Para católicos como yo (tal vez uno de los hipócritas a los que el Padre Costadoat alude en su columna del martes pasado, lo que no tendría nada de malo si de verdad lo soy) que no nos criamos dentro de la Iglesia, sino que llegamos a ella en el curso de nuestras vidas, nos invade la tristeza cuando vemos que existen pastores de la Iglesia que empujan incesantemente por cambiar precisamente aquello que a nosotros nos trajo a ella, como es la belleza, verdad y razón de su magisterio y su testimonio contracultural que no se vende al mundo sino que busca cambiarlo.
Para mi en particular es especialmente triste porque mi propia vida es el resultado (imperfecto, pero siempre perseverante) de lo que tal vez usted padre – y entiendo también, lo que la prensa llama los Kasperitas del Sínodo – creen que no existe, o que es simplemente imposible en las condiciones actuales del mundo.
Me convertí al catolicismo sólo una vez llegado a la universidad y precisamente porque vi en el magisterio de la Iglesia una alternativa a todo lo que me ofrecía al mundo y que me estaba destruyendo de a poco. Porque mi ahora señora y yo tuvimos la oportunidad de vivir como el mundo propone – sin aprecio por la castidad, por la pureza, por la templanza, por el amor profundo nacido del conocer y buscar a la persona por quien es, y no por el placer que proporciona su cuerpo, lo que sólo se logra renunciando al placer del momento y buscando construir una relación para durar hacia la eternidad – y salimos golpeados y dañados en el proceso.
En la Iglesia encontramos el hospital de campaña que imagina el Papa, el que dicho sea de paso, siempre ha existido. Y en él no se nos hizo un «nanay» y se nos dijo que todo estaba bien si seguíamos haciendo lo de siempre. Al contrario, y tal vez esto le sorprenda, se nos dijo que nuestra sanación pasaba…. ¡por dejar de pecar! (y no por seguir haciéndolo, pero con la mejor de las intenciones). Nos propuso una salida y la esperanza de una vida feliz y plena en Cristo. Nunca nos prometió que ello fuera fácil o que no requiriera esfuerzo, pero que valdrían la pena los tropezones, las lagrimas, los enojos y los sacrificios. Y contra lo que tal vez usted y otros creen padre, así ha sido. La locura de seguir la enseñanza de Cristo, sostenida por su Iglesia, hizo posible que dos universitarios, que no tenían ninguna diferencia con el resto de su generación, hicieran el camino inverso y llegaran a la Iglesia precisamente porque ella nos llamó con la verdad, y no con acomodos a la propuesta del mundo que nos había dañado y que queríamos dejar atrás. No nos hizo perfectos ni santos, pero nos ha hecho querer serlo.
Más aún padre, yo mismo soy el fruto de un matrimonio que es, siguiendo la nomenclatura del mismo Cristo en su evangelio (San Marcos 10,11), adúltero.
Mis papás tienen más de 30 años de matrimonio civil, luego de que terminara el matrimonio religioso de uno de ellos. Para mi significaba (y significa hasta hoy) aceptar que soy hijo de una relación adultera, al menos hasta que no medie una nulidad canónica. ¿Me hacía eso menos católico? No ¿Significaba que mis papás no podían llegar a la Iglesia por ello? Tampoco. Y todo esto es ya parte de la enseñanza de la Iglesia que usted padre Costadoat quiere cambiar. Desde que yo me convertí, uno de los temas recurrentes en nuestras conversaciones era la sensación de ellos de estar excluidos de la Iglesia por esto. Mis papás comenzaron su proceso de conversación hace algunos años y hoy han vuelto a la Iglesia, con sus heridas y manchas incluidas. Nadie los echó. Nadie podría hacerlo. Su sensación de exclusión no era fruto de la enseñanza de la Iglesia, sino de su ignorancia o incomprensión sobre la misma. Escucharon una y otra vez de cercanos (influidos por las palabras de sacerdotes que, contrariando directamente el magisterio de la Iglesia, los instaban a la comunión, sin jamás haber hecho en lo más mínimo el cuidadoso discernimiento que usted propone) que comulgar era una cuestión entre ellos y Dios (Si esto no es una luz del protestantismo, ¿entonces qué?). Pero mire usted que sin ser doctos en las leyes de la Iglesia fueron capaces de entender (luego de que yo se los explicara, con firmeza pero con amor de un hijo a sus padres) de que no estaban fuera de la Iglesia por no poder comulgar y que hacerlo en esas condiciones ponía en riesgo la salvación de sus almas. Ya van años desde aquello, y su capacidad de razonar alcanza para eso y mucho más. Lo que más me duele padre, es que cuando insisten en que el pueblo no es capaz de entender lo que enseña la Iglesia, finalmente lo que dicen es que el pueblo es tonto o bruto, y que le resulta imposible entender.
Le devuelvo la pregunta a usted padre Costadoat y por extensión a todos los sacerdotes que tiraron la toalla – si es que alguna vez la recogieron – y dejaron de hacer el intento de explicar y enseñar la doctrina de la Iglesia porque salía más fácil intentar cambiarla para que siguiera el compás del mundo. ¿Por qué no enseñar esto sin miedos ni trancas? ¿Por qué rendirse en los esfuerzos? No soy cura, no tengo un grado de teología y no me han preparado para hacer clases de religión. Pero mi historia y la de mi familia es uno de los cientos de miles de testimonios en el mundo que dan fe de que la enseñanza de la Iglesia llama, enamora y salva, y no requiere de estudios de post grado para estar al alcance de todos. Si los laicos podemos enseñarla y esforzarnos por vivirla, ¿por qué ustedes ya no pueden o no quieren enseñarla?
Usted habla en su última columna sobre el triste abandono de los católicos divorciados. Ese triste abandono es real, pero no es como usted cree. Es el fruto de que los mismos sacerdotes de la Iglesia (y sin duda, algunos laicos fariseos) han sido incapaces de ser verdaderos pastores, que teniendo la posibilidad de guiar al rebaño han guardado silencio, o peor, han puesto en juego la salvación del mismo.
Tal vez en otra oportunidad podamos hablar sobre teología o hermenéutica, pero por ahora espero que el testimonio de un insignificante hermano en Cristo, que encontró su razón de vivir en la enseñanza de Cristo conforme a su Iglesia, le sirva a usted en sus reflexiones y, espero, un cambio en su corazón.
Tomás Henríquez. Abogado. Estudiante de Magíster. Universidad de Georgetown.