Bataclan, el «templo pagano» de la noche parisina, fue objeto el 13-N de la ira infame del yihadismo islámico, del fuego y azufre que de modo indiscriminado y abyecto golpeaba hasta poner fin con la vida inocente de más de cien personas, ajenas al espesor estéril del mal. El presidente francés, François Hollande, calificó el atentado terrorista como «un acto de guerra». El primer ministro francés, Manuel Valls, coincidiría en el diagnóstico: «estamos tomando medidas excepcionales porque estamos en guerra». La prensa francesa tampoco vacila en estimar que la masacre de París es una guerra.
Irak, Siria, Nigeria…París. No es fácil creer que pueda existir un diálogo de civilizaciones si pensamos, como afirma Enzensberger en El perdedor radical, que el islam ha copiado lo peor de Occidente como es el terrorismo, especialmente en su versión nihilista nazi. Esta es la prueba primordial de la imparable decadencia del islam. Se trataría de un mundo en el que la verdad, el bien y la moral han perdido cualquier expresión reconocible. El propósito de la educación totalitaria nunca ha sido inculcar convicciones sino destruir la capacidad de formar alguna. En la actualidad, esa civilización es inviable. Al islamismo no le interesa negociar ni buscar soluciones. Se limita a la negación. No plantea ningún tipo de reclamaciones. A estas alturas, es una obviedad que el ministro de Asuntos Exteriores, García-Margallo, reconoce: «Con esta gente no se puede dialogar. Hay que derrotarlos militarmente».
Si se confirma que ciudadanos franceses son los terroristas se estaría validando la figura del «perdedor radical» que inventa el poeta, que no es islamista sino occidental. Ese modelo perverso de ser humano lo importa el islamismo de Occidente. La agresividad del fundamentalismo islámico hacia Occidente encuentra su fundamento en la percepción de un Occidente negador y debilitado, situado más allá de todos los mandamientos, emancipado absolutamente de lo trascendente. El odio es hacia un Occidente sin identidad, postcristiano, secularista. El perdedor radical vive una tensión interna entre el odio al otro, al triunfador, y el desprecio a uno mismo, al derrotado, que le lleva a la autodestrucción.
Pero la victoria del mal, a pesar de su espesor, es sólo aparente. La tesis del poeta es que los peor parados del terrorismo islamista (una lacra que tenemos que soportar en Occidente) serán los musulmanes. El proyecto de los perdedores radicales consiste en organizar el suicidio de toda una civilización, pero no es probable que consigan eternizar su culto a la muerte. Son las sociedades árabes sobre las que recaen las consecuencias más fatales del terrorismo islamista.
No se puede contemplar la inacción ante el desafío yihadista islámico, cuya actividad a imponer el terror no cesará: «no viviréis en paz», «es sólo el comienzo de la tormenta». El Estado islámico propone «envenenar el agua y la comida de al menos un enemigo de Alá». El régimen del miedo no puede colonizar la vida de las sociedades.
Después de las elecciones de 2003, un estado del norte de África, Zamfara, declaró que en lo sucesivo su Gobierno se basará en la sharía, que es un código de estrictas leyes islámicas. Uno de los últimos en suscribir la sharía fue el estado de Taraba. En diciembre de aquel mismo año el gobernador, él mismo musulmán, se vio obligado a tomar medidas severas contra los «talibanes».
El famoso levantamiento de inspiración juvenil que se produjo en París en 1968 y que trató de resucitar una comuna basada en la Comuna de 1870 surgida del fermento revolucionario francés despertó al principio regocijo, pero después inquietud. Eran los agentes subversivos que derribarían el orden burgués y liberarían al «hombre nuevo» de una sociedad fracasada, de sus hipocresías y dudosos valores éticos. Contra esa misma sociedad materialista y decadente se vuelve ahora el fundamentalismo intolerante, violento y blasfemo, la barbarie de los Elegidos contra el resto.
Entre la respuesta mínima exigible, la tendencia hacia la unidad política como proyecto normal de convivencia pacífica, y la respuesta límite de un conflicto armado, deberán realizarse respuestas inmediatas no sólo de prevención porque el bien no admite ninguna tibieza sino la justicia y la verdad. No es violencia moral detener la mano del asesino sobre la víctima. Es obligatorio apartar al criminal de la víctima, frenar el inmoderado ascenso y el flujo masivo de la población musulmana en Europa. No puede organizar ningún Estado democrático el bien junto con el mal, contraviniendo el principio absoluto de la moralidad en el ámbito estatal.
El mismo progreso social tiene lugar sólo porque la fuerza social organizada se ha dejado inspirar por las exigencias morales y las ha convertido en ley moral de vida. Es necesario el bien organizado. La norma moral de la vida social será el principio del respeto a la dignidad de cada vida humana. El principio moral exige una oposición real a los crímenes como un medio legítimo que limita el mal. La coacción es necesaria cuando está en juego la paz y la seguridad de toda la sociedad.
Roberto Esteban Duque, sacerdote