El don más grande de Dios
Los más bellos recuerdos de juventud sobre mi educación en la fe y las costumbres católicas, tanto en casa, como en las escuelas católicas o más tarde en el pequeño seminario, están todos asociados a la Misa dominical y a la devoción eucarística; pero también a la devoción al Sagrado Corazón de Jesús, que es su prolongación. Este divino Corazón ha sido entronizado tanto en mi casa, como en las escuelas católicas y en el pequeño seminario. Sin embargo, que yo recuerde, nunca he dudado de que el don más grande de Dios hacia mí, mi familia y la Iglesia entera sea el santo sacrificio de la Misa y su incomparable fruto: el Cuerpo, la Sangre, el Alma y la Divinidad de Nuestro Señor Jesucristo. Efectivamente, es el mismo Jesús el que, sentado en el cielo a la derecha de Dios Padre, desciende para hacer presente el Sacrificio del Calvario sobre los altares de nuestras iglesias y capillas, dispersas por todas las regiones del mundo.
Esta maravilla del misterio eucarístico, misterio de nuestra Fe, está íntimamente unido al acceso periódico al sacramento de la Penitencia, disponiéndonos siempre cada vez mejor a recibir a Nuestro Señor, el Pan del Cielo. Maravillándome totalmente de la presencia real del Señor, he acrecentado mi amor por Él y mi deseo de permanecer siempre cerca de Él y de gustarle en todas las cosas. Una ocasión particular de esta intimidad eucarística se me presentó a los diez años, cuando llegué a ser monaguillo, asistiendo al sacerdote en la celebración de la Santa Misa y en los demás ritos sagrados. La oportunidad de ver más de cerca toda la exquisita belleza de la celebración de la Misa y en particular, el ministerio irreemplazable del sacerdote que ofrece el Sacrificio, ha sido una gracia de la que aún hoy estoy muy agradecido.
La belleza de la sagrada liturgia
Los edificios de las iglesias, sus muebles, los altares, los lienzos sacros, los cálices, las patenas, los copones, las custodias, los vasos sagrados y los ornamentos, lo mismo que el canto gregoriano y la polifonía que se cantaba en las grandes fiestas a lo largo del año, y sobre todo, los ritos litúrgicos en sí mismos que están articulados con tal refinamiento, en una palabra, todo este conjunto nos hacía percibir la realidad subyacente: el encuentro entre el cielo y la tierra que es la sustancia de la sagrada Liturgia. Procedo de una región rural de un estado de los Estados Unidos, caracterizado por las pequeñas explotaciones agrícolas, y he crecido en una granja. Sin embargo, la belleza de la sagrada Liturgia, conservada por la Iglesia en todo el mundo, llegó también a mi región, y los fieles hacían los sacrificios que hiciesen falta para salvaguardar y promover el don más hermoso de Dios hacia nosotros. Recuerdo que, ya en mi infancia, tenía un sentimiento de esta realidad tan grande, que me ha acompañado durante toda mi vida, a la vez que buscaba profundizar mi conocimiento y acrecentar mi amor al Señor eucarístico.
Durante mis últimos años de colegio y al inicio de mis estudios universitarios, que estuvieron siempre enmarcados por el seminario, todo esto que acabo de relatar sufrió un cambio radical en mi país. A pesar del hecho de que yo no tenía más que diecisiete o dieciocho años, quedé profundamente marcado por ello. Las iglesias fueron reorganizadas y se quitaron las cosas más preciosas, especialmente los altares principales que habitualmente, en esta lejana región, habían sido traídos de Europa o habían sido construidos por artistas europeos. Ya no existía la atención cuidadosa por los lienzos sagrados, los vasos y los ornamentos, mientras que el canto gregoriano y la polifonía sagrada eran abandonados en favor de músicas modernas, mediocres y a menudo banales. El latín no se intentaba enseñar apenas o nunca, y las traducciones inglesas de los textos litúrgicos utilizaban un lenguaje ordinario y poco elevado. La cosa más chocante fue el cambio radical del rito de la Misa, reduciendo muchísimo su expresión y significado. Esta situación se agravó por los experimentos litúrgicos aparentemente interminables y que a veces me han dejado la impresión de no haber asistido realmente a la Santa Misa.
