1. Danos hoy y siempre de este pan
Luego de la Doxología y el solemne Amén, comienza la tercera parte de la Liturgia Eucarística: el Rito de la Comunión. Su inicio es la Oración del Señor. (…)
¿Cuál es el sentido de rezarla en este momento? Evidentemente el vínculo más explícito entre su contenido y el momento de la Misa es la cuarta petición: «Danos hoy nuestro pan de cada día». Petición que se puede entender –y así lo hizo siempre la Iglesia– doblemente: como referida al sustento necesario para vivir la vida temporal, pero también al alimento espiritual.
En esta petición hay algo muy humano, transferido al Padre Dios. Como los hijos chiquitos que piden –primero llorando, luego con palabras articuladas– ser alimentados, así también nosotros decimos: «Papá, danos Pan. Papá, tenemos hambre. Papá, estamos cansados, nos sentimos débiles, nos faltan las fuerzas... danos comida».
Jesús usó también esa comparación al hablar de la oración, diciendo: «¿Quién de ustedes, si un hijo le pide pan, le da una piedra?... Si ustedes, que son malos, dan cosas buenas a sus hijos, cuánto más mi Padre les dará lo necesario».
Con Dios sucede casi lo contrario. A veces nosotros le pedimos piedras y Él nos da pan.
Nosotros le pedimos pan material y Él nos da el Pan de Vida.
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Pero hay un matiz, que atraviesa todo la oración del Señor, desde su primera expresión. No decimos «dame hoy mi pan», como no decimos «Padre mío, venga a mí tu Reino...».
Pido al Padre en cuanto miembro de su Familia, de la Iglesia. Pido sabiéndome y sintiéndome miembro de un Cuerpo. Pido para mí y pido también para mis hermanos.
La Oración del Señor, como toda la Misa, es una escuela del Nosotros. Nos anima a pensarnos siempre en plural, a vivir integrados en esa «red» maravillosa de nuevas relaciones que ha inaugurado Jesús.
(…)
Pídele al Señor tomar conciencia también del verdadero hambre que atormenta al mundo: el hambre de Amor, el hambre de Dios.
2. «¡Recreo!»
Luego del Padre Nuestro y su solemne conclusión con el Tuyo es el Reino, la liturgia romana nos invita al Rito de la Paz.
Pero, paradójicamente, el Rito de la Paz es el momento menos pacífico de la Misa. Algunos incluso piensan que se podría cambiar el nombre y llamarlo simplemente «recreo» o «descanso».
¿Por qué digo esto? Porque sucede a menudo que luego de momentos de gran recogimiento, y justo antes de la sublime hora de unirnos a Jesús... se genera un ambiente de dispersión y disipación difíciles de controlar. Se acabó el silencio y la piedad, y se da lugar a efusivos abrazos y palmadas en la espalda, ruidosos besos y hasta estruendosas risotadas.
Con esto no te estoy diciendo que el Rito esté mal: evidentemente, no voy a criticar algo tan sagrado. Pero sí puedo decir que en muchas ocasiones se pierde el sentido profundo, espiritual, litúrgico, y se reduce el gesto a sólo una acción cordial, perdiendo de vista lo que se hizo antes y lo que viene después.
Y creo que es posible hacerlo bien, y mantener equilibradas las dimensiones simbólicas e interiores.
En primer lugar, recordemos que no es simplemente «saludar al de al lado», sino decirle «la Paz del Señor esté contigo». Son palabras muy fuertes, son las palabras que Jesús resucitado usó con los apóstoles, en su primera aparición. (…)
En segundo lugar, el gesto implica también un compromiso, una decisión, de vivir en paz con todos. Al estrechar la mano del vecino, estoy diciendo con mis gestos que yo quiero, que yo decido, ser artífice de Paz en el mundo. (…)
En tercer lugar, las indicaciones de la Iglesia nos dicen que sólo debemos saludar a los más cercanos. No es necesario hacer complicados movimientos –con gestos de contorsionista incluidos– ni caminar tras bancos para atrás o para adelante, para que quede claro que queremos desear la paz a todos.
En todo momento, no hemos de perder de vista lo que el sacerdote dice antes a Jesús: «Conforme a tu Palabra, concédele la Paz y la unidad». La Paz es un don, es un regalo del Resucitado. Un don que pedimos, recibimos y deseamos comunicar. Un don que se nos entrega, sobre todo, en la Sagrada Comunión, para la cual es necesario prepararse todo enteros.
Sin recreos.
3. Tomó el Pan y lo partió...
Mientras los fieles cantan el «Cordero de Dios», el sacerdote realiza un rito de capital importancia: la Fracción del Pan.
Un gesto que se transforma en uno de los nombres del sacramento. En el libro de los Hechos de los Apóstoles, cuando se nos habla de la Misa, se dice sencillamente: «Se reunían para la fracción del Pan».
