Cuando era niño recuerdo con gran gozo las fiestas de Navidad. Eran días llenos de un admirable recuerdo del Niño Dios. Preparaba con mi familia el Belén en uno de los rincones de nuestra humilde casa. Buscábamos las formas mejores para adecentar el ambiente de las figuras que miraban hacia el Portal de Belén. Las luces intermitentes de varios colores daban la impresión que estábamos celebrando una fiesta llena de paz y amor. No faltaban los momentos de oración que hacíamos, de modo sencillo, con mis hermanas y con mis padres mirando el misterio más impresionante del Hijo de Dios que se hizo igual a nosotros, excepto en el pecado, y que reflejaba en su rostro todo su amor por nosotros los seres humanos.
En las familias se sentía la alegría que venía musicalizada con los alegres y gozosos villancicos. No faltaban los manjares y dulces de los mazapanes que acompañaban con gusto saludable a los postres de la comida o cena. Pero lo que más me admiraba era sentir que festejábamos un evento importante, tan importante que sentía una presencia especial de Dios que me amaba intensamente. A medida que iba pasando el tiempo de Navidad notaba que Dios no era una idea o un puro sentimiento sino un Niño que había nacido en Belén rodeado de los más humildes y sencillos. Este Niño lloraba o sonría como los demás niños; sentía el calor o el frío como los más pobres; con sus tiernas manos se frotaba los ojos como cualquiera de nosotros; dormía y se despertaba con los mismos ademanes que cualquier ser humano. Y este ¿era Dios? ¡Qué gran misterio y que gran regalo nos hizo viniendo a estar entre nosotros!
La Navidad me daba seguridad y por todos nuestros poros se hablaba de paz y en todos los corazones se sentía mayor amor. Y es que era Dios entre nosotros. Un Dios sencillo y lleno de ternura. Así comprendí que para «ver a Dios» convenía ser sencillos y humildes. Recuerdo que un día pasó por mi casa una persona que había perdido un ser querido. Yo no hacía otra cosa que mirar a mí madre para ver cómo reaccionaba. Con la sencillez de una madre le consolaba, le abrazaba y le aconsejaba. Cuál fue mi sorpresa cuando le dijo: «Mira y contempla a la Virgen que sufrió en Belén y cuando al pie de la Cruz perdió a Jesús… y verás que ella te ayudará a sobrellevar estos momentos». No hay consuelo mayor que vernos reflejados en la vida de Jesús. Lo mismo que hizo en Belén la Sagrada Familia, eso mismo hace posible que miremos nuestra vida de otra manera y esto es lo más saludable, tan saludable que da sosiego al corazón. Sólo de los sencillos y humildes es el Reino de Dios.
Estamos en Navidad y por mucho que festejemos con las luces de colores o con los manjares más exquisitos nada hay comparable a la ternura de Dios que se acerca como un Niño a decirnos: «No tengas miedo, estoy contigo; lo que te pasa en la vida ya lo he experimentado yo». Esto me hace recordar a tantos que sufren en los países en guerra. Basta mirar a Medio Oriente y nos quedamos aturdidos por las noticias tan atroces que nos comunican. Ellos nos piden que les recordemos y que les apoyemos con nuestra plegaria para que sepan vencer con fortaleza todas las situaciones adversas, ante tantas muertes provocadas por el odio y ante tanta miseria producida por los bombardeos.
Quiero felicitar la Navidad a todos pero disculpad que lo haga sobre todo a los que viven faltos de paz, a los que comen lo mínimo una vez al día, ante los que escuchando los improperios de los asesinos mueren perdonando, ante los que desamparados de amor entregan su vida por amor, ante los que faltos de expectativas humanas siguen esperando contra toda esperanza, ante los que mueren en silencio porque no han tenido posada en este mundo y ante los que sin saberlo son los preferidos de Dios. ¡¡¡Feliz Navidad a todos por los que ha venido el Señor!!!