Se crea o no, la persona, individual y colectivamente, sigue un proceso en el que juegan, a la vez, su libertad y la voluntad de Dios. Los momentos de ese proceso son: La persona formada por Dios a su imagen, a partir de la creación. La imagen, deformada por el pecado. La imagen reformada, tras el pecado, por la redención de Cristo. La imagen consumada al fin de esta vida y permaneciente más allá de la muerte. La idea de «imagen» no se pierde, sea cual fuere la actitud humana frente a Dios, pues nunca dejará de ser lo que Dios ha decidido: que fuese imagen suya.
Muchos permanecen en la imagen deformada por el pecado. Y no pasan de ella, por las influencias de algunas instancias sociales que buscan perturbar la fe de los ciudadanos. Pero recordemos las palabras de Jesús: «¡Ay del mundo a causa de las incitaciones al pecado! Siempre las habrá, pero, ¡ay del hombre que haga pecar a los demás!» (Mat 18,7) Porque lo que el hombre «es» por naturaleza, trascenderá hacia lo que «debe ser», por la gracia. El hombre, en cuanto «naturaleza espiritual», es deseo de Dios. Ha sido creado para que se cumpla en él ese deseo al que no puede sustraerse porque se le impone, lo sepa o no, de manera incondicionada. Pero no se niega nuestra libertad, pues este deseo, sin embargo, no entraña una exigencia: «el espíritu no desea a Dios como el animal desea su presa: lo desea como un don», porque ese deseo «está en nosotros, pero no es de nosotros». (La Razón)
Cardenal Ricard Mª Carles