1.- La Sagrada Familia en cuyo honor celebramos esta solemnidad dentro del tiempo de Navidad es el «Hogar de la Misericordia». Hogar porque allí se vivió el calor del amor entre los esposos María y José y entre los padres y el hijo suyo, Jesús, que es el Hijo de Dios. Con razón se puede decir que aquella familia era y es reflejo de la Santísima Trinidad o como la definió San Ambrosio es sacrarium Trinitatis (Sagrario de la Trinidad)ya que en palabras del Concilio Vaticano II está en comunión «por la unidad del Padre, del Hijo y del Espíritu Santo» (Const. Lumen gentium, 4).
Allí se palpaba la comunión entrañable entre los tres y el dinamismo sobrenatural que proporciona el amor. «Hogar de la Misericordia», digo, porque en el calor del hogar de Nazaret y, así debe ser en todo hogar cristiano, se aprende a ser perdonado y a perdonar, a reconocer la dignidad de cada uno por lo que es y no por lo que tiene; se viven las grandes y pequeñas virtudes domésticas como la sinceridad, la laboriosidad, la generosidad y el apoyo mutuo. Y se ponen en práctica las obras de misericordia corporales pues en casa se da de comer al hambriento, de beber al sediento, se viste de acuerdo a las necesidades de cada uno, se acoge a familiares y amigos que vienen de fuera, se asiste con cariño a los enfermos, e incluso se unen para vivir el duelo de haber perdido y enterrado a los familiares cuando mueren.
Se aprende también la práctica de las obras espirituales de misericordia, pues en el ámbito de la familia se aprende a vivir, se dan y se reciben buenos consejos, se corrigen los defectos, se consuela al que está triste, se soportan con naturalidad las molestias de la convivencia y todos rezan por los vivos y por los que ya han pasado a las manos de Dios: los difuntos de la familia. Y más aún se aprende a vivir como cristianos participando en la experiencia eclesial unidos a los sacramentos que van peldaño a peldaño jalonando los tiempos, la edad y las vocaciones de los miembros que componen la familia.
2.- La liturgia de hoy nos propone el episodio bien conocido de Jesús, sentado entre los doctores de la Ley a los doce años. Sus padres que andaban preocupados por si se había perdido entre el bullicio de los peregrinos que acudían a Jerusalén, se quedaron sorprendidos al verlo, y María le pide explicaciones. La respuesta de Jesús es sencilla y de profundo sentido, a la vez: «¿No sabíais que yo debía estar en las cosas de mi Padre?» (Lc 2, 49). Nosotros desde nuestra perspectiva también nos llama la atención y nos preguntamos de quién había aprendido el adolescente Jesús ese amor a las cosas de su Padre. Sin duda de su íntima relación con Dios Padre, de su relación personal con Él, como recuerdan las palabras de la carta a los Hebreos en boca de Jesús: «He aquí que vengo para hacer, ¡oh Dios!, tu voluntad» (Hb 10,7).
Pero también podemos estar seguros de que lo aprendió de sus padres, de María y de José, que le enseñarían las oraciones, los salmos que recuerdan el trato íntimo de la criatura con el Creador. Para nosotros es un gran estímulo para reconocer que la familia cristiana es la mejor escuela donde los hijos aprenden a rezar, y a saber aceptar y seguir la voluntad de Dios. A María y a San José les pedimos que nuestras familias asuman su preciosa misión educativa.
La Sagrada Familia, he comenzado diciendo, es reflejo de la Trinidad Beatísima donde cada persona tiene su propia identidad y, a la vez, están unidos en estrecha relación de amor y de un objetivo común, es decir en comunión. Pero es también icono de la familia cristiana que es la célula fundamental de la sociedad y de la Iglesia. Los padres que me escucháis sois testigos de haber recibido el hermoso don del Espíritu Santo que en el Sacramento del Matrimonio os ha hecho partícipes de su amor esponsal, siempre nuevo y siempre fiel, y vosotros al renovar cada día con fe vuestro «sí» conseguís que vosotros y vuestros hijos continuéis viviendo del amor de Dios.
