Un dato estadístico que poco se ha noticiado y que aparece en uno de los estudios post-Brexit más concienzudos, es que cerca del sesenta por ciento de los que se identifican como cristianos británicos, votó por la salida. El estudio no distingue entre las diferentes confesiones cristianas. Tampoco analiza si la fe de estas personas impulsó su voto o ni siquiera si es fundamental en sus vidas. Sin embargo, el hecho de que los cristianos hayan votado en favor de la salida de Gran Bretaña de una de las más importantes organizaciones supranacionales del mundo, sorprenderá a algunos.
Estadistas cristianos, después de todo, tuvieron un muy importante papel en el establecimiento de lo que hoy es la Unión Europea. En el camino hacia el referéndum, los más importantes líderes cristianos, los cardenales Cormac Murphy-O’Connor y Vincent Nichols, el primado anglicano Justin Welby, y el Moderador de la iglesia de Escocia, el reverendo Angus Morrison, afirmaron personalmente que ellos preferían permanecer. Así mismo, el Secretario de Relaciones con los Estados de la Santa Sede, nacido en Liverpool, el arzobispo Paul Gallagher, expresó su preferencia por la permanencia de Gran Bretaña en la Unión Europea.
Sin embargo, si leemos las declaraciones tanto de Murphy-O’Connor como de Nichols, no vemos en ellas un gran entusiasmo. Tampoco lo hizo ninguna de las personalidades mencionadas anteriormente, como si los cristianos tuvieran la obligación de votar por la permanencia.
La declaración de la Conferencia de Obispos Católicos de Inglaterra y Gales antes del referéndum sobre el ‘Brexit’ se cuidó mucho, intencionadamente, de exhortar tanto al SI como al NO. Hay quien piensa que ciertos obispos no estaban muy convencidos de los argumentos a favor de la permanencia. Es cierto que la declaración episcopal recordaba a los católicos que el proyecto de la Unión Europea había sido concebido, al menos parcialmente, para facilitar la paz en un continente destrozado por la guerra, pero al mismo tiempo reconocía «las preocupaciones que pueden tener muchos en relación con la Unión Europea, sus instituciones y las implicaciones de una creciente integración».
Este último punto podría reflejar el conocimiento de ciertos obispos de que muchos católicos tienen cada vez más una opinión negativa acerca de las instituciones supranacionales y piensan que la Iglesia no debería estar a favor del aumento de los poderes de esas instituciones.
Incluso dejando a un lado las muchas acciones políticas promovidas, por ejemplo, por determinadas agencias de la ONU, que violan directamente las enseñanzas de la Iglesia Católica sobre la vida humana, hay además muchas razones para que la Iglesia sea más prudente en relación a esos organismos supranacionales.
¿Para qué sirven las instituciones globales?
En 2011 el Pontificio Consejo ‘Justicia y Paz’ emitió un documento en el que urgía al establecimiento de una autoridad financiera global que de algún modo debería tener la responsabilidad de regular el sistema financiero mundial.
La crisis de 2008, decía el texto del documento, apuntaba a «una necesidad emergente de crear un organismo que tuviese las funciones de una especia de ‘banco central mundial’ que regulase el flujo del dinero y el sistema de cambios, como hacen los bancos centrales nacionales».
El documento basaba sus afirmaciones en una serie de declaraciones papales, desde san Juan XXIII, en las que se sostiene que la creciente interconexión global precisa de una autoridad mundial que asuma cierta responsabilidad respecto a los asuntos verdaderamente globales.
El argumento católico básico en favor de esta autoridad internacional puede resumirse de la forma siguiente: El bien común de una comunidad –entendido como el conjunto de condiciones que facilitan el desarrollo humano– necesita de una autoridad que haga las leyes para esa comunidad. Así, una ciudad necesita un Ayuntamiento que dé las normas obligatorias para todos los habitantes de esa ciudad. De la misma forma, una nación necesita algún tipo de gobierno nacional. Por ello, si hablamos de una comunidad internacional, también será necesaria una autoridad proporcionada.
Las raíces de este razonamiento están en las teorías de la Ley Natural y han sido de nuevo expresadas por pensadores católicos contemporáneos que no pueden ser considerados como «progresistas» políticos o teológicos. Éstos, además –como la enseñanza papal– han tenido mucho cuidado en no señalar cuáles deberían ser los poderes que asumiera esta autoridad, ni determinar quién debería ser esta autoridad. Ellos han mantenido siempre que esa autoridad, sea la que sea, debe estar limitada por el principio de subsidiariedad.
La subsidiariedad combina dos axiomas. El primero es la ‘asistencia’: la misión de la autoridad superior (digamos, una autoridad mundial) es asistir, ayudar (del latín, subsidere), no usurpar las competencias de las autoridades inferiores (por ejemplo, un gobierno nacional) en el cumplimiento de sus obligaciones. El segundo puede ser descrito como ‘descentralización’: las decisiones para resolver un problema deben ser tomadas por la comunidad más próxima al mismo.
