«Nada podemos contra la verdad, sino a favor de la verdad» (2 Cor. 13: 8)
Debido a «una profunda preocupación pastoral,» el 14 de noviembre de 2016, cuatro cardenales de la Santa Iglesia Católica Romana, Su Eminencia Joachim Meisner, Arzobispo emérito de Colonia (Alemania), Su Eminencia Carlo Caffarra, Arzobispo emérito de Bolonia (Italia), Su Eminencia Raymond Leo Burke, Patrón de la Soberana Orden Militar de Malta, y Su Eminencia Walter Brandmüller, Presidente emérito del Comité Pontificio de Ciencias Históricas, publicaron un texto con cinco preguntas, llamadas dubia («dudas» en latín), que habían enviado previamente, el 19 de septiembre de 2016, al Santo Padre y al cardenal Gerhard Müller, prefecto de la Congregación para la Doctrina de la Fe, junto con una carta. Los cardenales solicitaron al papa Francisco que aclare la «grave desorientación y gran confusión» respecto a la interpretación y aplicación práctica de la Exhortación Apostólica Amoris Laetitia, particularmente el capítulo VIII y los fragmentos relacionados a la admisión a los sacramentos de los divorciados vueltos a casar, así como la enseñanza moral de la Iglesia.
En su declaración con título «Buscando Claridad: Una Súplica para Deshacer los Nudos de Amoris Laetitia,» los cardenales dicen que «para muchos – obispos, sacerdotes, y fieles, – estos párrafos aluden o inclusive enseñan explícitamente un cambio en la disciplina de la Iglesia respecto a los divorciados que viven en una nueva unión.» Al decir esto, los cardenales sólo manifestaron hechos reales de la vida de la Iglesia. Estos hechos son demostrados en orientaciones pastorales de varias diócesis y por declaraciones públicas de algunos obispos y cardenales que afirman que en algunos casos los católicos divorciados vueltos a casar pueden ser admitidos a la sagrada comunión aunque continúen haciendo uso de los derechos reservados por ley Divina a parejas válidamente casadas.
Al publicar un pedido de claridad en un asunto que concierne simultáneamente a la verdad y a la santidad de tres sacramentos, el matrimonio, la penitencia y la eucaristía, los cuatro cardenales sólo cumplieron con el deber básico como obispos y cardenales, que consiste en contribuir activamente para que la revelación transmitida por los apóstoles pueda ser preservada sagradamente e interpretada fielmente. Fue especialmente el Concilio Vaticano Segundo que recordó a todos los miembros del colegio de obispos como legítimos sucesores de los apóstoles, su obligación según la cual «en virtud de la institución y precepto de Cristo [69], están obligados a tener por la Iglesia universal aquella solicitud que, aunque no se ejerza por acto de jurisdicción, contribuye, sin embargo, en gran manera al desarrollo de la Iglesia universal. Deben, pues, todos los Obispos promover y defender la unidad de la fe y la disciplina común de toda la Iglesia» (Lumen gentium, 23; cf. también Christus Dominus, 5-6).
Al publicar su solicitud al Papa, los obispos y cardenales debieron estar movidos por un afecto colegial genuino hacia el Sucesor de Pedro y Vicario de Cristo en la tierra, siguiendo la enseñanza del Concilio Vaticano II (cf. Lumen gentium, 22); y al hacerlo ofrecer «ayuda consultiva a la función primacial» del Papa (cf. Directorio para el Ministerio Pastoral de los Obispos, 13).