3.- Al hilo de la primera lectura que nos recuerda la presentación del pequeño Samuel en el templo, quiero dirigirme de modo especial a las mujeres, a las madres de familia. En ese episodio es Ana, la madre, quien después de cuidar a su hijo durante tres años aproximadamente, el tiempo que se consideraba necesario para amamantar a los hijos, subió con él al templo de Siló y lo presentó con unas palabras emocionantes: «Señor te ruego que me escuches; yo soy la mujer que estuvo aquí, junto a ti, rezando al Señor. Este niño es lo que yo pedía, y el Señor me ha concedido lo que le pedí. Ahora ya lo cedo al Señor; por todos los días de su vida, queda cedido para el Señor» (1Sam 1, 2628). Junto a su función como madre ejerce la función como mujer que toma la iniciativa por sí misma. Seguramente lo habría hablado con su marido Elcaná, pero el texto sagrado únicamente la menciona a ella. En nuestra sociedad no es fácil compaginar la maternidad con la actividad como persona. Lo señala con rotundidad el papa Francisco cuando enseña que la Iglesia siempre ha abogado por la importancia del papel de la mujer y afirma que aunque muchas cosas han cambiado en la evolución cultural y social, es un dato de hecho que la mujer da a luz a seres humanos que son personas puesto que, dando a la mujer la maternidad, Dios le ha confiado de una manera muy especial el ser humano.
La mujer, sin olvidar su derecho a participar en la vida social lo mismo que el varón, tiene como misión insustituible su maternidad y su función esencial dentro de la familia. El papa S. Juan Pablo II enseñó con claridad: «Si se debe reconocer a las mujeres, como a los hombres, el derecho de acceder a las diversas funciones públicas, la sociedad debe sin embargo estructurarse de manera tal que las esposas y madres no sean de hecho obligadas a trabajar fuera de casa» (Familiaris consortio, 24).
4.- Otro tema ineludible al hablar de la familia es la violencia doméstica que está lacerando a tantas mujeres de hoy. El Papa Francisco ha gritado con fuerza y con frecuencia contra esta lacra, como lo hizo en Kenia donde pidió que terminara de una vez por todas la arrogancia de los hombres, que hieren o degradan a las mujeres». Los gobiernos tienen la obligación de poner todos los medios necesarios para erradicar esta desgracia, pero también cada uno de nosotros debemos insistir en denunciar el egoísmo creciente que degrada nuestra sociedad. Ya lo decía S. Agustín: «Dos amores construyeron dos ciudades: el amor de Dios hasta el desprecio de uno mismo, la ciudad de Dios; el amor de uno mismo hasta el desprecio de Dios, la ciudad humana degradada» (San Agustín, La Ciudad de Dios, 14,28).
Volvamos los ojos, antes de terminar, a la Sagrada Familia de Nazaret, para entrar como un invitado en aquel hogar maravilloso y, después de contemplar las actitudes y ejemplos de cada uno, dirijamos la misma oración que formuló el papa Francisco: «Sagrada Familia de Nazaret, haz que también nuestras familias sean lugares de comunión y cenáculos de oración, auténticas escuelas del Evangelio y pequeñas Iglesias domésticas. Sagrada Familia de Nazaret, que nunca más en las familias se vivan experiencias de violencia, cerrazón y división: que todo el que haya sido herido o escandalizado conozca pronto el consuelo y la sanación» (Audiencia en la Plaza de San Pedro de Roma, 2013).
Ruego que en esta Eucaristía tengamos presente a tantos desplazados con motivo de las guerras. Que la Sagrada Familia venga en ayuda de estas familias que sufren. Hoy ofrecemos plegarias por ellos y la colecta que tenga esta finalidad: ayudar a los que sufren a causa de la persecución. Que encuentren en nosotros la fraternidad y el alivio de sentirse apoyados y acompañados.
+ Francisco Pérez, arzobispo de Pamplona y obispoTudela
Homilía predicada en la Catedral de Pamplona en la Fiesta de la Sagrada Familia el 27 de diciembre del 2015