En los países de tradición cristiana la Navidad siempre ha tenido algo de bucólico y enternecedor. Es cierto que el Dios encarnado en un infante (niño que no puede hablar) deja desconcertado al espectador y acerca con ternura al misterio que tiene lugar: el amor entrañable de un Dios que se acerca a la humanidad para redimirla.
Con todo, el cuadro quedaría manco si no se enmarcara de modo más amplio. Me explico. Ya los compases hacia el nacimiento implican un fatigoso traslado para obedecer las órdenes de los poderosos de este mundo, el Edicto del emperador César Augusto para censarse en la ciudad de origen. En el colmo de los colmos el Rey que nace, de la casa de David, no tiene lugar en Belén, cuna de su realeza, donde debe censarse, es decir, ponerse a la cola contabilizadora de la humanidad. Por si fuera poco, pasados unos días, la Sagrada Familia, desterrándose a Egipto, tendrá que huir del sátrapa que amenaza la vida del recién nacido.
Inmigraciones fatigosas, carencia de techo, destierros y huidas por las amenazas de muerte propias de la guerra sufren hoy también otros «Cristos», hermanos nuestros. Nuestra oración y ayuda siempre será poca en comparación con sus sufrimientos y nuestras comodidades y sobreabundancia materiales. Es el Niño quien debe conmovernos; no se trata en estos días de sacar nuestra «buena voluntad». Al nacer, el Niño Dios se ha unido, en cierto modo, a todo hombre (Gaudium et Spes, 22).
De ahí que la conmoción que provoca el Niño suscita el «terremoto» de conmoción hacia nuestros hermanos cristianos perseguidos, desterrados, refugiados… No nos dejemos ganar en generosidad ante el Dios que nos dio todo, que se dio. ¡Feliz Navidad!