Los efectos desastrosos de la crisis
Desgraciadamente, a pesar de las medidas correctoras de la Santa Sede, sobre todo del bienaventurado papa Pablo VI y del santo papa Juan Pablo II, la situación continuó; al mismo tiempo, hemos asistido a una pérdida dramática de la Fe en la Eucaristía y a un declive asombroso de la asistencia a la Misa dominical. Toda la destrucción de la belleza litúrgica ha venido justificada en nombre del así dicho «espíritu del Concilio Vaticano II», incluso si, en realidad, esas cosas no tenían nada que ver con la verdadera reforma deseada por los Padres Conciliares. A decir verdad, había ahí una manifestación devastadora de una cierta interpretación del Concilio Vaticano II, en discontinuidad con toda la tradición ininterrumpida de la doctrina y de la disciplina de la Iglesia. El papa Benedicto XVI, ha descrito este fenómeno en la Felicitación de Navidad del 2005 al Colegio de Cardenales y a la Curia Romana.
Durante los dos últimos años de su pontificado, el santo papa Juan Pablo II asumió un esfuerzo intenso y profundo para corregir, de una manera comprehensiva, los abusos litúrgicos, y por restaurar la sagrada Liturgia según la intención de los Padres Conciliares. El papa Benedicto XVI ha continuado la reforma litúrgica del papa Juan Pablo II, muerto antes del Sínodo de los Obispos sobre la Sagrada Eucaristía que él había convocado para el mes de octubre de 2005. Las principales obras del santo papa Juan Pablo II que miraban a esta reforma son: su carta encíclica Ecclesia de Eucharistia del Jueves Santo de 2003 y la instrucción Redemptionis Sacramentum de la Congregación para el Culto Divino y la Disciplina de los Sacramentos de abril de 2004, ya anunciada por el santo Pontífice en su encíclica. Las principales obras del papa Benedicto XVI son: la exhortación apostólica post-sinodal Sacramentum Caritatis de febrero de 2007. Seguida por la carta apostólica en forma Motu Proprio Summorum Pontificum de julio de 2007 con la instrucción correspondiente de la Comisión Pontificia «Ecclesia Dei» de abril de 2011 sobre la puesta en marcha y la aplicación de dicho Motu Proprio.
Como obispo de La Crosse, después arzobispo de Saint Louis, he encontrado una guía segura y una ayuda extraordinaria en el magisterio del santo papa Juan Pablo II y en el papa Benedicto XVI. He querido presentar cuidadosamente a los fieles confiados a mi cuidado pastoral sus enseñanzas más importantes. He tratado de hacerlo a través del periódico diocesano, en el que he comentado durante dos años los textos completos de la carta encíclica Ecclesia de Eucharistia y de la exhortación apostólica post-sinodal Sacramentum Caritatis. Después, animado por diversos sacerdotes y por otros tantos fieles, he revisado el texto de los artículos con la ayuda de mi secretaria la hermana M. Regina y del sacerdote Michael Houser. El resultado ha sido el volumen que ahora ha sido traducido y publicado en francés. El señor Thomas Mckenna de la «Catholic Action for Faith and the Family», asociación dedicada a la nueva evangelización, ha garantizado su publicación en los Estados Unidos y ha cooperado con el señor Benoît Mancheron y la casa editorial Via Romana para la edición francesa y también con otras editoriales para las publicaciones en croata, alemán, italiano, polaco y portugués. Doy gracias al Buen Dios porque este libro sea un bien espiritual para muchos lectores.
La continuidad orgánica de la sagrada Liturgia
Quiero concluir mi reflexión manifestando la esperanza de que lo que he escrito, inspirado por la continuidad orgánica de la sagrada Liturgia a lo largo de tantos siglos de cristiandad, pueda ayudar al lector a apreciar la bondad, la verdad, y la belleza de la Liturgia santa, como la acción del Cristo glorioso en medio de nosotros, y como el encuentro del cielo y de la tierra. Y así, espero que la lectura del libro pueda, de alguna forma, ayudar al lector a conocer mejor a nuestro Señor Eucarístico y a quererle siempre más ardientemente. Que la adoración humilde del misterio eucarístico, misterio de Fe, inspire y refuerce en nosotros una vida eucarística, y una vida de amor puro y desinteresado por el prójimo, sobre todo por el prójimo más necesitado.
Que la Santísima Virgen María, «Mujer de la Eucaristía» según la expresión del Santo Papa Juan Pablo II, nos acerque a su Hijo en el santo sacrificio de la Misa, a fin de que, por su maternidad divina, Le reencontremos en su Presencia Real en el Santísimo Sacramento y que sigamos siempre su consejo maternal: «Haced todo lo que Él os diga» (Jn 2, 5).
A todos vosotros os agradezco vuestra presencia y vuestra positiva atención. Que el Buen Dios os bendiga y bendiga también vuestros hogares.
Raymond Leo, cardenal Burke.
Traducido por José Luis Aberasturi, del equipo de traductores de InfoCatólica.
Publicado originalmente en L´Homme Nueveau
Libro en francés:
La Sainte Eucharistie, sacrement de l’amour divin