En nuestros días, la Iglesia entera debe reflexionar sobre el hecho de que el Espíritu Santo no ha inspirado en vano a San Pablo para que escriba en la carta a los Gálatas el incidente de su corrección pública a Pedro. Uno debe confiar que el papa Francisco aceptará esta súplica pública de los cuatro cardenales con el espíritu del Apóstol Pedro cuando San Pablo le ofreció una corrección fraterna por el bien de toda la Iglesia. Que las palabras de aquel gran Doctor de la Iglesia, Santo Tomás de Aquino, nos iluminen y nos reconforten: «en el caso de que amenazare un peligro para la fe, los superiores deberían ser reprendidos incluso públicamente por sus súbditos. Por eso San Pablo, siendo súbdito de San Pedro, le reprendió en público a causa del peligro inminente de escándalo en la fe. Y como dice la Glosa de San Agustín: Pedro mismo dio a los mayores ejemplo de que, en el caso de apartarse del camino recto, no desdeñen verse corregidos hasta por los inferiores.» (Summa theol., II-II, 33, 4c).
El papa Francisco realiza llamados frecuentes al diálogo abierto y sin miedo entre todos los miembros de la Iglesia en asuntos referidos a los bienes espirituales de las almas. En la Exhortación Apostólica Amoris laetitia, el Papa habla de la necesidad «de seguir profundizando con libertad algunas cuestiones doctrinales, morales, espirituales y pastorales. La reflexión de los pastores y teólogos, si es fiel a la Iglesia, honesta, realista y creativa, nos ayudará a encontrar mayor claridad» (n. 2). Más aún, las relaciones en todos los niveles dentro de la Iglesia deben estar libres de un clima de miedo o intimidación, tal como solicitó el papa Francisco en varios pronunciamientos.
A la luz de estos pronunciamientos del papa Francisco y del principio de diálogo y aceptación de la pluralidad legítima de opiniones, promovido por los documentos del Concilio Vaticano Segundo, las reacciones extraordinariamente violentas e intolerantes de algunos obispos y cardenales contra la pacífica y cautelosa súplica de los cuatro cardenales provocan un gran asombro. Entre estas reacciones intolerantes uno podría leer afirmaciones tales como, por ejemplo: los cuatro cardenales son tontos, cismáticos, herejes e incluso comparables a los herejes arrianos.
Tales juicios despiadados y terminantes no revelan sólo intolerancia, rechazo al diálogo, y furia irracional, sino que también demuestran sometimiento a la imposibilidad de decir la verdad, sometimiento al relativismo en la doctrina y en la práctica, en la fe y en la vida. La reacción clerical antes mencionada contra la voz profética de los cuatro cardenales refleja, en última instancia, impotencia frente a los ojos de la verdad. Tal reacción violenta sólo tiene un objetivo: silenciar la voz de la verdad que perturba y fastidia la aparentemente pacífica y nebulosa ambigüedad de estos críticos clericales.
Las reacciones negativas a la declaración pública de los cuatro cardenales se asemejan a la confusión doctrinal general durante la crisis arriana del siglo cuarto. Es en beneficio de todos citar, en esta situación de confusión doctrinal de nuestros días, algunas afirmaciones de San Hilario de Poitiers, el «Atanasio del oeste».
«Ustedes [los obispos de la Galia] que aún permanecen conmigo, fieles en Jesucristo, no se rindieron al verse amenazados por el surgimiento de la herejía, y ahora, al enfrentarse a dicho surgimiento han desatado su violencia. Sí, hermanos, ustedes han triunfado, para alegría inmensa de quienes comparten su fe: y su constancia inquebrantable obtuvo la doble gloria de mantener la conciencia pura y dar un ejemplo de gran autoridad.» (Hil. De Syn., 3).
«Su fe invencible [de los obispos de la Galia] mantiene la distinción honorable del valor consciente y, contentos en rechazar una acción astuta, vaga, o dubitativa, permanece segura en Jesucristo, preservando la profesión de su libertad. Debido a que todos nosotros sufrimos un dolor profundo y lamentable por las acciones de los malvados contra Dios, sólo dentro de nuestros límites se encontrará la comunión en Jesucristo, desde el tiempo que la Iglesia comenzó a verse agobiada por disturbios tales como la expatriación de obispos, la destitución de sacerdotes, la intimidación del pueblo, la amenaza de la fe, y la determinación del significado de la doctrina de Cristo por voluntad y poder humanos. Su decidida fe no pretende ser ignorante de estos hechos o profesar que puede tolerarlos, percibiendo que por el acto de consentirlos hipócritamente traería hacia sí el juicio de la conciencia» (Hil. De Syn., 4).
