Hace poco más de un mes, y luego de un año de estar en mi nuevo destino pastoral, caí en la cuenta de algo que me maravilló, y me hizo sentir, una vez más, orgulloso y feliz de ser católico.
En el pueblo donde soy sacerdote hay más de 20 templos de denominaciones cristianas no católicas, provenientes todas ellas –excepto una iglesia ortodoxa- de la «Reforma» protestante.
Algunos de los templos son de antigua existencia; otros, muy recientes. Algunos pertenecen a congregaciones más tradicionales, con una estructura y doctrina bien definida, y otros pertenecen a otras, surgidas aquí mismo de la división de una comunidad anterior. Algunos templos son amplios y hermosos, otros pequeños y precarios. Algunos se ubican en el centro, otros, en los barrios periféricos.
Yo paso por delante de los ellos casi todos los días, unas veces de unos, otras de otros.
Y más allá de todas las diferencias antes señaladas, hay entre todos un rasgo común: cuando no hay una asamblea, siempre, o al menos casi siempre, están cerrados. Sólo los días y horarios de culto o reunión- y tal vez cuando hay limpieza-, sus puertas se abren.
Me quedé impactado al percibirlo, y más aún al entender la razón: esos templos simplemente son ¡salones!. Bellos, confortables, acogedores algunas veces… pero vacíos salones.
Me quedé todavía más conmocionado cuando pude percibir, por contraste, el misterio de nuestro templo parroquial, de nuestra iglesia. La cual, gracias a Dios y a la tranquilidad reinante, está abierta durante todo el día. Y no sólo eso. Desde que tenemos la Adoración Eucarística perpetua, está abierta las 24 hs, todos los días de la semana.
¿Por qué? ¿Por qué?
Porque en nuestras iglesias está Jesús, verdadero Dios y verdadero hombre, oculto bajo las apariencias del Pan y del Vino.
Porque en cada partícula de las hostias consagradas ya no hay pan, sino Cristo, todo entero. Porque en la Consagración de la Misa, toda la sustancia del pan se convierte en la sustancia del Cuerpo Inmolado y Glorificado de nuestro Redentor.
Nuestra iglesia está siempre abierta porque en ella siempre hay celebración… porque junto al Rey de Reyes está su Corte Celestial, está María, están los Ángeles y Santos del Paraíso, entonando el Santo y el Aleluya por los siglos…
Allí, en mi templo parroquial, siempre hay asamblea, siempre hay liturgia… está toda la Iglesia Triunfante, junto al Cordero que continúa ofreciéndose para gloria del Padre y salvación de la humanidad. Y, desde que inauguramos la Capilla, está siempre ante el Trono y el Cordero, un grupo de fieles postrado en adoración.
Sólo dos o tres días después de mi «descubrimiento», el Santo Padre canonizó a Manuel González. El epitafio que eligió para su lápida expresa con contundente poesía la gran certeza de su vida: «pido ser enterrado junto a un sagrario, para que mis huesos, después de muerto, como mi lengua y mi pluma en vida, estén siempre diciendo a los que pasen: ¡Ahí está Jesús! ¡Ahí está! ¡No lo dejéis abandonado!».
Yo no conozco en detalle la doctrina de cada una de las congregaciones protestantes que pueblan la jurisdicción de mi parroquia… No sé cómo celebran, no sé exactamente en qué creen, o qué palabras usan para referirse a la memoria de la Cena y al pan usado en ellas.
Lo que sí sé es que en sus salones no hay Sagrario… Y esa ausencia, sin decir nada, lo dice todo.
Que nuestra lengua, y nuestra pluma, y nuestras rodillas dobladas, y nuestros cantos embelesados, y nuestro silencio recogido, y nuestra visita continua, y la fidelidad a la fe recibida y testimoniada con la sangre de los mártires, continúen gritando: «¡Ahí está Jesús! ¡Ahí está! ¡No lo dejéis abandonado!»
P. Leandro Bonnin