Este gesto lo realizó Jesús en la Última Cena, pero también antes y después.
En los relatos de la multiplicación de los Panes, se describe una precisa secuencia. Jesús «toma el pan», «pronuncia la bendición», «lo parte» y luego «lo da».
Los mismos verbos se usan el Jueves Santo, y los mismos, exactamente, en el relato de los discípulos de Emaús: llegados a ese pequeño pueblo, reconocieron a Jesús justamente por ellos.
Estos gestos estructuran también –como no podía ser de otra manera– la Santa Misa.
«Toma el pan» la Iglesia cuando realiza la Presentación de las ofrendas. Se separan un poco de pan y de vino, para destinarlos a un fin infinitamente superior.
«Pronuncia la bendición» en la Plegaria Eucarística, donde se comienza dando gracias y se incluye la Consagración.
«Lo parte» en este momento y «lo da» cuando distribuye a los fieles el Pan de Vida.
El Sacerdote, entonces, reproduce un gesto del Señor. ¿Qué significa? ¿Es sólo una acción ritual, una imitación de la Última Cena?
Es más que eso. Porque el Pan partido el Jueves Santo es un símbolo clarísimo de los sufrimientos de la Pasión. Jesús fue despedazado por nuestros delitos, fue destrozado por nuestros crímenes y eso quiso significar Jesús con su gesto, la noche anterior.
Este mismo gesto, reiterado hoy en cada Misa, nos recuerda también los padecimientos del Señor. Él es el grano de trigo que debió morir y ser sepultado en la Tierra, para dar fruto.
(…)
De este sencillo gesto hemos de aprender también nosotros. Porque de alguna manera la Eucaristía nos define, nos marca un sendero a seguir.
Cada cristiano –no sólo los sacerdotes– somos tomados por Dios, somos bendecidos por Él y Él desea darnos a los demás. Pero para poder darnos, muchas veces, es necesario partirnos. El amor, en no pocas ocasiones, provoca y exige una muerte interior, una abnegación de sí mismo. (…)
¿Estás dispuesto? ¿O ante el más pequeño sufrimiento tu capacidad de amar se retrae?
Pero la fracción del Pan encierra aún otros simbolismos. Uno de ellos es atestiguado por San Pablo, en su carta a los Corintios: «Ya que hay un solo pan, todos nosotros, aunque somos muchos, formamos un solo Cuerpo, porque participamos de ese único Pan».
El único Pan se parte, para que muchos puedan comer de Él. Por eso el Misal prescribe al sacerdote que, de ser posible, luego de la fracción, separe algunos fragmentos de la Hostia (grande) consagrada para darlos a los fieles. Así se expresa mejor ese misterio.
Porque comemos un mismo pan, somos un Cuerpo, aunque somos muchos. La unidad de la Iglesia y por ende del mundo, sólo es posible por y desde Jesús Eucaristía. (…)
Esto vale para la Iglesia Católica extendida por todo el mundo; vale para las diócesis; vale para las parroquias. Vale para los grupos y comunidades eclesiales.
Algunas veces surgen divergencias y queremos solucionarlas sólo con nuestro ingenio. En la comunión y ante el Sagrario están las respuestas a la necesidad de unión.
Esto vale, por ende, para las familias, y para tu familia. Vale para los matrimonios. ¡Qué maravillosa eficacia unificadora tiene en un matrimonio acercarse juntos, con corazón purificado, a la Mesa del Señor! «Porque comemos un pan, somos uno».
Por eso, mientras cantas el Cordero de Dios, mira al sacerdote. Piensa en los azotes y los clavos de la Pasión, y dale gracias por haberte amado tanto.
Piensa en las veces que durante la semana has sido «partido» por el sufrimiento del amor, y únelas al suyo.
Piensa en aquellas heridas a la unidad de la Iglesia y de tu Iglesia doméstica, y dile: «Sánalas, Señor».
4.«Que no sea para mí motivo de condenación»
Luego de la fracción del Pan, el sacerdote deja una pequeña partícula de la hostia en el cáliz. Este gesto tiene su origen en la Iglesia de Roma de los primeros siglos, cuando un diácono llevaba una partícula de la Eucaristía celebrada por el Obispo a los otros lugares donde se celebraba Misa y se unía a las demás. Era un signo de Unidad del colegio de los presbíteros y de toda la Iglesia en torno al Obispo.
Ese gesto, en la edad Media, se interpretó también en relación a la Fracción del Pan. Si ésta significaba la Pasión y muerte violenta, el dejar el pedacito de Hostia en el cáliz significaba la Resurrección, en que se habían vuelto a unir su Cuerpo y su Sangre.
Los dos aspectos del Misterio Pascual permanecen, así, unidos en el rito.