«He dicho lo que yo mismo creo, consciente de que era mi deber como soldado al servicio de la Iglesia, según la enseñanza del Evangelio, el enviarles por estas cartas la voz del oficio que sostengo en Jesucristo. Corresponde a ustedes discutir, proveer y actuar, que puedan guardar con corazones celosos la fidelidad inviolable que mantienen, y que continúen sosteniendo lo que hoy sostienen» (Hil. De Syn., 92).
Las siguientes palabras de San Basilio el Grande, dirigidas a los obispos latinos, pueden ser aplicadas en ciertos aspectos a la situación de quienes en nuestros días solicitan claridad doctrinal, incluyendo los cuatro cardenales: «El cargo que ciertamente asegura un severo castigo es mantener cuidadosamente las tradiciones de los padres. No estamos siendo atacados por riquezas, gloria, o beneficios temporales. Nos paramos en el campo a luchar por nuestra herencia común, por el tesoro de la fe profunda proveniente de nuestros padres. Aflíjanse con nosotros, todos ustedes que aman a sus hermanos, por el silencio de los hombres de verdadera religión y la apertura de los labios osados y blasfemos de todos los que pronuncian injusticias contra Dios. Los pilares y la base de la verdad desparramados hacia afuera. Nosotros, cuya insignificancia ha permitido que seamos ignorados, estamos privados de nuestro derecho a hablar libremente» (Ep. 243, 2.4).
Hoy, estos obispos y cardenales que solicitan claridad y que intentan cumplir su deber guardando santa y fielmente la Revelación Divina transmitida en relación a los sacramentos del matrimonio y la eucaristía, ya no están exiliados como lo estaban los obispos nicenos durante la crisis arriana. Contrario al tiempo de la crisis arriana, tal como escribió en 1973 Rudolf Graber, obispo de Ratisbona, hoy el exilio de obispos es reemplazado por estrategias para silenciarlos y campañas de difamación (cf. Athanasius und die Kirche unserer Zeit, Abensberg 1973, p. 23).
Otro campeón de la fe católica durante la crisis arriana fue San Gregorio Nacianceno. Él escribió la siguiente descripción del comportamiento de la mayoría de los pastores de la Iglesia de aquel tiempo. Esta voz del gran Doctor de la Iglesia debiera ser una advertencia beneficiosa para los obispos de todos los tiempos: » Ciertamente los pastores actuaron como unos insensatos, porque salvo un número muy reducido, que fue despreciado por su insignificancia o que resistió por su virtud, y que había de quedar como una semilla o una raíz de donde renacería de nuevo Israel bajo el influjo del Espíritu Santo, todos cedieron a las circunstancias, con la única diferencia de que unos sucumbieron más pronto y otros más tarde; unos estuvieron en primera línea de los campeones y jefes de la impiedad, otros se unieron a las filas de los soldados en batalla, vencidos por el miedo, por el interés, por el halago o, lo que es más inexcusable, por su propia ignorancia» (Orat. 21, 24).
Cuando en el año 357 el papa Liberio firmó una de las denominadas fórmulas de Sirmium en la que descartaba deliberadamente la expresión dogmáticamente definida de «homoousios» y excomulgó a San Atanasio para tener paz y armonía con los obispos arrianos y semi-arrianos del este, algunos fieles católicos y obispos, especialmente San Hilario de Poitiers, se escandalizaron profundamente. San Hilario transmitió la carta que el papa Liberio escribió a los obispos orientales, anunciando la aceptación de la fórmula de Sirmium y la excomunión de San Atanasio. Con gran dolor y consternación, San Hilario agregó a la carta, en una especie de desesperación, la frase: «Anathema tibi a me dictum, praevaricator Liberi» (Yo te digo anatema, prevaricador Liberio), cf. Denzinger-Schönmetzer, n. 141. El papa Liberio quería paz y armonía a toda costa, incluso a expensas de la verdad divina. En su carta a los obispos heterodoxos latinos Ursace, Valence, y Germinius anunciándoles las decisiones mencionadas arriba, escribió que prefería paz y armonía antes que el martirio (cf. cf. Denzinger-Schönmetzer, n. 142).
