Una de las mayores esclavitudes para una persona o una institución es la de querer «caerle bien» a todos, siempre, a cualquier precio.
Yo digo que es una esclavitud, porque anula la más importante libertad: la libertad interior para obrar siempre el bien, tal cual lo percibe la conciencia. Para los cristianos es, además, la negación de la libertad que nos alcanzó Cristo: libertad de los hijos de Dios.
Si alguien quiere «caerle bien» a todos, siempre, vivirá cansado, con la necesidad compulsiva de reinventarse a cada paso...
Lo mismo le sucedería a la Iglesia, si deja entrar en su «torrente sanguíneo» ese virus. Será una Iglesia cansada y cansadora, una Iglesia que invertirá muchas energías en quitar al Evangelio todas sus facetas difíciles, sus aristas duras, sus zonas «ásperas», para «no chocar», «no confrontar»… Al final, queda una Iglesia cansada con un mensaje anodino e insignificante, irrelevante. Aburrida. Previsible. Funcional al poder de turno. Descartable.
Si una persona quiere caerle bien a todos, su personalidad carecerá de consistencia... estará expuesta a continuas y ridículas contradicciones. Lo mismo ocurriría con la Iglesia: en el afán de obtener más «me gusta» de un mundo enfermo y superficial, caería en ser aún más incomprensible y equizofrénica. Porque las verdades del Evangelio están en un equilibrio maravilloso. Si se niega una, se pone en riesgo todo el conjunto. «Solo sirve para ser tirada y pisada» dice Jesús.
Por eso te invito a que renuncies a esa obsesión... a que aceptes con naturalidad que no todos te van a aceptar, y sonrías, pícaro y sereno, ante la certeza de que no todos te van a sonreir...
Por eso rezo por una Iglesia fuerte en sus convicciones, libre de la demagógica tendencia de «piropear» el error y la mentira, Esposa fiel a Cristo y su Evangelio, incapaz de adulterar con cualquier joven ideología de moda. O como puede pasar, con ideologías viejas y feas, que ya nadie quiere.
Te invito a cambiar la obsesión de caer bien a todos por la pasión de caerle bien a Jesús... Y sueño con una Iglesia con esa única meta: la Gloria del Hijo de Dios.
P. Leandro Bonnin, sacerdote