Un recordado profesor del Seminario donde me formé solía utilizar el humor –un humor bastante ácido, por cierto- para grabar a fuego algunas enseñanzas.
Refiriéndose al diálogo ecuménico e interreligioso, y más en general a toda forma de diálogo de la Iglesia católica con otras cosmovisiones, el profesor nos advertía de un riesgo latente: el de extremar la “captatio benevolentiae”, el de querer “caerle bien” al otro, hasta casi llegar al ridículo y la inverosimilitud.
En ciertos planteos –afirmaba él, allá por los inicios del tercer milenio- se subraya tanto la bondad de las doctrinas y prácticas de “las otras” iglesias, “las otras” religiones y “las otras” visiones del mundo, y se acentuaba tanto los defectos de la Católica y de sus miembros, que el clásico adagio de los Padres “Extra ecclesiam nulla salus”, venía a trocarse en “Intra ecclesiam nulla salus: dentro de la Iglesia no hay salvación”. “Ese podría ser el título de algunos tratados de eclesiología actuales” remataba.
La enseñanza del Magisterio –contenida en el Catecismo- nos recuerda que la verdadera grandeza y Santidad de la Iglesia reside (además de en su Cabeza) en la plenitud de los medios de la salvación (palabra, sacramentos, ministerio) de los cuales es portadora. Esa plenitud de los medios de la salvación, además, se ha manifestado eficiente y eficaz a la hora de “generar” hombres de enorme valía, de amor ardiente, de temple heroica, de lucidez inusitada, de abnegación desconocida en otras religiones y culturas.
Y como “humildad es andar en verdad”, yo me permito decir que una Iglesia que ya no se descubre SANTA (reitero, por la plenitud de los medios de salvación y por la santidad de algunos de sus miembros, desde su Cabeza) no es una Iglesia humilde, sino mentirosa. Embaucadora. Macaneadora. Es una Iglesia que duda y abdica de su identidad, de su sacramentalidad salvífica, y priva por ello al mundo de los tesoros que posee.
Sí, cae bien, cae simpático, decir “qué buenos que son los otros, qué malos somos nosotros”. Y sí, tal vez, en otros tiempos, pecamos porque insistimos demasiado en decir “qué buenos somos nosotros, qué malos son los otros”.
Pero creo es fuente de gran desprestigio y de una enorme pérdida de fruto apostólico, insistir machaconamente en nuestros aspectos oscuros, ocultando la potente luz que encontramos en su estructura y su historia, a la vez que sobreamplificamos los puntos luminosos de otros, sin hacer ninguna referencia a sus desaciertos.
No es honesto y por ende no es para nada humilde admitir sin más todas las “leyendas negras”, como si fueran la objetiva realidad histórica. Porque de este modo, además de alejarnos de la verdad en el caso concreto, estaríamos canonizando la difamación y el juicio temerario, del cual están plagadas.
Ese error procedimental –asumido a veces de modo voluntario y estratégico, como una especie de “táctica de la humildad”- engendra en muchos católicos un doble sentimiento: de culpa y de inferioridad.
Las calumnias vertidas en los dos primeros siglos contra los cristianos (recogidas y refutadas por los padres apologistas), hoy parecen ser lanzadas por algunos de ellos. Al final, los católicos terminamos siendo los “enemigos de la humanidad”, los responsables de todos los males de la tierra.
Esta culpabilización enfermiza redunda, necesariamente, en un sentimiento de inferioridad. Que conduce a mirar extasiados “cuántas riquezas fuera de la Iglesia”, ignorando que ellas mismas, casi en su totalidad, están presentes en el propio cuerpo, en su pasado o en el presente.
Concluyo reconociendo que el camino del diálogo no es fácil, nunca lo ha sido. Pero creo que no es una vía auténtica la renuncia a la verdad y al propio ser, bajo la justificación de la concordia.
Es necesario que reflexionemos serenamente. Que volvamos a releer los textos del Magisterio en los cuales se nos explica de qué modo y en qué sentido la expresión “Extra ecclesiam nulla salus” sigue siendo completamente válida[i].
La Iglesia es y seguirá siendo el Cuerpo y la Esposa de Cristo. La Iglesia católica, en su visibilidad concreta, en sus signos sacramentales, sigue siendo signo e instrumento de la unión con Dios y de los hombres entre sí.
Afirmar “en la Iglesia católica están TODOS los medios para la salvación” no sólo no es falta de humildad, sino que es su expresión. Porque cada uno de esos medios le han sido dados. No son mérito de sus miembros, sino regalo de la Cabeza y Fundador: Cristo. Negarlos es pecar de ingratos, y de ciegos.
Y los católicos –pastores y laicos- debemos dejar de pedir perdón por ser católicos. Debemos dar gracias a Dios y sentirnos orgullosos de pertenecer a la verdadera Iglesia de Cristo. Como dice el ritual del Bautismo, justo antes del rito esencial, “esta es la fe de la Iglesia, la que nos gloriamos de profesar”. Así podemos decir, sin temor a la vanidad ni al engreimiento: “esta es la Esposa del Cordero, a la cual nos gloriamos de pertenecer”. Fuera de la cual no hay salvación.
Leandro Bonnin, sacerdote
- [i] El santo Sínodo [...] «basado en la sagrada Escritura y en la Tradición, enseña que esta Iglesia peregrina es necesaria para la salvación. Cristo, en efecto, es el único Mediador y camino de salvación que se nos hace presente en su Cuerpo, en la Iglesia. Él, al inculcar con palabras, bien explícitas, la necesidad de la fe y del bautismo, confirmó al mismo tiempo la necesidad de la Iglesia, en la que entran los hombres por el Bautismo como por una puerta. Por eso, no podrían salvarse los que sabiendo que Dios fundó, por medio de Jesucristo, la Iglesia católica como necesaria para la salvación, sin embargo, no hubiesen querido entrar o perseverar en ella» (LG 14). (citado por el Catecismo de la Iglesia Católica, nº 846) Ver también la Declaración Dominus Iesus, del año 2000.