El sacerdote se inclina, entonces, y el Misal le propone dos oraciones para prepararse a la Comunión. Oraciones que todo fiel puede conocer, y rezar, porque conjugan armoniosamente precisión teológica y piedad, humildad y adoración.
La primera dice: «Señor Jesucristo, Hijo de Dios vivo, que, por voluntad del Padre, cooperando el Espíritu Santo, diste con tu muerte la vida al mundo; líbrame, por la recepción de tu Cuerpo y de tu Sangre, de todas mis culpas y de todo mal. Concédeme cumplir siempre tus mandamientos, y jamás permitas que me separe de Ti».
El sacerdote habla a Jesús estando ahí, cara a cara, a pocos centímetros uno de otro. Le habla como un amigo, con sencillez; pero a la vez, consciente de su dignidad y Majestad infinita. Escondida, humillada, está la Eterna Palabra, que en la Encarnación y en la Pascua rescató a la humanidad.
(…)
Líbrame sugiere que hay pecados que nos retienen, que nos esclavizan de los cuales no podemos, con nuestras propias fuerzas, desembarazarnos. La Sangre redentora penetra hasta la médula del alma, y elimina, incluso, los pecados que se nos ocultan.
Jamás permitas que me separe de Ti. Estar con el amado inflama el corazón en el deseo de no perderlo nunca. Cuando se ha conocido de verdad a Jesús, poseerlo equivale a ser ricos, y perderlo es la suprema desdicha. El cura de Ars padecía de fuertes tentaciones de desesperación, y cuentan que le decía a Jesús, en el momento de la elevación: «Señor, si supiera que voy a perderte para siempre, no te soltaría de mis manos».
(…)
La segunda oración pone el acento en otro aspecto. Dice así: «Señor Jesucristo, la comunión de tu Cuerpo y de tu Sangre no sea para mí un motivo de juicio y condenación, sino que, por tu piedad, me aproveche para defensa de alma y cuerpo y como remedio saludable».
Está inspirada en un texto de San Pablo, que advierte a los Corintios: «Que cada uno se examine a sí mismo antes de comer este pan y beber esta copa; porque si come y bebe sin discernir el Cuerpo del Señor, come y bebe su propia condenación».
El texto de Pablo nos hace pensar en las condiciones para comulgar. Porque no siempre que estamos en Misa tenemos el alma dispuesta para ir al encuentro del Señor. Es necesario examinarnos y discernir.
Comulgar en pecado grave es cometer un pecado más grave aún, el pecado de sacrilegio. Es ofender el amor del Corazón de Jesús, herirlo nuevamente con el beso de Judas. Es también «comer y beber nuestra propia condenación».
Pero, en realidad, ¿hay alguien digno de recibir al Señor? ¿No decimos inmediatamente, con palabras robadas al Centurión: «Señor, yo no soy digno»?
Es verdad. Ninguno de nosotros es, estrictamente hablando, digno de comulgar. Porque entre Dios y la Creación hay una distancia infinita, y porque somos pecadores empedernidos. Nadie es digno.
Sin embargo, la Iglesia nos dice: «La Eucaristía no es para los perfectos... es remedio saludable, medicina de los débiles».
Pero es imprescindible tener al menos unas condiciones mínimas. La Iglesia a través de los siglos nos enseña que para recibir la Comunión es necesario estar en Gracia de Dios, en comunión con Dios, en amistad con Él.
¿Cómo sabemos si lo estamos? El estado de Gracia se inicia en el Bautismo, se pierde por el pecado mortal y se recupera por una Confesión bien hecha.
Por lo tanto, sabemos si estamos en Gracia de Dios cuando tenemos la tranquilidad de no haber cometido ningún pecado mortal desde la última Confesión bien hecha. Además, debemos tener una hora de ayuno antes de comulgar y creer firmemente en la presencia del Señor en el Sacramento.
¿Y qué pasa si no estoy en Gracia de Dios, pero siento unos deseos enormes de acercarme? La enseñanza de la Iglesia en el Catecismo es clarísima: «Quien tiene conciencia de estar en pecado grave debe recibir el sacramento de la Reconciliación antes de acercarse a comulgar».
Es preferible privarte de recibirlo al Señor en pecado, que causarle una nueva herida –y un nuevo perjuicio a tu alma– comulgando sacrílegamente. En ese caso, ofrece el sufrimiento, el quedarte «con hambre» como una oblación espiritual, pero no vuelvas a ofenderlo.
Una razón importante se puede añadir para justificar esta conducta: si estando en pecado grave, te acercas igual a comulgar, frente a una próxima tentación no te vas a esforzar tanto, porque igual no te privaste del Cuerpo del Señor. En cambio, si «pasaste hambre» de la Eucaristía la última vez que fuiste, cuando vuelvas a estar en Gracia y seas nuevamente tentado, vas a luchar con mayor empeño para nunca más privarte de Él.
