a perder el sentido del pecado» (Radiomensaje al VIII Congreso Catequético de los EE.UU., 26 de octubre de 1946). La insensibilidad ante tal forma de vivir y pensar provoca mayores males. No nos engañemos queriendo manejar la vida según nuestros criterios. El pecado, sigue afirmando el Catecismo, es una falta contra la razón, la verdad, la conciencia recta; es faltar al amor verdadero para con Dios y para con el prójimo, a causa de un apego perverso a ciertos bienes. Hiere la naturaleza del hombre y atenta contra la solidaridad humana. Por lo tanto el pecado va contra el humanismo auténtico y se convierte en un antihumanismo. El pecado existe y sólo viene vencido por el amor misericordioso de Dios, basta que uno se deje curar.
+ Francisco Pérez González, Arzobispo de Pamplona y Obispo de Tudela