La castidad, es decir el dominio de la sexualidad por la recta razón para ponerla al servicio del amor, es necesaria para vivir el celibato, pero éste es algo más. El celibato es la expresión de una especial sensibilidad a un determinado y profundo valor vital, que merece una disposición y entrega total y cuya realización puede dar sentido a una vida, justificando la renuncia a la actuación de otros valores. Por ello a veces se encuentran razones para vivir el celibato en un plano simplemente humano, como cuando alguien se entrega plenamente a una tarea, como puede ser la investigación científica o la dedicación artística, que considera de tal importancia, urgencia e inmediatez, que la lleva a cabo aunque su realización concreta lleve consigo la exigencia del celibato.
El celibato cristiano tiende a realizar el valor religioso, constituyendo la experiencia de Dios y de su gracia la verdadera fuerza del célibe. No es un fin en sí mismo, sino lo que da sentido a este tipo de vida es el amor a Jesús. Es un celibato «por amor del reino de los cielos» (Mt 19,12), «por amor de mí y del evangelio» (Mc 10,29). El valor hacia el que tiende este celibato es la persona concreta de Cristo y el proyecto de su vida: el reino de Dios. El celibato tiene que ilustrar en este mundo que Cristo es «el camino, la verdad y la vida» (Jn 14,6) y la satisfacción más profunda de todo hombre. En la relación personal «sólo con Cristo» la capacidad de amar se ve de tal modo satisfecha que no es preciso convivir matrimonialmente con otra persona, porque precisamente quien valora el matrimonio, pero renuncia a él por Cristo es el que de verdad puede lograr la entrega total a Cristo, mientras la mediocridad en un campo suele llevar la mediocridad en el otro, y por ello los tiempos de crisis del celibato coinciden siempre con los tiempos de crisis del matrimonio. Hay que poder decir a Cristo con total sinceridad: «Aquí estoy, Señor. Hágase en mí según tu voluntad y dispón de mí totalmente». La persona consagrada ha encontrado en Cristo el tesoro escondido y la perla preciosa (Mt 13,44-46), por cuya obtención vale la pena orientar todas nuestras energías.
El celibato asumido en profundidad es un espléndido testimonio de amor, vida y libertad y no una fuga del mundo, sino un escoger el valor religioso como valor fundamental, para ser en la Iglesia y en el mundo un signo de la sensibilidad que la Iglesia debe tener hacia este valor. El célibe por el reino es en el seno de la Iglesia un «sacramentum salutis mundi», un signo que invita a todos a abrirse hacia la religiosidad.
No es, por tanto, la renuncia a sí mismo ni mucho menos el rechazo al sacramento del matrimonio el motivo central del celibato religioso, sino el amor; pero para ello no basta un amor cualquiera, sino el amor que dentro de los límites humanos ha logrado la madurez, porque es fiel, total, estable, definitivo, irrevocable, es decir el amor que no se busca a sí mismo, sino que lo que pretende es «agradar a Dios» (1 Cor 7,32), saliendo fuera de sí para darse a los demás. Quien cumple con su compromiso de celibato es persona que sabe ser fiel a su palabra, lo que ciertamente es señal de honradez y personalidad. El celibato auténtico será exactamente lo contrario del egocentrismo celibatario, pues incluso la soledad que presupone se convierte en el lugar privilegiado para la cita amorosa con Dios. El amor célibe es una forma de permitir la presencia de Dios en nosotros (cf. Jn 14,23) y de vivir el «veníos conmigo»(Mc 1,17). Este amor nace y crece en la pobreza evangélica, en la compasión, en el hambre y sed de justicia, en la rectitud de intenciones, en la búsqueda de la paz y en el servicio a Dios y a los demás y su vivencia no puede prescindir de su referencia a la eucaristía, a la cruz y a la resurrección, acontecimientos pascuales en los que el celibato se descubre como estado de donación, fecundidad y esperanza. «El candidato al ministerio ordenado debe alcanzar la madurez afectiva. Tal madurez lo capacitará para situarse en una relación correcta con hombres y mujeres, desarrollando en él un verdadero sentido de la paternidad espiritual en relación a la comunidad eclesial que le será confiada»(Congregación para la Educación Católica, Instrucción del 4-XI-2005, nº 1). Si el Reino de Dios es preferencia por los desfavorecidos, una opción así no puede mantenerse sin una madurez afectiva y psicológica que suponga un sentido agudo de la dignidad de las personas y una gran capacidad de autodonación y de amar al estilo de Jesús, lo que sólo es posible si dejamos que el Espíritu Santo actúe en nosotros y a través nuestro.
Pedro Trevijano