Yo no sé si mi alma es igual a la de todos, o si la de todos es igual a la mía.
Sí sé que mi inteligencia –y también mi corazón- aman la claridad. Anhelan la claridad. Descansan en la claridad.
Como cuando era niño, y me gustaba que la camiseta de cada equipo fuera de color bien diferente. Camisetas parecidas, podían ocasionar una confusión fatal, y terminar en gol en contra, o en un ataque desperdiciado, por un pase mal dado.
Y cuando comencé a conducir en la ruta o en la ciudad, comencé a disfrutar de las rutas bien señalizadas: la línea blanca bien nítida en las orillas, la blanca intermitente cuando es posible avanzar, la amarilla –bien amarilla- cuando es riesgoso. Los carteles con los nombres de las calles en las esquinas, con la indicación de la orientación absolutamente visible. Y es que en una ruta bien marcada, o en una ciudad bien señalizada, es posible conducir seguros, incluso en noches de tormenta.
Amo poder reconocer de modo exacto qué significan las palabras. Sumergirme –al menos cada tanto- en el laberinto de las etimologías, para poder reconocer hasta el «fondo» su connontación.
Gozo teniendo certeza sobre la valor moral de mis acciones: si son buenas o malas, y por qué. Celebro el poder descubrir la naturaleza de las cosas, como realización temporal de la Verdad eterna, y poder juzgar así si una elección o otra es acertada, o destructora.
Mi inteligencia y mi corazón vivieron un verdadero festín al contacto con la filosofía realista –la filosofía del ser- y con la teología católica, tan esplendorosa y profunda. Fueron tiempos de un gozo superior, de ensanchamiento de horizontes, de ir hacia arriba y hacia lo hondo simultáneamente.
Supe también que mi inteligencia, como el murciélago ante el sol, no podía pretender absoluta claridad en todo, especialmente ante el misterio de Dios. Y que vastas regiones de la existencia humana son tan oscuras que es imposible ingresar allí, y mucho menos entender. Pero, aún así, la claridad con que ese límite se me presentaba me hacía gozar.
Siendo sacerdote, he dicho algunas homilías y he escrito algunas reflexiones muy buenas, otras buenas, muchas mediocres, tal vez algunas malas. Entre todos los adjetivos que alguna vez han usado quienes las han apreciado positivamente, el más recurrente es: «gracias por ser claro».
Amo e intento imitar, desde mis límites, la claridad del Maestro, que nos señala como único lenguaje posible: «Sí, sí; No, no». Admiro y me rejuvenezco en la claridad imponente de Pablo, al anunciar el Evangelio de la Cruz, y la necesidad de la fe en Cristo para salvarse. La claridad que lo expuso a ser apedreado, azotado, por no callar ni mimetizar su enseñanza con falsas doctrinas.
Yo no sé si mi alma es igual a la de todos, o si la de todos es igual a la mía.
Pero me cuesta comprender todo estilo comunicacional que deja el alma en ayunas de lo que, para mí, es un nutritivo alimento. Especialmente cuando ese estilo es utilizado en la Iglesia, y más cuando todavía se lo alaba.
Me cuesta asimilar y mucho más aún apropiarme del eufemismo como método, de la palabra ambigua y polivalente como estrategia, de los silencios que pueden ser interpretados como aprobación o rechazo al mismo tiempo, como proceder.
Siento necesidad de decir, sencillamente, al Señor: que no dejemos que la prístina Palabra, que el mensaje de salvación del que somos herederos y portadores –que debemos dejar a las siguientes generaciones- se vea oscurecido o menoscabado por nuestra debilidad. Que no dejemos de ser claros, que no tengamos miedo de seguir llamando las cosas por su nombre, que no intentemos conformar a todos… abandonando a Cristo.
¿O será que ya, sin darnos cuenta, nos hemos colocado la camiseta del rival… o estamos fuera de la ruta, o marchando en sentido contrario al verdadero?
Leandro Bonnin, sacerdote