Este esquema tiene sus límites. Las personas tendrán, legítimamente, diferentes puntos de vista sobre cuándo es necesaria la ‘asistencia’, sobre la forma que debe tener dicha ‘asistencia’, y cuándo esa ‘asistencia’ se ha convertido en usurpación. También hay quienes piensan que las grandes instituciones administrativas pueden resolver la mayoría de los problemas, y dan prioridad al axioma de la 'asistencia' sobre el de la ‘descentralización’, al interpretar el principio de subsidiariedad.
El artículo 5 (3) del Tratado de la Unión Europea, por ejemplo, define la ‘subsidiariedad’ como la determinación por la UE «de las circunstancias en las que es preferible una acción de las autoridades de la UE en lugar de la de los Estados miembros de la Unión». Es interesante resaltar que la definición pone el énfasis en identificar las circunstancias en que deben actuar las autoridades de la UE sobre los Estados miembros, más que en cómo limitar sus poderes. Téngase en cuenta también, que una de las mayores críticas hacia la UE pronunciadas por los favorables a la salida era la forma en que las Directivas promulgadas por las diferentes agencias de la UE estaban suplantando a la legislación británica propia. Esto nos muestra que la ‘descentralización’ no es una prioridad para la Unión Europea.
Patriotismo contra Internacionalismo secular
Más allá de las ocasiones para aplicar la ‘subsidiariedad’, los católicos deberían estar preocupados por el actual 'ethos' de las burocracias políticas internacionales. Pocos podrían decir que representan la visión judeo-cristiana del hombre, manteniendo las claras ideas de la ley natural. Más bien, personifican el internacionalismo liberal propuesto por Manuel Kant en 1795, en su ensayo «Sobre la paz perpetua», que defendía una alianza pacifica (foedus pacificum) que tendría «un poder supremo legislativo, ejecutivo y judicial» encargado de conciliar pacíficamente las diferencias nacionales.
Una ambición transnacional similar caracterizó el proyecto progresista del presidente Woodrow Wilson y su Liga de Naciones. En la actualidad, tal forma de pensar manifiesta en sí misma un empeño en gobernar desde la cumbre hacia abajo, por medio de cuerpos políticos supranacionales que tienden a ser ocupados por personas cuyos ideales filosóficos son los de los herederos liberales seculares kantianos, como el último, John Rawls. En estos círculos, la noción de ‘soberanía nacional’ se mira frecuentemente como un concepto pasado de moda, si es que no se le considera como un concepto radicalmente peligroso del que hay que huir.
La relación de la Iglesia Católica con el moderno Estado Nación no ha sido siempre una relación feliz. Los esfuerzos de Enrique VIII, por ejemplo, para fortalecer el estado inglés, condujeron al saqueo de las propiedades de la Iglesia y al asesinato judicial de los católicos que rehusaron abjurar formalmente de sus compromisos con Roma. Una razón de porqué los monarcas absolutistas católicos del siglo XVIII presionaron al papado, con éxito, para la supresión de la Compañía de Jesús en 1773, fue la creencia de sus asesores de que los jesuitas, por su cuarto voto de obediencia al Papa, eran incompatibles con la consolidación de los estados-nación. En el XIX, el incremento de los nacionalismos por toda Europa, fue unido con frecuencia con la promoción de gobiernos fuertemente anticatólicos. Así, Otto von Bismarck con su ‘Kulturkamp’ contra la Iglesia Católica en Alemania.
Nacionalismo y patriotismo no son necesariamente lo mismo. Algunas formas de nacionalismo se han caracterizado por la adoración al Estado, por un desinterés por la felicidad de otras naciones y, en casos extremos, se ha llegado a la denigración, conquista e incluso la destrucción de otros países. Así fue desarrollado por los nacionalistas alemanes para los que la adhesión a la identidad nacional era inseparable de su desprecio racista de otras muchas nacionalidades, y de su actitud genocida respecto del pueblo judío.
El patriotismo, sin embargo, significa algo diferente. Derivado del latín ‘pietas’, Tomás de Aquino describió el patriotismo como la virtud que abraza a la vez el respeto y la gratitud hacia nuestros padres y a nuestro país. El papa León XIII declaró que «la ley natural nos anima a amar devotamente y a defender al país en el que hemos nacido y en el que hemos crecido, de tal manera que todos los buenos ciudadanos no vacilan enfrentar la muerte por su tierra nativa». Este sentido de pertenencia y gratitud no implica visiones negativas de otras naciones ni de otras religiones. No hay nada incongruente en ser un fiel cristiano y a la vez, ser patriota americano, francés o libanés. El patriotismo no niega la existencia de verdades universales que pueden ser conocidas por todos por medio de la razón, con independencia de su nacionalidad. El patriotismo tampoco conduce a la conclusión de que una nación concreta debe ser hostil al libre movimiento de personas, capitales o bienes de consumo entre las naciones.