«En qué contraste dramático yacía el comportamiento del papa Liberio frente a la siguiente convicción de San Hilario de Poitiers: «No conseguimos paz a expensas de la verdad, haciendo concesiones para adquirir la reputación de tolerantes. Conseguimos la paz luchando legítimamente según las reglas del Espíritu Santo. Hay un peligro en aliarse secretamente con el descreimiento que lleva el hermoso nombre de la paz.» (Hil. Ad Const., 2, 6, 2).
El beato John Henry Newman habló sobre estos lamentable e inusuales hechos con la siguiente afirmación sabia y equilibrada: «Si bien es históricamente cierto, no es de ninguna manera doctrinalmente falso que un Papa, como doctor privado, y mucho más los obispos, cuando no enseñan formalmente, pueden errar, tal como vemos que erraron en el siglo cuarto. El papa Liberio podía firmar la fórmula Eusebia en Sirmium, y la misa de los obispos en Ariminum u otro lugar, y a pesar de ese error seguir siendo infalible en sus decisiones ex cathedra.» (The Arians of the Fourth Century, London, 1876, p. 465).
Los cuatro cardenales con su voz profética demandando claridad doctrinal y pastoral tienen un gran mérito frente a sus propias conciencias, frente a la historia, y frente a innumerables fieles católicos sencillos de nuestros días, empujados hacia la periferia eclesial por su fidelidad a las enseñanzas de Jesucristo sobre la indisolubilidad del matrimonio. Pero por sobre todo, los cuatro cardenales tienen un mérito grande a los ojos de Jesucristo. Debido al coraje de su voz, sus nombres brillarán ardientemente el día del Juicio Final. Debido a que obedecieron a la voz de su conciencia, recordando las palabras de San Pablo: «Nada podemos contra la verdad, sino a favor de la verdad» (2 Cor 13: 8). Seguramente, en el Juicio Final, los ya mencionados críticos de los cuatro cardenales, en su mayoría clérigos, no tendrán una respuesta fácil por su ataque violento al justo, valioso, y meritorio acto de estos cuatro miembros del Sagrado Colegio Cardenalicio.
Las siguientes palabras inspiradas por el Espíritu Santo retienen su valor profético, especialmente en vistas de la creciente confusión doctrinal y práctica respecto al sacramento del matrimonio en nuestros días: «Porque vendrá el tiempo en que no soportarán mas la sana doctrina, antes bien con prurito de oír se amontonarán maestros con arreglo a sus concupiscencias. Apartarán de la verdad el oído, pero se volverán a las fábulas. Por tu parte, sé sobrio en todo, soporta lo adverso, haz obra de evangelista, cumple bien tu ministerio.» (2 Tim. 4: 3-5).
Que todos quienes en nuestros días aún toman seriamente sus votos bautismales y sus promesas sacerdotales y episcopales, reciban la fortaleza y la gracia de Dios para reiterar, junto con San Hilario, las palabras: «¡Que pueda estar siempre en el exilio, a menos para que la verdad comience a predicarse otra vez!» (De Syn., 78). Deseamos de todo corazón esta fortaleza y gracia a los cuatro cardenales así como a quienes los critican.
+ Athanasius Schneider, Obispo Auxiliar de la Archidiócesis de Saint Mary en Astana (Kazajstán)
Traducido por Marilina Manteiga, equipo de traducción de Adelante la Fe. Artículo original.
Publicado en español por primera vez en Adelante en la Fe.