Nos tienen secuestrados los termómetros y los informativos del tiempo con este frío que nos hiela en estos días. Se han recrudecido algunas epidemias de gripes y catarros propios de estación, y andamos –quien más y quien menos– con el pañuelo en la nariz y la bufanda en la garganta. Es normal en estas calendas del invierno concluyendo ya el primer mes del año. Nada de especial y que no sepamos.
De modo que el imparable caminar del calendario nos impone su marcha que no sabe de pausa. Aunque los días se empiezan a alargar con el tiempo calmo de estas fechas, y parece que poco a poco se nos cuela antes la luz cada mañana al despertar, y que resulta cada vez más remolona al decirnos adiós al atardecer, tiene algo este tramo del año que nos hace inevitablemente nostálgicos detrás de esa bufanda protectora, con nuestro sufrido pañuelo nasal, y con la tiritera que nos encoje cuando vamos de acá para allá.
Resulta que no estamos todavía ante la explosión vivaracha de una primavera en frescor que a su tiempo vendrá, ni ante el apacible estío que llena de sosiego jornadas largas de tiempo amable, y tampoco estamos ante ese otoño discreto que nos introduce en la serena paz de caminos como alfombras de hojas caídas. Por eso puede parecer difícil este tiempo en el que el frío por fuera parece que nos atenta por dentro, y nos deja demasiado desnudos ante una intemperie desnuda también. Efectivamente, el paisaje invernal pone esta nota de austeridad que puede sumirnos en una cierta soledad que nos aísla, como si no hubiera otro problema que el frío que pasamos y la tos que no nos deja.
No obstante estamos ante una apariencia. Acaso no siempre nos apercibimos de ella, pero podemos decir que sin embargo, en el invierno la vida también crece. No tiene la apariencia vistosa y colorida de otras estaciones del año, pero hace su papel asignado y trabaja calladamente para que luego lleguen los frutos sabrosos, y rompan las flores con su aroma, y el agua salte cantarina por torrentes y valles bañando de esperanza y música todo lo que ella va encontrando.
Viene entonces la pregunta: ¿sirve para algo el invierno? Y sólo podemos acercar esta respuesta: que nuestra vida tiene momentos de invierno que no son inútiles, ni sin sentido, sino que encierran un profundo significado. Hay que saber vivirlos con la sencillez y sabiduría de quien también aquí se atreve a entender el mensaje de Dios. Porque no es el momento de la flor ni del fruto, sino el tiempo de la raíz. Y las raíces no trabajan en el escaparate, sino en la más noble trastienda, la que está en el hondón de la vida, para que luego se pueda presentar y exhibir lo que callandito se ha ido preparando.
Como decía el gran poeta Rainer María Rilke: «Dios nos espera siempre donde están las raíces». Estamos también nosotros preparando el fruto de la primavera que deseamos para todos. El Señor que es quien ha sembrado su Gracia en el surco de nuestra vida y de nuestra Diócesis, es también Él quien la riega y abona, y será Él quien hará brotar una novedad que llene de luz y de fecunda bondad nuestros caminos.
Tiempo de invierno, tiempo de raíces, para crecer interiormente, poniendo así los peldaños por los que podremos subir al altozano desde donde se ven las cosas con los ojos de Dios. La Iglesia no tiene un balcón mejor. Ni hay otra atalaya donde poder asomarse para ver las cosas, todas las cosas, de otra manera. Bendito hermano invierno que así nos invita a algo más bello y más grande que mirar el termómetro y embozarnos con la bufanda. Dios nos espera en las raíces.
+ Fr. Jesús Sanz Montes, ofm
Arzobispo de Oviedo