En el transcurso de una conversación en Internet, un amigo evangélico me escribió sobre la devoción Católica hacia los santos diciendo que «si alguna iglesia hubiera erigido una estatua a Juan el Bautista y le estuviera sacrificando palomas, entonces demoler esa estatua a escombros sería un acto de honra y respeto hacia Juan, no de deshonra».
Comprendo la lógica que se desprende de esto ya que yo creía algo similar. En una época yo también creía que la devoción católica era intrínsecamente idólatra y que los católicos veneraban a los santos (especialmente a María) «exageradamente». Mi problema llegó cuando comencé a conocer la devoción católica real. Descubrí que ningún católico formado adoraba a María o a cualquier otro santo como un dios o diosa. Descubrí que ningún católico bien formado creía que María era omnipotente u omnisciente. Descubrí que ningún católico bien formado creía que ella podía responder a las plegarias cuando nuestro Dios irritado rehusaba hacerlo. Descubrí que muy raramente uno se encontraba palomas desmembradas delante de su estatua o de la de Juan el Bautista. En resumen, descubrí que la historieta de la devoción católica en la que había creído parecía haberse extraído de algún tipo de frecuencia subsónica ya que de todos los católicos reales que he conocido durante un cuarto de siglo como católico (y un año como cuestionador) nadie intervino jamás en cosa alguna como las descabelladas prácticas en las que «todo el mundo» sabía que se embarcaban los católicos.
Pero sin embargo, retuve la inquietante sensación de que la veneración católica a los santos y a María era en gran medida excesiva. Mucho mejor, dije, era nuestro propio culto evangélico que honraba a los santos y a María «justo lo suficiente».
Y creí eso hasta que empecé a formularme una dura pregunta. Muéstrame, comencé a demandarme, al evangélico que honra a María «justo lo suficiente». Cuanto más buscaba, menos encontraba. Porque la realidad del día a día es que mi evangelicalismo originario evitaba cualquier mención a María como si fuera una leprosa. Empecé a notar que los evangélicos podían hablar todo el día de San Pablo y nunca sentir que al centrarse 24 horas al día, siete días a la semana, en el pensamiento y vida de San Pablo, estaban «idolatrando» a Pablo o «dedicándole demasiado honor». Eso es porque los evangélicos entienden debidamente que Jesús viene a nosotros a través de San Pablo y no hay conflicto entre ambos (aunque San Pablo haya demostrado muchos más fallos de carácter de los que jamás se vieron en María). Sin embargo he visto con mis propios ojos que la más mínima mención de que un católico rinde culto a María trae inmediatamente una aluvión de advertencias y protestas hacia el representante católico por parte de los bien-intencionados evangélicos, quienes hablan como si una devoción a María de diez minutos pudiera con seguridad desgajar a un alma del amor al Dios viviente mientras que una meditación de toda la vida sobre Pablo es totalmente parte de vivir la vida cristiana. Es por ello que a pesar de las pretensiones de honrar a María «justo lo suficiente», la realidad ha sido que no se le ha prestado ninguna atención mas allá de cantar «Noche de Paz» cada Navidad.
¿Por qué la criatura llamada Pablo es un camino seguro y certero a Cristo y sin embargo la criatura que dio a Jesucristo su naturaleza humana sólo puede ser una trampa y un peligro? es algo que empecé a entender cada vez menos a medida que pasaba el tiempo. Nosotros los evangélicos ciertamente reverenciábamos a San Pablo por su trabajo como apóstol enviado por Cristo. Lo que me resultaba cada vez más duro de entender es porqué debíamos quedar petrificados para reverenciar a la Señora que Jesús encomendó a su Bien amado discípulo como Madre, y de quien nuestro Señor tomó la carne con la cual nos compró en la cruz. Seguro que si podemos honrar a Pablo por sus sufrimientos apostólicos, podemos honrar a Aquella a quien «todas las generaciones» debían llamar «Bendita» y rendirle el tributo que se merece por ofrecer voluntariamente a su propio Hijo amado. Ella sintió, como nadie en la tierra, cómo la espada que laceró el costado de Cristo traspasaba su propia alma.
Es por ello que llegué a cambiar mi idea sobre la devoción católica a María. Crecientemente empezó a parecerme que cualquier honra a María considerada a la luz evangélica como «demasiada», era justamente como si el minúsculo sorbo de vino consagrado en misa fuese «demasiado» vino para ser tolerado por un abstemio... Comenzó a ocurrírseme que la honra católica dedicada a María y los santos era simplemente normal y que lo que necesitaba explicarse era la extraña aversión del evangelicalismo hacia Ella.
Mark Shea
Traducido por Carina Gietz, del equipo de traductores de InfoCatólica
Publicado originalmente en el National Catholic Register