Por el contrario, el internacionalismo liberal kantiano que caracteriza a la mayoría de las instituciones supranacionales busca disolver no solo la soberanía nacional, sino incluso la identidad nacional. Como ha manifestado el filósofo político francés Pierre Manent, miembro de la Academia Católica de Francia, el proyecto de integración europeo de hoy intenta reemplazar las raíces históricas con lo que se llama «realidades fingidas». Así, Europa ya no se entiende como un grupo de naciones históricamente distintas, y con profundos orígenes en el cristianismo, el judaísmo y el mundo greco-romano. Más bien, dice Manent, las élites europeas miran a Europa como «a una nada, un espacio vacío de cualquier cosa en común, o como mucho, como una ‘cultura’ que no es ni religiosa ni tiene carácter nacional; aún más, la consideran como un espacio social abstracto, donde el único principio de legitimidad actual reside en los derechos humanos, entendidos como los derechos ilimitados de cualquier particularidad concreta».
El problema del mando superior
Las premisas de los internacionalistas seculares son difíciles de conciliar con la idea positiva del patriotismo según el catolicismo y el valor que este da a las naciones. Aunque los cuerpos supranacionales fueran purgados de sus liberales kantianos, inclinados a disolver la soberanía nacional y sus afectos, continuarían agarrotados por lo que podríamos llamar problemas de escala, una dificultad práctica que muchos católicos parecen olvidar.
Veamos, por ejemplo, la llamada del Pontificio Consejo Justicia y Paz a crear un banco central global. La actual crisis financiera europea nos ha enseñado los problemas asociados a las instituciones supranacionales cuando el Banco Central Europeo ha tratado de fijar un mismo tipo de interés para economías tan dispares como las de Grecia y Alemania. Simplemente, es imposible que ningún individuo u organización conozca el tipo de interés óptimo a aplicar en cada momento a cada país de la Eurozona. Lo mismo ocurriría con el banco central mundial que tratara de fijar un tipo de interés para economías tan diferentes como Burkina-Faso, Camboya o Rusia.
El problema al no reconocer estas verdades se multiplica por la insistencia de los burócratas supranacionales en que la única forma de resolver los problemas de las instituciones es dándoles más poder. En el informe del ‘Estado de la Unión’ de septiembre de 2015, el presidente de la Comisión europea, Jean-Claude Juncker, enumeró los desafíos a los que se enfrentaba la EU, desde las migraciones a la bancarrota de varios estados-miembros. Juncker insistió, sin embargo, no menos de seis veces que la solución era «más Europa». Esta es la palabra mágica, el código secreto para una mayor centralización vertical, más poder para la cumbre y menos para los estados-miembros y los ciudadanos. Palabras como federalismo, descentralización, devolución y subsidiariedad no aparecían en ningún momento en el texto. Al parecer, no hay señal alguna de que el Brexit haya causado un cambio fundamental en las mentes de la burocracia europea. Ellos continúan con «más Europa».
Las instituciones supranacionales no son malas por sí mismas. Algunas veces son necesarias organizaciones internacionales temporales para resolver un problema concreto. Un ejemplo, los tribunales militares internacionales que estuvieron vigentes de 1945 a 1948, para juzgar a los criminales de guerra alemanes y japoneses. Igualmente, pueden existir algunos foros internacionales donde las naciones traten de resolver sus diferencias pacíficamente. Tales esfuerzos nos recuerdan que «todos los hombres somos uno» («la humanidad es una»), según afirmó hace 500 años el teólogo dominico Bartolomé de Las Casa, al defender a los indios americanos de la explotación de los encomenderos colonialistas.
El tema de hoy, sin embargo, es si la Iglesia Católica se comprometerá más aún en los grandes problemas de las organizaciones supranacionales resaltados por el Brexit. La Iglesia tiene medios para ello. El catolicismo tiene una larga y preciosa historia de pensamiento sobre cuestiones relativas a las relaciones internacionales. Figuras como Fray Francisco de Vitoria, dominico, y el P. Francisco Suárez, jesuita, tienen todo el derecho a atribuirse la condición de fundadores de las modernas leyes internacionales y del derecho de gentes.
Sin embargo, cualquier renovación, cualquier reflexión crítica sobre las instituciones globales por parte de la Iglesia tiene que aceptar que los responsables de diseñar la contribución oficial católica a estos problemas (1º) quieran ser algo más que religiosos forofos de la agenda internacionalista kantiana y (2º) y por consiguiente, deseen disponer de toda la riqueza de los siglos de pensamiento cristiano para tratar de estos temas.
Me temo que sobre estos temas los expertos no se pronuncian, por ahora.
Dr. Samuel Gregg
Publicado originalmente en The Catholic World Report
Traducido por “Laudetur IesusChristus” del equipo de traductores de InfoCatólica