En un artículo anterior (Religión y cultura: una cuestión urgente) rozaba un tema por el que pasé de largo y que merece nuestra atención. La merece porque, igual que la relación religión-cultura, hay aquí, además de un interés teórico o académico, una cuestión acuciante que afecta a nuestra convivencia y, por tanto, a nuestra vida. Dicha cuestión es la relación –problemática, polémica, pero inevitable– entre democracia y valores morales.
La democracia, que hoy parece un sistema irrenunciable para cualquier comunidad civilizada (no siempre fue así, sólo a partir del final de la II Guerra Mundial y del orden internacional establecido por los aliados) va unida, por su misma mecánica (partidos, elecciones, separación de poderes) al concepto de pluralismo. No hay democracia, en el sentido de la tradición liberal de este sistema, sin pluralismo. En nuestra Constitución, por ejemplo, se reconoce como uno de los «valores superiores» en los que fundamenta, el «pluralismo político» (artículo 1.1.).
Ahora bien, el pluralismo entra en colisión con la realidad moral. «El concepto moderno de democracia –ha escrito Josep Ratzinger– parece estar indisolublemente unido con el relativismo, que se presenta como la verdadera garantía de la libertad». Lo que conduce a que «el nihilismo moral es el fundamento de la democracia, que no puede admitir valor alguno sin introducir furtivamente un dogmatismo extraño a su naturaleza» (José Luis del Barco).
La cuestión es ésta: ¿cómo aceptar un pluralismo, que parece irrenunciable, sin caer en el relativismo? Si hay una pluralidad de opciones morales, políticas, personales, si todas son válidas para quienes las sustentan, ¿cómo sostener la idea de una verdad común y objetiva, que sea algo más que una opinión? Y en esta concatenación de ideas, se hace necesario dar un paso más: si no existe una verdad objetiva y única, ¿existe realmente esa entelequia llamada verdad? Esto es, desde el relativismo se toma una pendiente que conduce inevitablemente al nihilismo. Es evidente que si hay una pluralidad de verdades (necesariamente no coindidentes o contradictorias entre sí) no hay ninguna que sea la Verdad con mayúsculas.
Estamos llegando ( hemos llegado ya en las sociedades desarrolladas) a lo que Rorty postula como la «utopía banal» (expresión que da título a una obra del citado profesor de la Universidad de Málaga José Luis del Barco), o a lo que han descrito los teóricos de la postmodernidad: el pensamiento débil (Vattimo), que también podría ser la moral débil, la religión débil, la política débil. Si no hay verdad absoluta, si de la pluralidad pasamos a la inexistencia, el criterio de veracidad único que queda es la opinión de la mayoría; una opinión que, por otro lado, puede ser cambiante y manipulable, una opinión que puede ser errónea, mediatizada, interesada, pero... ¿hay otro criterio posible?
El cardenal Rouco Valera (La cuestión de los fundamentos pre-políticos del estado democrático de derecho: su actualidad, 2016) basándose en juristas alemanes como Böckenförde, ha observado agudamente como la democracia se basa en unos fundamentos morales que no derivan de ella misma, que son anteriores. «El Estado libre, secularizado -escribe Böckenförde- vive de presupuestos que él mismo no puede garantizar». Recuerda Rouco como, después de la gran conmoción que supuso la II Guerra Mundial, juristas y políticos plantean la necesidad de un «retorno al Derecho Natural» (Heinrich Rommen, en 1936, habla de «el eterno retorno del derecho natural») que sostenga una serie de valores incuestionables. El formalismo democrático (Hitler llega al poder en elecciones libres) combinado con un vacío de valores (deificación del poder, olvido de la igualdad y la dignidad) ha producido una combinación letal.
También hoy vivimos una época de grandes conmociones. Hoy mismo, mientras escribo, en el segundo día de 2017, nos llega la noticia de atentados en Estambul y Bagdad, cada uno con más de 30 muertos y un gran número de heridos, que tienen su origen en valores religiosos; que, de alguna manera, responden al antiguo concepto de guerra de religión. Nuestra democracia laica, pluralista, neutra en el sentido moral, situada de espaldas a cualquier valor absoluto que no sea un libertad entendida en un sentido ilimitado y voluntarista, ¿está preparada para estos conflictos en los que se juega su supervivencia? ¿No se hace necesaria, como en los años 40, una vuelta al Derecho Natural? Esta "utopía banal" aligerada de valores absolutos, alérgica a cualquier dogmatismo, ¿está armada intelectual y moralmente para el combate?
Se repite la historia. La democracia, en el uso del pluralismo, se aleja de los valores, termina colocándose en una situación de debilidad e inoperancia, porque no es autosuficiente. Necesita trascender más arriba o más abajo -es lo mismo. En su estrecho círculo axiológico no hay sustancia suficiente para nutrirse. Hablamos de valores morales, políticos, estéticos, familiares, pero, en última instancia, religiosos en su raíz; y, más concretamente, cristianos.
A pesar de todo su pluralismo, laicismo, neutralismo moral, las democracias occidentales, tras cada crisis, tras cada incertidumbre, cuando en los momentos de asfixia busquen sus «fundamentos pre-políticos», se darán de bruces con la imagen nunca borrada de la Cruz.
Tomás Salas