Cuando veas al sacerdote inclinado, no te distraigas. Mientras cantas el Cordero de Dios, piensa, reza, adora, alaba, cree, pide perdón. Está llegando el momento cumbre. La Mesa está preparada. Las Bodas del Cordero comienzan ya aquí.
- Hoy quiero alojarme en tu casa
Esas palabras escuchó, perplejo y confundido, el pequeño Zaqueo. (…)
Esas palabras te dice Jesús, en cada Misa: «Hoy quiero alojarme en tu casa... quiero entrar en tu cuerpo... quiero ir a tu corazón».
El mismo asombro y confusión, la misma inmensa alegría que Zaqueo deberían invadirte cada vez –¡cada vez!– cuando se acerca el momento de la comunión.
¡Él! ¡Él quiere alojarse en ti!
Nunca lo comprenderás del todo –ni siquiera en el Cielo–, pero ¡nunca te acostumbres!, ¡nunca!
Cuando vayas a comulgar, ve con alegría. Estar recogidos y atentos no significa estar con cara de sufrimiento, o con el ceño fruncido. «Dichosos los invitados» dice el sacerdote, con palabras del Apocalipsis. Súmate a la procesión sin distraerte, con gozo espiritual.
Canta el canto de comunión o, si prefieres, ve en silencio, repitiendo «Señor, no soy digno... pero una palabra tuya basta para sanarme».
O puedes decir también, con las manos juntas: «Creo, Señor, pero aumenta mi fe».
O repetir una vez más «Ten piedad de mí, porque soy un pecador».
O musitar suavemente: «Señor, tú lo sabes todo, sabes que te quiero...».
No te distraigas: no mires a los lados, ni te entretengas con el simpático monaguillo que tiene la bandejita junto al sacerdote, ni intentes buscar el canto si se olvidaron de anunciarlo. Vas a encontrarte con Jesús, de un modo tan íntimo e intenso que ni en sus mayores esperanzas el hombre habría podido imaginar.
Cuando llegue tu momento, la Iglesia te enseña que puedes comulgar estando de rodillas o de pie. Cada país tiene sus costumbres y modos habituales, pero ambos modos están permitidos.
Sea cual sea el modo exterior de hacerlo, no te olvides: tu alma y tu corazón deben estar arrodillados. Si lo haces de pie, haz una respetuosa reverencia con la cabeza. No es necesario que sobreactúes, ni que asumas posturas rígidas: si tu alma está encendida, tu cuerpo es dúctil como la cera ante el calor.
El sacerdote te dirá: «El Cuerpo de Cristo». Él está ahí, hecho alimento. Su Cuerpo que estuvo en la Cruz y ahora está junto al Padre. Imagina a los pastores, cuando fueron al establo, y encontraron allí al Mesías que los ángeles le habían anunciado. Imagina a los Magos venidos de Oriente, y llegados por fin a la meta anhelada. Imagina a Simeón, cuando encontró en el Templo a María, a José y al Niño, después de lo cual ya podía morir en paz. Él está ahí.
Tu «amén» debe ser delicado y firme a la vez. Debe ser una expresión de profunda fe. Un eco del Amén de Jesús al entrar en este mundo, en Getsemaní y en la Cruz.
Puedes recibir la Comunión en la boca o en la mano, donde esté permitido. Ambos gestos pueden ser reverentes y expresar Adoración. Pero no olvides que en cada partícula –en cada miguita– de la hostia consagrada está el Tesoro de la Iglesia. Sé cuidadoso en el modo en que lo recibas, procura que nada caiga en la tierra, como procuras que ninguna Gracia sea estéril.
Ese momento es sagrado, como ningún otro en esta vida. Es el Cielo en la tierra. Es el comienzo de la eternidad. No lo desaproveches. Vuelve a tu banco radiante de paz. Cierra los ojos, y adora. Nunca podrás tenerlo más cerca en el destierro de esta vida que en esos minutitos.
Los devocionarios nos ofrecen oraciones que pueden servir: úsalas si te ayudan. Pero sobre todo deja fluir el amor.
Arrodíllate, junta las manos, o, si estás sentado, sumérgete en ese océano de ternura que llevas dentro.
Dile palabras cariñosas. Atiéndelo como María de Betania al recibirlo en su casa. Agradece, pide, intercede. El Rey de Reyes te ha elegido como Palacio y como Trono.
María está a tu lado en ese momento. Dile que te ayude a adorar. Abrázate fuerte de ella. Imagínala en los nueve meses de la gestación, adorando al Mesías que llevaba dentro. Imagínala besar al recién nacido en Nazareth o en Egipto.
Esos minutos son eternos, son la Eternidad.
Leandro Bonnin, sacerdote